El nuevo erasmismo en la era de la desinformación

El erasmismo nació en un mundo convulso. Frente a la rigidez de los teólogos, Erasmo buscó un humanismo reformador que devolviera la centralidad al individuo, a la educación y a la risa como antídoto contra el fanatismo. El elogio de la locura no era un tratado de teología, sino un espejo que, entre la sátira y la ironía, obligaba a reírse de las supersticiones, de los abusos de poder, de la pedantería de doctores y reyes. Esa risa —tan temida por los absolutismos de ayer y de hoy— sigue siendo un gesto de libertad.

¿Qué sería el erasmismo hoy, en pleno siglo XXI? No se trataría ya de batallar contra escolásticos medievales, sino de defendernos del ruido digital y la polarización ideológica. Vivimos rodeados de opiniones que se confunden con verdades, de titulares virales que suplantan a la investigación paciente, de algoritmos que nos arrinconan en cámaras de eco. En medio de esa tormenta, el erasmismo podría reaparecer como un humanismo crítico, que nos recuerda que la libertad de conciencia exige desconfianza de lo obvio y búsqueda constante de fuentes fiables. Frente a la avalancha de bulos y desinformación, el espíritu de Erasmo nos invitaría a leer más allá del titular, a verificar, a no entregar la mente al rumor ni al dogma.

El humanista de Rotterdam defendía una religiosidad íntima, libre de supersticiones y ornamentos inútiles. Hoy esa lección puede traducirse en la necesidad de cultivar una espiritualidad o ética personal, sin someternos ni al consumismo desenfrenado ni a las religiosidades espectáculo que se venden como identidades prefabricadas. En un mundo que vive pendiente de la exhibición en redes sociales, el erasmismo nos recuerda el valor de la interioridad, de lo que se cultiva sin necesidad de aplauso público. Es una llamada a la sobriedad frente a la inflación de egos digitales.

Pero, sobre todo, el erasmismo fue una apuesta por la educación y por la libertad de pensamiento. En tiempos donde abundan las recetas fáciles y las soluciones mágicas, su vigencia radica en reivindicar la lectura pausada, el diálogo intercultural, la curiosidad como motor de ciudadanía. No es casual que la Unión Europea bautizara como Erasmus a su programa de intercambio académico: la herencia de Erasmo sigue vinculada a la circulación de ideas, al descubrimiento del otro, a la formación de una generación capaz de pensar más allá de las fronteras. En la era de la inteligencia artificial, donde la máquina produce textos y respuestas a una velocidad inhumana, el erasmismo nos invita a recordar que la educación no es un almacén de datos, sino una gimnasia del juicio. La IA podrá regurgitar bibliotecas enteras en segundos, pero confundir velocidad con sabiduría siempre fue locura. Erasmo lo diría riendo: las máquinas acumulan datos, los hombres ejercitan el juicio.

La moderación fue otro de los rasgos esenciales de Erasmo. En una Europa arrasada por fanatismos religiosos, él se negó a elegir bando: criticó tanto los abusos de Roma como los excesos de Lutero. Esa voluntad de situarse en el incómodo centro, lejos de trincheras, le costó la incomprensión de todos. Hoy, en un mundo donde los algoritmos premian la polarización y los discursos radicales ocupan titulares, el erasmismo equivaldría a recuperar el arte de la moderación. No como tibieza, sino como resistencia activa frente al extremismo. Si los inquisidores de antaño quemaban libros, los inquisidores digitales los sustituyen por recomendaciones automáticas. La hoguera hoy se llama algoritmo.

La ironía, precisamente, es quizá el legado más fecundo de Erasmo. Frente a los inquisidores de cualquier época, la sátira inteligente ofrece un espejo que deforma para mostrar la verdad. En tiempos de memes y humor instantáneo, el desafío está en rescatar una ironía que no se limite a la burla superficial, sino que desenmascare los absurdos del poder y de la sociedad de consumo. El elogio de la locura podría hoy reescribirse como un elogio de la credulidad digital, donde los reyes van desnudos y los súbditos aplauden sus falsas promesas. La risa, bien dirigida, sigue siendo una forma de higiene intelectual.

Un nuevo erasmismo, por tanto, no sería un programa político ni una nueva ideología. Sería una actitud: la disposición a pensar despacio en un mundo acelerado; a leer críticamente en una época saturada de titulares; a cultivar la interioridad cuando todo empuja a la exhibición; a dialogar en medio de trincheras ideológicas. Sería, en definitiva, un humanismo sin dogmas, una vacuna contra la crispación y el ruido.

Quizá no haya mejor homenaje a Erasmo que imaginarlo hoy, sentado frente a una pantalla, dictando a un chatbot su Elogio de la locura digital. Y, al recibir cien versiones en un segundo, sonriendo: ninguna entiende que la verdadera ironía no se programa. Porque la risa —esa forma humilde de verdad— sigue siendo el arma más erasmista de todas.