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El oro de Manuel Alcántara

El oro de Manuel Alcántara

Foto: Fundación Manuel Alcántara.

Y estarás en primera fila, junto a Lola, tu hija, que es tu retrato. O al lado de Juan, el amigo fiel de tantas tertulias. Teo, tu hijo elegido, el que más sabe de ti, el que montó todo este tinglado de la fundación donde te seguimos homenajeando, sabe que hay que ir abreviando, que nos pasamos de tiempo, y tú das golpes en el reloj. “Teo, la hora”.

“Estoy muy contento de haber podido escuchar mi obituario”, dijiste al aterrizar en tus primeros 80 años, cuando hablamos de tu poesía, de tus artículos, de tus crónicas de boxeo que tanto disfruté gracias a la paciencia de Paula, que las recortaba y ordenaba con mimo. Tú, Amadís de Paula. Y porque no es lo mismo 8 que 80, bromeabas. Cuando tenías 85 nos decías… “¡quién tuviera 82!” Te vivimos/disfrutamos más años, siempre pocos, aunque sabíamos que quizá esa magia de la conversación ya iba a ser irrepetible al escucharte hablar de Neruda, Gerardo Diego, González Ruano. A todos los conociste. Con todos te bebiste la vida. Y nos contagiaste esa pasión por sentirla.

"En media hora te llamo a tu casa del Rincón y te recojo en el nipónauto en la calle Túnel"

Manolo, te recordamos. Manolo, te añoramos. Manolo, te queremos siempre cerca. Manuel Alcántara eras/eres, porque sigues aquí, el alma del articulismo, plusmarquista de la Olivetti roja, latido de la tinta impresa en nicotina de un cigarrillo BM, el sabor que vence. El poeta de versos de sueños perdidos y otros que están por llegar. Todavía cursamos segundo de jazmines.

Son las 12.30 de la mañana y miro el reloj. En media hora te llamo a tu casa del Rincón y te recojo en el nipónauto en la calle Túnel. Aparcaré (donde pueda, que siempre es difícil) cerca del María. “Don Manuel, le hemos puesto en su mesa de siempre”. Un Dry Martini ceremonioso brindando por la amistad, una religión. “A los amigos hay que cuidarlos”.

En unos días celebraremos un nuevo congreso. Ya vamos por la novena edición. Evocaremos tu nombre con nostalgia imprecisa de aquellos almuerzos en el Lirio donde casi acabamos naufragando; de noches de verano en el Frutos, de una tarde ya avanzada en el Puerta Oscura donde observé tus ojos, que brillaban recordando la crónica de un combate o un poema del Siglo de Oro. El oro eres tú.

Son tantos los momentos que se acumulan en este recuerdo desordenado, desaliñado y torpe, Maestro, que mejor acabarlo ya, como a ti te gusta, que aquí se trata de no aburrir “ni a Dios sobre todas las cosas”. Porque la vida contigo siempre es más luminosa. Y, sí, claro que es verdad: como decía Umbral, cada día te pareces más a tu bigote.

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