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El mar. Y un cesto de cerezas

El mar. Y un cesto de cerezas

A lo mejor todo lo que escribo viene de una sola imagen. Y de una sola palabra.

Yo tenía muy pocos años, puede que cinco, o seis como mucho. Caminaba por la carretera con mi madre, y al fondo, junto al río, me fijé en una casa, oscura entonces, pintada en tonos grises que la convertían en algo bastante siniestro. Un caserón enorme, aún mayor a mis ojos de niña, con una gran galería. Debí de preguntarle a mi madre de quién era esa casa, porque lo que recuerdo es su respuesta: “Ahí vivían las señoritas de Pomar. Era una casa tan importante que tenían una sala de billar y una biblioteca”. La imagen de aquella casa y la palabra «biblioteca» (el mayor de los lujos imaginables para una niña que amontonaba sus libros de cuentos en la mesita de noche soñando con que el montón se hiciera infinito) abrieron de inmediato una puerta a la fantasía: ¿quiénes eran las personas que habían vivido en aquella casa, cómo eran sus vidas? Todo ello permaneció ahí hasta que muchos años después encontró el camino de salida en forma de novela, y de ese germen al que le fueron creciendo otras circunstancias, surgió Dejar las cosas en sus días (Alfaguara, 2013). Fue el origen de todo: las novelas que vinieron después fueron consecuencia de esa imagen. Las cerezas, que siempre aparecen en mis novelas, no son inocentes en el asunto. De mi infancia de trepar a los cerezos y zampármelas a toneladas debió de quedar también esa imagen del cesto de cerezas como poética tan sencilla como verdadera: escribir una historia tiene algo de sacar una cereza y comprobar cómo se enreda con la siguiente, y esta con otra, de modo que es imposible detenerse. Cuando empiezo a contar, cada historia viene con otras historias enredadas, y siempre tengo la sensación de que detrás de cada cosa que se cuenta hay otra por contar.

"Escribí Todos los naufragios, especialmente la segunda mitad, asomada al mar de forma literal"

De ese cesto de cerezas viene Todos los naufragios, porque ya estaba en el principio de todo, enredada con todas y cada una de las vidas y las pasiones, y fue al tirar de la historia de Valeria Santaclara (protagonista de La noche que no paró de llover (Destino, 2017) cuando personajes apuntados en su memoria, juzgados desde su perspectiva y su parcial conocimiento, reclamaron un espacio del que siempre fueron dueños.

Escribí Todos los naufragios, especialmente la segunda mitad, asomada al mar de forma literal. En verano instalo una mesa tras los cristales de la terraza de mi casa frente al Cantábrico. A veces el mar está en calma y otras es puro rugido. No sé si decir que las palabras venían de ahí también, del vaivén de las olas, de la cadencia milenaria y del eco de tanta vida y tanta muerte, pero es posible que así sea. El mar / la mar nunca te deja el alma ilesa.

"Sigue estando el mar. Y un cesto de cerezas del que sé que seguirán saliendo historias"

Estaba la bahía de San Lorenzo frente a mí, pero yo me movía en dos escenarios: el Gijón de las primeras décadas del siglo XX y Nozaleda, la pequeña aldea imaginaria situada en mi cabeza al este de Gijón, en algún punto indeterminado más allá de la Providencia. Ese era mi territorio para la imaginación, y su geografía, la configuración, sus caleyes y sus construcciones, los prados y las cuadras, la fuente y la Cerezalona, se había creado en exclusiva en mi imaginación, en puro contraste con el estudio detallado de los planos de la época de Gijón, las horas siguiendo itinerarios en fotos antiguas, buscando referencias de edificios y establecimientos comerciales, contrastando anuncios de los periódicos con la búsqueda de las tiendas a las que se hacía referencia en viejas fotografías. El mar al fondo y yo con un pie en lo ficticio y otro en la reproducción lo más exacta posible de un espacio ya perdido. También los personajes participaron de esa dualidad: junto con aquellos que son pura creación, entraron a jugar un ratito algunos tan reales que forman parte de la historia: Rosario Acuña, por ejemplo, y más tangencialmente el mismo Buenaventura Durruti.

Por primera vez me limité a contar una historia sin planos temporales ni saltos en la cronología. Todo muy ordenado, que aparentemente parece sencillo y que se reveló como una de las mayores dificultades: mover a todos los personajes (y son muchos, el lector se dará cuenta) al mismo ritmo, exigió un trabajo de sincronización que en algunos momentos llegó a desesperarme un poco. Que en las páginas no se advierta ese esfuerzo y todo parezca fluir es algo que me produce satisfacción y alivio. Así, de forma ordenada discurren las existencias de Gregorio Santaclara y su familia, de Onel, la vida de la maestra Flora y la revolución que supone su presencia en Nozaleda, los amores difíciles, los más sencillos, las traiciones y los secretos, la lealtad insobornable y el olvido. Así se cruzan los ejes individuales de la amistad fronteriza, la renuncia que supone la elección, la ausencia que es herida y aquellos colectivos, comunes: la tensión entre tradición y progreso, el movimiento obrero, el anarquismo, la emigración y las pérdidas, la revolución y la guerra.

Sigue estando el mar. Y un cesto de cerezas del que sé que seguirán saliendo historias.

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Autora: Laura Castañón. Título: Todos los naufragios. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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