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El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés, de Eugenio Ibarzabal

El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés, de Eugenio Ibarzabal

Esta es una historia de escucha. Y, al mismo tiempo, una re­flexión sobre el arte de escuchar. El escritor y conferenciante Eugenio Ibarzabal se sirve de vivencias y anécdotas, y de su dilatada experiencia como entrevistador, para ofrecer algunas de las claves de lo que constituye una buena conversación. 

Zenda adelanta los capítulos 5 y 6 de El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés (ed. Gestión 2000).

***

Si me preguntaras cuál ha sido el obstáculo principal que tuve que superar en ese y en otros casos al comenzar a relacionarme con los demás, la respuesta es muy sencilla: yo mismo, esto es, el conseguir evitar hablar de mí.

O dicho de otro modo, obligarme a callar.

Lo mismo que me sucedió con la mujer a la que me acerqué tras mi caminata preguntando por un buen restaurante. Si hubiera incidido en el porqué había yo llegado a ese pueblo y decidido quedarme en él, o insistido en narrar el camino que había tomado hasta llegar al punto en el que la abordé, la hubiera aburrido; «Otro pelma más», habría dicho. Incluso algo peor. «Alguien que pretende impresionar», pensaría tal vez. «¿No ves que no me interesas? Tengo cosas más importantes que hacer que escuchar la vida de un desconocido», se diría para sí.

Alguien se sorprenderá al escuchar de manera tan rotunda que no nos interesan los demás. Pero es el fruto de mi experiencia. Podemos sentir tal vez curiosidad por otros, especialmente si son famosos, o si hay algún chisme sabroso que se pueda aprovechar más tarde para contar una anécdota agradable a los amigos. O simplemente, para criticarle en cuento se marche.

Es muy poca la gente que se interesa realmente por los demás; mis amigos de la cena no deberían extrañarse tanto. Así se lo dije.

Sabiendo que eso es así, ¿para qué, entonces, continuar hablando? Calla, pues, y escucha, me he dicho en los últimos años.

Calla y escucha, aunque no te interese lo que estén contando.

Porque escuchar puede cambiar tu vida.

A mí al menos me la ha cambiado. Varias veces.

No te escandalices, pues, al leer que es poca la gente que se interesa por los demás. Recuerda que eres tú el que ha llegado, no ellos ni ellas. Eres tú el único interesado en saber algo de ese pueblo, no aquellos dos hombres, ni tampoco la primera mujer. Déjales, pues, hablar. Están a lo que están, y, reconócelo, observa que también tú te acercas a los demás porque, en el fondo, te interesa obtener algo de ellos: integrarte en el pueblo o conocer el nombre de un buen restaurante.

Nos acercamos a los demás porque nos interesa, no porque los demás nos interesen. Hacemos como que nos interesamos, pero, en el fondo, nos interesa lo que nos interesa.

Y no es un juego de palabras.

Si debería ser de otro modo o no es otra cuestión bien diferente.

Ahora sólo tratamos de describir lo que hay.

Y no hay que empezar por cómo deberían ser las cosas, sino partir de cómo son realmente para caminar más tarde hacia cómo deberían ser. Ésa es, al menos, mi humilde opinión al cabo de los años. La aproximación contraria es exponerse a una frustración más.

***

Creo que hablar de uno mismo sin que nos hayan preguntado es, como mínimo, una muestra de mala educación, así como del inmenso ego que llevamos dentro. Es como si no supiéramos soportar estar callados, como si escuchar a otros fuera un reconocimiento por nuestra parte de que los verdaderamente importantes son los demás, los que hablan, y no yo, que me mantengo callado.

Y no lo podemos aguantar.

—Yo también… —interrumpimos de inmediato, para, al parecer, dar a entender que tenemos algo que decir.

Sin embargo, lo sabemos, no pasaría nada si aprendiéramos a mantenernos callados; es más, ¿cuántas veces nos hemos arrepentido de no haberlo hecho?

Pero, al mismo tiempo, creemos que somos en la medida que tenemos algo que decir y lo manifestamos. Callar sería, así, una muestra de que no somos dignos de consideración, pues no tenemos nada interesante que ofrecer.

Las frecuentes interrupciones en la conversación pueden llegar a ser hasta dolorosas, no tanto por lo cansino, sino por la falta de generosidad que demuestran; por ejemplo, al mostrar nosotros preocupación por nuestra enfermedad y observar que se aprovechan de que tenemos que tomar aire de vez en cuando, para, de repente, espetarnos:

—Yo también… —Y a continuación va su pasada enfermedad, que, con mucha frecuencia, nada tiene que ver con la nuestra y, además, es insignificante si se la compara con la gravedad de la que sufrimos.

Una muestra de falta de interés real y de ego.

—¿El estómago? A mí me vas a hablar del estómago.

—Y, acto seguido, van minutos de esas náuseas que con frecuencia sufre nuestro interlocutor y de las veces que ha ido al médico a fin de obtener una respuesta, sin que, hasta el día de hoy, haya encontrado alguien capaz de explicarle el porqué.

Y si revelamos una disputa con un miembro de la familia o un amigo, la persona que, hasta ese momento, aparentaba escuchar, suelta, a su vez, sus dificultades actuales con un hijo. Y si nos mostramos preocupados por la situación laboral en la que nos encontramos, pues no tenemos trabajo, se nos responde diciendo que también el interlocutor sufrió la misma situación años atrás. «¡Qué me vas a contar a mí que yo no sepa y no haya sufrido antes!», parecen decir.

¿Ayudan esos comentarios a una persona realmente afligida?

Entonces, ¿por qué lo hacemos? Por ego, tan sólo para decir que «Yo también estoy aquí, no eres la única persona en este momento, por qué no te callas y me dejas hablar a mí, pues yo también existo». Es más, si le dices: «¿Me dejas hablar?», son capaces de responderte, y de muy malos modos: «Déjame hablar a mí».

En lugar de levantar el dedo pidiendo humildemente permiso, comenzamos a hablar. Pues sólo existimos, creemos, si hablamos.

Sin pensar, además, lo que luego vamos a decir.

¿Cuál podría ser una buena definición del ser humano? Un ser que interrumpe y habla, aunque no sepa ni tenga luego nada de interés que decir.

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Autor: Eugenio Ibarzabal. Título: El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés. Editorial: Gestión 2000. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

 

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