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El mundo de ayer, de Stefan Zweig

El mundo de ayer, de Stefan Zweig

La editorial Alma sigue ampliando la colección Zweig que empezó en 2023 con la publicación de cinco títulos del escritor austríaco. Ahora suma a la lista uno de sus grandes clásicos, El mundo de ayer, con una nueva traducción del Premio Nacional Carlos Fortea y con ilustraciones de Samuel Castaño.

En Zenda reproducimos el Prefacio y algunas ilustraciones de la nueva edición de El mundo de ayer, de Stefan Zweig (Alma).

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PREFACIO

Nunca he dado tanta importancia a mi persona como para sentirme atraído por la idea de contar las historias de mi vida a otros. Han tenido que ocurrir muchas cosas, infinitamente más que la cuota de aconteci­mientos, catástrofes y pruebas que se le asigna a cada generación, antes de que hallara el valor de empezar un libro en el que soy protagonista o —me­jor dicho— centro. Nada más lejos de mi carácter que ponerme en primer término, a no ser en el sentido de alguien que explica una conferencia con diapositivas; el tiempo brinda las imágenes, yo solamente digo las pala­bras, y en realidad no es tanto mi destino el que cuento, sino el de toda una generación… nuestra irrepetible generación, que ha soportado la carga del destino como pocas lo han hecho a lo largo de la historia. Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha visto removida su exis­tencia más íntima por las casi incesantes sacudidas volcánicas de nuestra tierra europea; y, en medio de esos seres innumerables, no me asigno otra prelación que la de haber sido austriaco, judío, escritor, humanista y paci­fista justo allá donde aquellas conmociones se sentían con más fuerza. Me han quitado tres veces mi casa y mi existencia, me han privado de todo lo anterior y pasado y arrojado al vacío con su dramática vehemencia, a un «no sé adónde» que ya me resultaba bien conocido. Pero no me quejo; pre­cisamente el apátrida se vuelve libre en un sentido nuevo, y el que ya no está ligado a nada tampoco necesita cuidarse de nada. Así que espero al menos poder cumplir una de las condiciones principales de cualquier representa­ción justa de una época: sinceridad e imparcialidad.

Porque, en verdad, me veo desprendido como pocos de todas mis raíces e incluso de la tierra que las alimentaba. Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo, pero no hay que buscarla en el mapa: ha desaparecido sin dejar rastro. Crecí en Viena, una metrópoli supranacional de dos mil años de antigüedad, y he tenido que abandonarla como un criminal, antes de que fuera degradada a la categoría de ciudad de provincias alemana. Mi obra literaria ha sido reducida a cenizas en la len­gua en la que la escribí, en el mismo país en el que mis libros habían hecho amistad con millones de lectores. Así que ya no pertenezco a ningún sitio, soy extranjero en todas partes, en el mejor de los casos huésped; también he perdido la verdadera patria que mi corazón escogió, Europa, desde que por segunda vez se desgarra, suicida, en una guerra entre hermanos. Contra mi voluntad, me he convertido en testigo de la peor derrota de la razón y el más salvaje triunfo de la brutalidad que registra la crónica de los tiempos: nunca —y no lo reseño con orgullo, sino con vergüenza— una generación ha experimentado similar retroceso moral desde una altura intelectual tan alta como la nuestra. En el pequeño intervalo transcurrido entre que me empezó a salir la barba y empecé a encanecer, en este medio siglo, han ocu­rrido más transformaciones y cambios radicales que en diez generaciones, y cada uno de nosotros siente que han sido ¡casi demasiadas! Mi hoy es tan distinto de cualquiera de mis ayeres, mis ascensos y mis caídas, que a veces me parece que no he vivido una sola existencia, sino varias, totalmente dis­tintas entre sí. Porque me sucede a menudo que, cuando digo «Mi vida» sin prestar atención, me pregunto involuntariamente: «¿Qué vida?». ¿La de an­tes de las guerras mundiales, antes de la primera, antes de la segunda, o la vida de hoy? Luego vuelvo a sorprenderme diciendo «Mi casa», y no sé a cuál de las anteriores me refiero, la de Bath o la de Salzburgo, o la casa de mis padres en Viena. O diciendo «nosotros» y viéndome forzado a recordarme con sobresalto que hace mucho que ya no me incluyo entre los ciudadanos de mi patria, ni entre los ingleses ni los americanos, que ya no tengo allí vinculación orgánica alguna, y nunca estaré del todo integrado aquí; el mundo en el que crecí, el de hoy y los intermedios se separan cada vez más en mi sentimiento en mundos totalmente distintos. Cada vez que, conversando con amigos recientes, cuento episodios de la época anterior a la primera guerra, advierto en sus preguntas asombradas cómo lo que para mí sigue siendo realidad evidente se ha vuelto ya histórico o inimaginable para ellos. Y un secreto instinto dentro de mí les da la razón: entre nuestro Hoy, nues­tro Ayer y Anteayer, se han roto todos los puentes. Yo mismo no puedo por menos de asombrarme ante la plenitud, la variedad que hemos comprimi­do en el escueto espacio de una sola existencia —desde luego, en extremo incómoda y amenazada—, y menos aún cuando las comparo con la forma de vida de mis antepasados. Mi padre, mi abuelo, ¿qué vieron? Cada uno de ellos vivió su vida de manera uniforme. Una sola vida de principio a fin, sin ascensos, sin caídas, sin conmociones ni peligros, una vida con pequeñas tensiones, con imperceptibles transiciones; a un ritmo uniforme, tranqui­lo y sosegado, la ola del tiempo los llevó de la cuna a la sepultura. Vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, y casi siempre incluso en la misma casa; lo que ocurría en el mundo, en realidad, no sucedía más que en los periódicos, no llamaba a la puerta de su casa. Probablemente hubo algu­na guerra durante su época, pero no fue más que una guerrita, comparada con las dimensiones actuales, y tenía lugar muy lejos, en la frontera, no se oían los cañones, y al cabo de seis meses estaba extinguida, olvidada, no era más que una seca hoja en la historia, y volvía a empezar la antigua vida, la misma. En cambio nosotros lo vivimos todo sin retorno alguno, no quedó nada de lo anterior, nada volvió; a nosotros nos fue reservado un máximo de participación en lo que normalmente la historia reparte, ahorrativa, a cada país, a cada siglo. Una generación había pasado en todo caso una revolución, la otra un golpe de Estado, la tercera una guerra, la cuarta una hambruna, la quinta una bancarrota de las arcas públicas… y algunos países bendecidos, algunas generaciones bendecidas, ni siquiera habían visto nada de todo esto. Nosotros, en cambio, los que ahora tenemos sesenta años y de jure aún tendríamos un trecho por delante, ¿qué no hemos visto, qué no hemos sufrido, qué no hemos vivido? Hemos recorrido de un extremo a otro el ca­tálogo de todas las catástrofes imaginables (y aún no hemos llegado a la úl­tima hoja). Yo solo he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, e incluso he vivido cada una de ellas en un frente distinto, la una en el de los alemanes, la otra en el de sus contrarios. He conocido en la preguerra el más alto nivel y forma de libertad individual, y después su más profundo descenso en cien años, he sido festejado y proscrito, li­bre y no libre, rico y pobre. Todos los pálidos corceles del Apocalipsis han arrollado mi vida: revolución y hambruna, devaluación del dinero y terror, epidemias y emigración; he visto crecer y expandirse bajo mis ojos las gran­des ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todos ellos, la peste suprema del nacionalismo, que ha envenenado los frutos de nuestra cultura europea. He tenido que ser testigo indefenso, impotente, de la inimaginable recaída de la humanidad en una barbarie que se creía largamente olvidada, con su dogma de antihumanidad consciente y programática. A nosotros se nos ha reservado volver a ver después de siglos guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos masivos y bombardeo de ciu­dades indefensas, bestialidades todas que no habían conocido las últimas cincuenta generaciones y que ojalá no tengan que soportar las próximas. Pero, paradójicamente, en el mismo periodo en el que nuestro mundo re­trocedía un siglo en lo moral, he visto a la misma humanidad elevarse en el ámbito técnico e intelectual a actos insospechados, superando en un solo aleteo todo lo conseguido en millones de años: la conquista del éter me­diante el avión, la transmisión de la palabra en un solo segundo al otro lado del globo terráqueo y por tanto el dominio del universo, la fisión del átomo, la victoria sobre las peores enfermedades, la casi diaria posibilidad de lo que ayer aún era imposible. Nunca hasta nuestra época la humanidad en su conjunto se ha comportado de manera tan infernal ni ha alcanzado lo­gros tan similares a los divinos.

Me parece un deber dar testimonio de esta vida nuestra, tensa, dramá­ticamente sorprendente, porque —repito— cada uno de nosotros ha sido testigo de estos cambios inmensos, cada uno de nosotros se ha visto obli­gado a ser testigo. Para nuestra generación no ha habido ninguna escapato­ria, ninguna posibilidad de ponerse a un lado como las anteriores; gracias a nuestra nueva organización de la simultaneidad, hemos estado constan­temente incluidos en nuestra época. Cuando las bombas aplastaban las casas de Shanghái, en Europa lo sabíamos en nuestras habitaciones antes de que sacaran de sus viviendas a los heridos. Lo que ocurría a miles de millas al otro lado del mar se convertía vivamente en imagen. No había protección ni garantía contra ese constante ser informado e involucrado. No había ningún país al que poder huir, ningún silencio que se pudiera comprar, la mano del destino nos agarraba siempre y en todas partes y nos arrastraba de vuelta a su insaciable juego.

Había que someterse constantemente a las exigencias del Estado, ser pre­sa de la más estúpida de las políticas, adaptarse a los cambios más fantásti­cos, encadenado siempre a lo común, por más encarnizadamente que uno se defendiera; te arrastraba de forma irresistible. Quien haya recorrido esta época, o más bien haya sido perseguido e instigado durante ella —hemos co­nocido pocas pausas para respirar—, ha vivido más historia que cualquiera de sus antepasados. También hoy volvemos a encontrarnos en un punto de inflexión, en un final y un nuevo comienzo. Por eso, no actúo sin intención cuando termino por el momento el repaso a mi vida en una fecha determi­nada. Porque aquel día de septiembre de 1939 traza la raya definitiva al pie de una época que nos ha dado forma y educado a los que tenemos sesenta años. Si, con nuestro testimonio, podemos transmitir a la siguiente generación aunque no sea más que una esquirla de verdad, arrancada de esa estructura en derribo, no habremos vivido completamente en vano.

Soy consciente de las desfavorables circunstancias, en extremo caracte­rísticas de nuestra época, en las que trato de dar forma a estos recuerdos míos. Los escribo en medio de la guerra, los escribo en el extranjero y sin el menor apoyo a mi memoria. No tengo a mano, en mi habitación de hotel, ni un ejemplar de mis libros, ni una anotación, ni una carta de ningún amigo. No puedo obtener información en parte alguna, porque en el mundo ente­ro el correo de un país a otro ha sido interrumpido o ha sido frenado por la censura. Todos vivimos tan aislados como hace cien años, antes de que se inventaran el barco de vapor, el ferrocarril, el avión y el correo. De todo mi pasado, no llevo conmigo más que lo que llevo detrás de la frente. Todo lo demás es en este momento inalcanzable para mí o se ha perdido. Pero nues­tra generación ha aprendido a conciencia el arte de no llorar por lo perdido, y quizá la pérdida de documentación y detalle sea incluso un beneficio para este libro mío. Porque contemplo nuestra memoria no como un elemento que retiene por mero azar esto y pierde por azar lo otro, sino como una fuer­za que ordena conscientemente y excluye sabiamente. Todo lo que se olvida de la propia vida ya había sido condenado hacía mucho, por un instinto in­terior, a ser olvidado. Solo lo que yo mismo quiero preservar tiene derecho a ser preservado para los otros. ¡Así pues, hablad y elegid, recuerdos, en mi lugar, y dad al menos un tenue reflejo de mi vida, antes de que se hunda en la oscuridad!

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Autor: Stefan Zweig. Título: El mundo de ayer. Traducción: Carlos Fortea. Editorial: Alma. Venta: Todos tus libros.

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Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace

Profunda nostalgia de un mundo desaparecido. Zweig es la nostalgia absoluta. Impresionante libro, impresionante testimonio de una vida a punto de bajarse del Gran Viaje interestelar. Europa perdió a Zweig lo mismo que Europa se perdió a sí misma. Recomiendo encarecidamente su lectura o su relectura.

Dan tentaciones de no sentirse de ningún lugar, de ningún país, de ninguna bandera. Quizás Europa ha cambiado, quizás es un refugio sentirse europeos, pero también quizás Europa se ha convertido en la Europa de los nacionalismos, nacionalismos tan perversos como AQUÈL.

Encarnita
Encarnita
3 meses hace

Completamente de acuerdo con Ricarrob.
Estoy leyendo en este momento esa descarnada narración de las vivencias de Zweig, sin nada a mano que le recuerde los hechos. Solo lo que hay detrás de su frente, es decir su memoria.
También leí su novela El ajedrez que consiguió apasionarme desde el minuto uno.
Pero volviendo a la que nos ocupa, » El tiempo de ayer» es una lectura recomendadisima ya que la frivolidad que inunda generalmente a la sociedad de hoy, contrasta enormemente con los valores que inundan la vida de este austriaco ilustre .