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El mundo en vilo, de Daniel Schönpflug

El mundo en vilo, de Daniel Schönpflug

Es noviembre de 1918 y el mundo es un lugar asolado que debe reconstruirse: la guerra ha terminado y todo debe empezar de nuevo. Muchos proyectos ilusionantes surgen en el mundo occidental. Virginia Woolf intenta publicar en su pequeña edito­rial, Moina Michael reparte sus míticas remembrance poppies, la Bauhaus de Walter Gropius empieza a fraguarse y Harry Truman monta una tienda de camisas para hombre en Kansas.

Daniel Schönpflug nos traslada sin dificultad a ese ambiente en que el mundo parecía estar en vilo, en que todas las posibilidades se abrían ante nuestros ojos y la creación de muchos mundos posibles parecía al alcance de la mano. Una ilusión que, como sabemos hoy, terminó por truncarse.

Zenda adelanta el prólogo de El mundo en vilo. La ilusión tras la Gran Guerra, editado por el sello Turner.

***

Un meteoro sigue una trayectoria que lo lleva
a acercarse a la Tierra. Esta lo desvía hacia ella
con su fuerza de atracción, atraviesa durante
breves y críticos momentos la atmósfera, la fricción
con el aire lo convierte en una estrella fugaz
incandescente. Sortea en el último momento el
peligro de quedarse para siempre atrapado en la
Tierra y sigue su camino cada vez más frío hasta
que se apaga de nuevo en el vacío.

PAUL KLEE, Apuntes pedagógicos, 1921

PRÓLOGO

El núcleo del cometa

El 11 de noviembre de 1918, a primera hora de la mañana, el káiser alemán aparece colgado entre dos rascacielos en Nueva York. El cuerpo sin vida del monarca pende de una larga cuerda, en medio de una nube de confeti que centellea al sol. Naturalmente, no se trata de Guillermo II en persona, sino de una representación, un muñeco de trapo mucho más grande que el káiser, decorado con un formidable bigote y un casco prusiano. En el pincho del casco se quedan colgadas algunas de las tiras de papel blanco que alguien lanza desde más arriba y que descienden con majestuosa lentitud entre los altísimos edificios.

A las cinco de la mañana (hora de la costa este) entra en vigor el armisticio entre las potencias aliadas y el Reich alemán. Los hunos –como se ha llamado a los alemanes en Estados Unidos desde que comenzó la guerra– hincan la rodilla después de cuatro años de lucha sin cuartel. Así acaba la Primera Guerra Mundial, que se ha cobrado la vida de dieciséis millones de personas en todo el mundo. Los neoyorkinos lo leen en los periódicos de la mañana y toman las calles en masa. Entre los rascacielos se agita un mar de gente ataviada con sus mejores galas, vistiendo trajes y bombines como si fuera domingo, o con uniformes militares y de enfermera. Caminan del brazo, hombro con hombro, se saludan y se abrazan. Campanas, salvas, marchas y fanfarrias se suman a los millones de voces que ríen, cantan y hablan con un estruendo de oleaje furioso. A través de la muchedumbre circulan entre bocinazos algunos automóviles desde los que se agitan banderas con entusiasmo. La ciudad celebra un festival callejero improvisado, con carteles pintados a mano, autoproclamados tribunos de la plebe, bandas de música, bailes desenfrenados sobre los adoquines. Nadie trabaja en Nueva York en ese día de la victoria que –todos están convencidos de ello– pronto traerá la paz al mundo.

Unas semanas antes, Moina Michael, una corpulenta mujer de casi cincuenta años consigue una excedencia de su cargo de gobernanta y profesora en un colegio femenino de Georgia y se pone a trabajar en un campamento de formación de la Young Women’s Christian Association, la rama femenina de la Young Men’s Christian Association (YMCA). En los edificios de la Universidad de Columbia, en Manhattan, Michael ayuda a preparar a los jóvenes que irán a Europa. Los más capaces de entre ellos cruzarán poco después el Atlántico como auxiliares civiles con la misión de construir estaciones de aprovisionamiento para los soldados. Dos días antes del armisticio, Moina Michael lee en un ejemplar del Ladies’ Home Journal el poema bélico “In Flanders Fields”, del lugarteniente canadiense John McCrae: “Se agitan las amapolas en los campos de Flandes / entre las cruces…”. La página de la revista está profusamente decorada con figuras heroicas de soldados que miran al cielo. Lee cautivada hasta la última línea, en la que McCrae evoca la imagen de un soldado moribundo que con sus manos debilitadas entrega a los supervivientes la antorcha de la lucha. Con esas palabras e imágenes resonando en su interior, siente como si el poema hubiera sido escrito para ella, como si las voces de los muertos le hablasen directamente a través de esas líneas. ¡Hablan de ella! ¡Ella es quien tiene que alargar su mano y tomar la antorcha de la paz y la libertad! ¡Ella tiene que convertirse en el instrumento de la “fidelidad y la fe” y ella debe encargarse de que el recuerdo de millones de víctimas no se pierda, de que su lucha no haya sido en vano y su muerte tenga un sentido!

Moina se halla tan conmovida por el poema y por su epifanía que toma un lápiz y escribe en un sobre amarillo sus propios versos sobre la amapola, “la flor que crece sobre los muertos”. En una especie de juramento rimado, promete transmitir la “lección de los campos de Flandes” a los supervivientes:

Llevamos para honrar a quienes murieron
la antorcha y el rojo de las amapolas.
No temáis, no habréis muerto en vano,
a otros enseñaremos la lección aprendida
en los campos de Flandes.

Mientras escribe, un grupo de jóvenes aparece ante su escritorio. Han reunido diez dólares para agradecerle que les ayudara a amueblar sus habitaciones en la YMCA. Cuando va a aceptar el dinero, de repente todo encaja en su cabeza: no quiere que lo que siente se quede en palabras, por muy bien rimadas que estén. Su poema debe convertirse en realidad. “Compraré amapolas rojas… A partir de ahora, llevaré siempre una amapola roja”, anuncia a los desconcertados jóvenes. A continuación, les enseña el poema de McCrae y, tras dudar un poco, también el suyo. Los jóvenes se entusiasman. Ellos también quieren amapolas para sus solapas y Moina promete conseguirles algunas. Así pasará las horas que faltan hasta el armisticio, buscando amapolas artificiales en las tiendas de Nueva York. Resulta que entre la nutrida oferta de la metrópolis hay flores artificiales de todas las formas y colores, pero la selección de Papaver rhoeas, la especie de color rojo brillante de la que habla el poema, resulta bastante limitada. Encontrará finalmente lo que busca en Wanamaker’s, uno de los grandes almacenes de la ciudad que tiene de todo, desde artículos de mercería hasta automóviles, e incluso un salón de té acristalado. Adquiere una enorme amapola artificial para su escritorio y dos docenas de flores de seda con cuatro hojas. De vuelta en la YMCA, coloca las amapolas en las solapas de los jóvenes que pronto partirán de servicio a Francia. Es el modesto nacimiento de un símbolo triunfal. Las llamadas remembrance poppies no tardarán mucho en convertirse en símbolo de la memoria de los muertos en la guerra para todo el mundo anglosajón.

***

El culto a las amapolas nació en un momento histórico extraordinario, mientras en todo el mundo millones de personas celebraban, dejaban lo que fuera que estuvieran haciendo, lloraban o juraban venganza. Desde entonces las amapolas hablan del pasado y también del futuro. Por una parte, nos avisan de que no debemos olvidar un pasado muy reciente; en este sentido, forman parte de una cultura mundial de la memoria, una cultura de ceremonias, monumentos y nombres de los caídos esculpidos en la piedra de escuelas, edificios públicos y cuarteles. Por otra parte, la ocurrencia de Moina Michael también se orienta al porvenir, puesto que para ella la sangre derramada y las numerosas víctimas implicaban una responsabilidad para con el futuro: sobre las tumbas crecerán las flores como en ella surgió la esperanza de cara al futuro, fruto espontáneo de su profunda religiosidad. Para muchos de sus contemporáneos el fin de la guerra proyecta una duda apremiante acerca del futuro. Las expectativas de una vida mejor se mezclan con los miedos y las ideas revolucionarias, los sueños y la nostalgia se confunden con las pesadillas.

En su obra El cometa de París (1918), un dibujo a pluma y acuarela tan irónico como emblemático, Paul Klee captaría a la perfección esta situación intermedia entre pasado y futuro, entre realidad y expectativas. Si observamos con atención la obra de Klee, soldado de la Real Escuela Bávara de Aviación, vemos no uno sino dos cometas: uno de color verde, con una larga cola curva, y otro con forma de estrella de David. Ambos orbitan en torno a la cabeza de un equilibrista que se balancea sobre una cuerda invisible por encima de la Torre Eiffel, sujetando una vara en sus manos para mantener el equilibrio. Es una de las muchas obras de esa época en las que Paul Klee representaba astros sobre ciudades y, como ocurre a menudo, el artista se convierte en un “ilustrador de ideas”. En el dibujo, el lejano París –capital del enemigo, pero también patria del arte– aparece como un belén moderno. Al mismo tiempo, el cometa –desde siempre y también en la frágil y viciada atmósfera de principios del siglo XX– funciona como símbolo de lo imprevisible, como presagio de acontecimientos importantes, cambios profundos e incluso catástrofes. Si bien la estrella fugaz, hermana pequeña del cometa, nos invita a formular deseos, hay otro fenómeno astronómico análogo, el meteorito que impacta contra la Tierra, que tememos por su fuerza destructora. En 1910 el mundo había contemplado con pocos meses de diferencia el paso de los cometas Daylight y Halley, y los terrícolas más asustadizos de todos los continentes habían temido el fin del mundo. Klee pudo haberse inspirado en esto para su obra y también en el impacto del meteorito de Richardton en Dakota del Norte el 30 de junio de 1918.

El equilibrista de Klee se balancea entre esa maravilla terrenal que es la Torre Eiffel y los dos cuerpos celestes, que esconden al mismo tiempo una promesa y una amenaza. Se mantiene suspendido, no acaba de pertenecer a ninguna de las dos esferas, tiene la cabeza en las nubes y corre siempre el riesgo de perder el equilibrio y caer. Las estrellas que bailan alrededor de su cabeza le dan más un aire de borracho que de iluminado. Podría parecer, por sus ojos estrábicos, que las luces lo marean y propician su caída.

Paul Klee dibuja así en El cometa de París una imagen irónica de la vida en el año 1918, oscilante entre el entusiasmo y el derrotismo, entre las esperanzas y los temores, entre las visiones ambiciosas y las duras realidades. Aquellos que creyesen en los cometas como señal podrían interpretar el 11 de noviembre de 1918, día del armisticio, como el advenimiento de alguna profecía astrológica. La vieja Europa festejaba en medio de sus propias cenizas mientras a su alrededor estallaban revoluciones, caían grandes imperios y el orden mundial se tambaleaba. Durante este momento de giro radical, una lluvia de estrellas de futuros posibles se precipitaba sobre el mundo. Pocas veces ha parecido la historia tan abierta, tan contingente, tan en manos de los seres humanos. Pocas veces ha resultado tan necesario convertir lo aprendido de los errores del pasado en conceptos que sirvan para el futuro. Pocas veces ha parecido tan inevitable el implicarse y luchar por las propias visiones frente a un mundo cambiante. Aparecieron nuevas ideas políticas, una nueva sociedad, un nuevo arte y una nueva cultura, un nuevo pensamiento. Se proclamó la llegada de un nuevo ser humano, el ser humano del siglo XX, forjado en el fuego de la guerra y libre de las cadenas del Viejo Mundo. Europa, el mundo entero, debía renacer de sus cenizas como un fénix. El carrusel de las posibilidades giraba a tal velocidad que muchos sintieron vértigo.

Todas las personas de las que nos hablan las páginas que siguen fueron equilibristas. Su punto de vista acerca de los acontecimientos, totalmente subjetivo, ha sido tomado de sus propias palabras en autobiografías, memorias, diarios y cartas. La verdad de este libro es la de esos documentos. Puede contradecir la verdad de los libros de historia, porque a veces nuestros testigos mienten. Experimentan maravillados el fulgor de los sueños en el firmamento, pero también los ven consumirse rápidamente y convertirse en una lluvia de fría roca cósmica en la realidad. Algunos, como Moina Michael, consiguen mantener el equilibrio en las alturas; otros se precipitan como el káiser Guillermo II, cuya cuerda se convierte, al menos simbólicamente, en horca.

Al mismo tiempo, los acontecimientos y recuerdos documentados de quienes vivieron esa época muestran la tensión casi insoportable que dominó los años de la posguerra. Todas aquellas visiones, sueños y anhelos no solo servían para dar alas a aquellas personas que vivieron la transición radical del siglo XIX al XX; en ocasiones también las enemistaron entre sí. Algunas visiones de futuro eran radicalmente opuestas e incluso se excluían mutuamente –al menos eso decían muchos de los nuevos profetas–, y solo podían hacerse realidad destruyendo las demás. De esta manera, la lucha encarnizada por un futuro mejor engendró una nueva violencia en lugar de la añorada paz, cobrándose nuevas víctimas en el proceso.

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Autor: Daniel Schönpflug. Traductora: Lucía Martínez Pardo. TítuloEl mundo en vilo. La ilusión tras la Gran Guerra. Editorial: Turner. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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