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‘El nombre de la rosa’: El gran best seller europeo

‘El nombre de la rosa’: El gran best seller europeo

En 1998, Arturo Pérez-Reverte y Ken Follett coincidieron en una mesa redonda en la feria del libro de Frankfurt, y producto de la conversación que mantuvieron fue un artículo de Pérez-Reverte unos días después, uno de los mejores que ha escrito, titulado La vía europea al best seller. En él decía lo siguiente: “Frente al clásico best seller anglosajón (…) a menudo la novela europea con éxito de ventas posee en buena parte, y ganado por derecho propio, un amplísimo margen de independencia y de calidad perfectamente compatible con las ventas masivas, y que es al mismo tiempo fiel a sus propias raíces y a su memoria. Y que además goza del respaldo del número de lectores suficiente, pese a los agoreros y a los enterradores prematuros, para justificarla y sostenerla con plena salud”. Todo esto vino porque Follett había empezado diciendo que los que hablan inglés tienen mucha suerte, ya que la literatura en ese idioma domina al resto del mundo. Pérez-Reverte respondió que “sí, es estupendo, pero quizá los que hablan inglés tienen la desgracia de no poder leer la literatura española en español, lo que resulta muy agradable”. De ahí se pasó a hablar sobre si el público angloparlante ignora (por una razón u otra) gran parte de lo que ocurre en las letras del resto del mundo y a si había una concepción diferente del best seller en inglés y en otros idiomas, y cuando Follett dijo que él no escribía para europeos, sino para todo el mundo, y preguntó qué era eso del best seller europeo, el ejemplo que salió a relucir fue, precisamente, El nombre de la rosa, que ese año cumplía dieciocho temporadas en las librerías.

Desde su publicación hace cuarenta años, esta historia de monjes, libros, asesinatos y debates teológicos y literarios en la Italia del siglo XIV ha sido recibida de una forma un tanto suspicaz entre el público angloparlante, viéndola como una muestra más del daño que el catolicismo del sur ignorante ha hecho durante la Historia, y del que ha tenido que ser rescatado por las luces del norte (el protagonista, al fin y al cabo, es Guillermo de Baskerville, un franciscano inglés). Esta impresión que yo siempre he tenido sin haber hecho nunca un estudio a fondo de ella (y basada principalmente en el número de conocidos angloparlantes míos que nunca han oído mencionar siquiera esta obra, además de la manera en que se habla de ella en la prensa en ese idioma), se vio reforzada recientemente con la muerte de Sean Connery, el actor escocés que interpretó a Guillermo en 1986: mientras que en las noticias al respecto en España y otros países “del sur” se mencionaba a El nombre de la rosa como uno de sus papeles más recordados, en las británicas o estadounidenses no aparecía en absoluto, ni siquiera como peculiaridad en su carrera tardía o en su transición hacia su imagen de galán maduro. Supongo que a eso ayuda el hecho de que esa adaptación no fue rodada por una gran productora angloparlante, sino que fue una coproducción franco-italo-germana, para gran alivio de su autor, Umberto Eco, que dejó a Jean-Jacques Annaud total libertad, pero que tampoco quería americanadas en la película, lo cual vino incluso a reforzar la idea de esta obra como significativa a nivel continental, no meramente nacional.

[Aviso de destripes de cerdo para que sangre sobre una tinaja y luego metan en ella a un monje muerto en todo el texto]

Escrita en italiano por un italiano, Umberto Eco, no es una obra meramente italiana: va más allá desde el principio, como demuestran sus protagonistas inglés y austriaco (el joven Adso de Melk), que al llegar a una abadía en el Piamonte encuentran allí a gente que no solo es de otros lugares, sino que lo llevan en su nombre: el castellano Jorge de Burgos, el sueco Bencio de Uppsala, el irlandés Patricio de Clonmacnois, el escocés Magnus de Iona, el sajón Malaquías de Hildesheim, también el francés Bernardo Gui… Y además, la adaptación a teleserie estrenada en 2019 también es una coproducción italo-germana, con dinero adicional de la Unión Europea. Es como si en el ADN de esta obra viniera escrito que ha de abrir fronteras y unir a gente de varios idiomas y culturas, sea en el latín que hablaban todos en la historia original, o en la diversa mezcolanza de lo que supiera cada uno, tipificada por el inolvidable Salvatore (penitenziagite!), que habla todos los idiomas y ninguno a la vez. En la novela, traducida a lo que cada lector hable. Y en la pantalla, rodada en inglés y luego doblada o subtitulada. Siendo un relato donde aparecen multitud de referencias a libros, tomos y tratados traducidos y traspasados a otros idiomas, llegando hasta el árabe o el griego, todo este motivo de una unidad hecha de muchas diferencias, incluso muchos lenguajes, contrasta marcadamente con la uniformidad del inglés en el mundo moderno.

Y sin embargo, esta obra no está compuesta como un rechazo a lo anglo, ni para establecer ninguna división al respecto. Más bien al contrario, el protagonista es una figura tan a lo Sherlock Holmes (más británico imposible) que su apellido viene de uno de sus casos más conocidos (El sabueso de los Baskerville), su descripción física es casi idéntica a la que Watson hace de Holmes y sospechamos que a veces también busca activar su mente con la ayuda de derivados naturales (masticando hojas de hierba en un caso, usando cocaína en el otro). Lo de «Guillermo» es por Guillermo de Ockham, el pensador inglés que proponía que, en la duda, la explicación más simple suele ser la correcta, principio al cual se adhieren tanto Holmes como Baskerville. El personaje ha sido interpretado en las pantallas por el mencionado escocés Connery y por un neoyorquino de origen italiano, John Turturro, ambas veces en inglés, pero ambas adaptaciones tienen una auténtica ensalada de nacionalidades entre los actores participantes. De hecho, toda la novela está tan hecha de referencias a otros libros, otras culturas y otras tradiciones que es por sí mismo un tratado de técnicas postmodernas, además escrito así a propósito por un autor que era catedrático de semiótica, o sea, de la ciencia del significado de las cosas. El nombre de Adso, que suena mucho como «Watson», es un juego de palabras en homenaje a un diálogo de Galileo dirigido «ad Simplicio», o sea, «a Simplicio», o sea, «a una persona un tanto simple». Jorge de Burgos se llama así y es de allí por Jorge (Luis) Borges, que también fue ciego y escribía sobre librerías misteriosas, laberintos, espejos y libros extraños. Las páginas envenenadas de un libro prohibido salen también en La reina Margot de Dumas. Dante, Kipling, Manzoni, Wittgenstein y casi dos decenas de filósofos y escritores medievales como santo Tomás de Aquino o san Alberto Magno también se han sugerido como influencias más o menos importantes en algunas de las ideas de esta novela, que a quien las pille le alegrarán aún más la lectura, y quien no, podrá seguir disfrutando la trama a un nivel más básico. Una vez publicada, la novela ha dado a su vez origen no solo a una película y una serie, sino también a una canción de Iron Maiden, «Sign of the Cross». Sin embargo, y peculiarmente, el medio en el que más hijastros le ha salido a esta obra ha sido el lúdico: hasta ocho juegos y videojuegos ha inspirado, entre ellos tres españoles (contando como dos las dos versiones de La abadía del crimen).

El misterio de la novela y su resolución están tan bien encajados que la teleserie busca ampliar miras por otros lados, abriendo hueco a un par de personajes femeninos: una pobre pedigüeña que vive a las faldas del monasterio y una hereje dulcinista, de las de arco y flecha a lo Juegos del hambre (o elfa, también apócrifa, de las películas de El hobbit). Por su parte, a Adso se lo convierte en un joven guerrero, de espada y armadura, que abandona los dominios de su padre durante las luchas entre papas y emperadores, para abrazar el silencio benedictino, no sin caer en pecado carnal. En las Apostillas que escribió para el libro cinco años después de la novela, Eco remarcó que al final de la trama «se descubren muy pocas cosas y el detective resulta derrotado», tras haber averiguado tantas cosas a base de ingeniosas deducciones como simplemente debido a coincidencias, hipótesis erróneas y sobre todo tras la búsqueda de un patrón que al final resulta que no existía. Esto también está hecho a propósito: por todas las historias de crímenes en serie donde el punto central es averiguar que el asesino «¡está siguiendo el zodiaco!», «¡está siguiendo los pecados capitales!», «¡está siguiendo la guía de ferrocarriles del año de su boda!», «¡está intentando escribir el nombre de su madre sobre el mapa del país!», aquí la gran idea que era seguir las plagas anunciadas por las trompetas del apocalipsis se revela como una pista falsa donde la privilegiada mente humana ligó más cabos de los que debía, hasta acabar estérilmente maniatada. Así pues, en una época marcada por la búsqueda de la certeza (en qué debemos creer, a quién debemos seguir, quiénes son los falsos profetas), la obra entera acaba demostrando su propia derrota a la hora de encontrar nada preciso a lo que agarrarse. A ello ayuda el que la historia esté (pretendidamente) narrada por el propio Adso cuando ya tiene 80 años de edad, que entremete su propia voz de anciano por entre la descripción de lo que ocurrió, o lo que recuerda que ocurrió tanto tiempo después.

Añadamos a esto otra capa de incertidumbres provocada por el hecho de que esto se supone que es un «manuscrito encontrado» que ya ha pasado por varias manos, y al final lo que nos queda es una rosa muy manoseada, de la que se puede, y se debe, dudar mucho. Incluso su propio título carece de significado preciso, al decir de su propio autor, que buscaba un título «totalmente neutro» que no fuera el simple nombre del protagonista. Hizo una lista de diez posibles opciones, preguntó su opinión a unos cuantos amigos, y El nombre de la rosa fue el más elegido, quizá por su poder evocador de belleza efímera. Eco lo había puesto ahí precisamente porque el motivo de la rosa tiene tantos significados que en realidad no tiene ninguno (Tolkien decía lo mismo de la luz y el fuego como símbolos), pero sin embargo esto no ha detenido a los analistas de todo el mundo a la hora de buscarle una interpretación, basada principalmente en el verso final de la novela, «stat rosa pristina nomine, nomine nuda tenemus». De la rosa aquella, ya solo nos queda el nombre. Todo pasa y se evade, dejándonos solo la palabra con que la nombramos. Como por ejemplo, el perdido libro de poética de Aristóteles. Es este el mismo motivo que culmina en el famoso carpe diem (aprovecha el día, que la vida son dos nada más), y reaparece por ejemplo en Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII:

Rosa que al prado, encarnada,
te ostentas presuntuosa
de grana y carmín bañada:
campa lozana y gustosa;
pero no, que siendo hermosa
también serás desdichada.

Y es que a pesar de que, como hemos dicho, la novela está escrita con un postmodernismo irónico, paródico y metatextual, a la hora de encontrar un conflicto central en torno al que hilar las muertes y la sensación de que lo que ocurre importa de verdad en la vida del lector, le da mil vueltas a muchas propuestas de best sellers internacionales hechos a toda prisa, especialmente norteamericanos, escritos con una capa de investigación tan fina que es casi traslúcida. La clave central es ese ficticio segundo libro de Poética de Aristóteles, dedicado a la comedia, donde el influyente autor griego justificaba, según los pocos que habían podido echarle un ojo apresurado, que el humor y la risa resultan muy efectivos a la hora de comunicar verdades, sobre todo de las incómodas o de las prohibidas por el poder establecido. En un mundo dominado intelectualmente por los clásicos griegos y latinos, y en lo religioso por un cristianismo interpretado de arriba abajo que se desgajaba y se volvía a reunir a base de palos y hogueras, quien fuera capaz de demostrar que Jesús usó el humor alguna vez y que Aristóteles lo apoyaba habría sido capaz de cambiar la percepción de todo un sentimiento religioso. ¿Que qué importa esto? Dos palabras llegadas desde seis siglos más tarde: Charlie Hebdo. Hay sitios donde se puede contar el chiste de Judas aquel diciendo «¿soy yo, maestro?», y sitios donde te cortan el cuello si te pasas un pelo. De lo que te puedes reír no te da miedo, y lo que da miedo de verdad es alguien que te pueda borrar la risa de un plumazo. O de un bombazo. Incluso fuera del espectro teológico, el debate sobre los límites del humor (¿hay cosas de las que uno no debe reírse ni hacer chistes, y cuáles son y por qué?) es uno que aparece y reaparece cada cierto tiempo, por lo cual es todo un hallazgo, y un osado atrevimiento, hilar toda una novela en torno a un simple libro con ese simple concepto como tema central.

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Esta abadía aparentemente aislada en medio del monte en medio del invierno va a verse envuelta en otro gran debate teológico de importancia: de los creadores de «¿Jesús se rio alguna vez?», ahora llega «¿era Jesús dueño de las ropas que vestía? ¿llevaba cartera? ¿pagaba en efectivo, en metálico, o era de los que se iba a un recado antes de que pasaran la dolorosa?». Este detalle tiene también suma importancia, porque en una religión hecha a base de imitación de la vida del personaje en el que se basa, la interpretación que se haga sobre lo que él hiciera o dejara de hacer tiene una influencia decisiva en cómo se comportan sus seguidores. Como Jesús oraba, existen órdenes dedicadas solo a orar. Como Jesús enseñaba, muchos frailes fueron y son profesores. Como Jesús sanaba a los enfermos, infinidad de religiosos y religiosas se dedicaban a la medicina y enfermería. Como Jesús echó una vez a los mercaderes del templo, se puede justificar el cabreo, el insulto («¡sepulcros blanqueados!») e incluso la violencia para luchar en este valle de lágrimas contra la injusticia, sin esperar a la recompensa futura tras la muerte. Y así varios ejemplos más. Así que, si Jesús tenía posesiones terrenales, incluyendo una bolsa colgada del cinturón (como hay crucifijos medievales que así lo representan), eso permitiría la interpretación de que la Iglesia que lo sigue e imita no solo puede, sino que debe, enriquecerse, ser poderosa y además demostrarlo pública y notoriamente como medio ideal para alabar a Dios, y que este lo vea, y que los infieles lo envidien. O sea, la respuesta perfecta a todo aquel que durante siglos ha dicho: «¿Tanto hacer colectas para pobres? ¡Que vendan el Vaticano!». Es fácil ver el gran cambio histórico que se habría producido si en vez de una Iglesia guerrera u obscenamente rica se hubiera optado por una interpretación franciscana, espartana, estoica, frugal, puramente de servicio y atención a los necesitados. Cosa que, por otra parte, se intentó muchas veces, pero rápidamente estos brotes eran etiquetados como herejía contra la ortodoxia reinante y los cabecillas purgados. ¿Suena familiar? Y en medio de todo eso, y ocurriendo todo al mismo tiempo, es donde se encuentra Guillermo de Baskerville, intentando rescatar a Aristóteles para la posteridad, detener muertes de monjes envenenados y de herejes en la hoguera y abogar por la opinión de que que no hacen falta posesiones y que Dios proveerá, ya que las flores y los pájaros del cielo no se preocupan como nosotros. Yo dudo mucho de que un autor norteamericano moderno hubiera podido condensar todos sus estudios y toda su cultura en producir algo centrado en unos meros debates ideológicos, más que en una aventura llena de acción y violencia. Eso es un best seller europeo.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

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