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El placer de la negación

El placer de la negación

De un tiempo a esta parte el sexo ha decaído y ser padre es un asunto de estado ocupacional, algo que gran parte de los lectores que lean este articulo ya habrán experimentado. Eso sí, no sé si confesar el inusitado placer de la decepción.

Qué gustazo.

Entre las páginas de adolescencia, encontré una cuartilla publicitaria con una serie de mandatos existenciales, entre ellos, recuerdo y muy menudo: pide perdón al menos tres veces al día, da las gracias y no escatimes un «te quiero» a quien consideres.

Así, el sexo, como decía, dando gracias y sí, puedo decir tanto «te quiero» a mi mujer y mi hija que incluso debería pedir perdón.

"El recio Kurt, adusto tras sus lentes y orgulloso, niega la mayor oponiéndose a sabiendas de que la hermana mayor es un mastodonte con el que no se va a dar un baile posible"

Pero nada decía aquel papelajo de la capacidad no innata y adictiva de la negación. El ser humano, aburrido de sí mismo como animal y amante del desarrollado milenarismo, ha adoptado el optimismo y las buenas acciones como sinónimo de desarrollo cívico, lejos, muy lejos de la estabilidad y el equilibrio personal. Pedir perdón como bálsamo, la simpatía convertida en una supuesta garantía de éxito y el optimismo una clara ausencia de realidad. El humanoide capacitado para decir que no es un bichejo altamente peligroso.

Hace algunas semanas leía y releía sobre las páginas de La orden del día, de Éric Vuillard (Editorial Tusquets), la novelada negociación del pretendido Anschluss —la anexión del territorio de Austria al poderío germano— por parte de Adolf Hitler con el autocrático dirigente austriaco Kurt von Schuschnigg. El recio Kurt, adusto tras sus lentes y orgulloso, niega la mayor oponiéndose a sabiendas de que la hermana mayor es un mastodonte con el que no se va a dar un baile posible. He de confesar que disfruté leyendo cómo el austriaco se negaba en redondo a aceptar las condiciones del indecoroso alemán, tal vez tanto como cuando este último sale victorioso y con venganza.

Y no se equivoquen, no por una afiliación fascista por mi parte. Bien me haría la lectura placentera un polaco con su homólogo ruso, sino por el mero placer a decir que no y a experimentar cómo en ocasiones las cartas no salen dadas. Kurt agachó la cabeza, aunque el pequeño Adolf tenía otros planes para su futuro. Ya escribí en uno de mis poemas de El fracaso escalonado del astronauta tres frases a propósito de la medida y la desmesura del placer: suficiente agua baja a buen ritmo, demasiada puede llegar a subir o la sal en medida es placentera para el paladar, en demasía puede llegar a corroer.

Todo tiene un límite, un precio.

"¿Es la negación selectiva el éter de la felicidad?"

Eso es, podemos servirnos del valor, ya sea económico o sentimental, para calibrar nuestra capacidad de negación. A propósito del valor sentimental y las consecuencias, defiendo a ultranza uno de los clásicos olvidados de Stephen King: La tienda. A pesar de que Ed Harris llevó magistralmente al celuloide el personaje de Leland Gaunt, abogo por la lectura del libro y no viceversa. Estos días, en mi labor como librero, recuerdo a menudo aquella lectura de adolescencia en la que el tendero manejaba la pequeña villa de Castle Rock a su antojo con artículos que nadie podría rechazar. Al dichoso señor Gaunt llegaron a realizarle una señora felación por una oferta irrechazable, pero muy lejos estamos los libreros, a juzgar por nuestras malogradas caras, de recibir favores sexuales masculinos o femeninos a cambio de un ejemplar firmado de Javier Sierra o Alejandro Palomas, dos de los últimos autores llegados últimamente a La Selva Dentro. Pasando de puntillas por el tema, el libro en su versión original se tituló Needful Things, por lo que no es sorpresa que los creadores de Stranger Things tomaran prestado la estructura del título, como muchos otros aspectos del imaginario cultural y colectivo del tercer round del siglo pasado.

Y no es sencillo comprobar la frecuencia de la negación respecto a equivocarse estrepitosamente.

En mi pequeña labor como editor, una premisa impuesta es no acoger más escritos.

Eso sí, no negaré una picazón especial cuando mis rechazados acaban publicando en editoriales de primer nivel. Siempre que me ocurre algo así pienso si acerté en la negativa o fueron estos editores los equivocados en la afirmativa. Pero es el no editorial un no en ocasiones nefasto y otras tantas un bien de buena humanidad.

¿Es la negación selectiva el éter de la felicidad? No me pidas que te explique las claves, puedo llegar a decirte que no.

A eso y a todo.

Excepto al sexo, pues tampoco hay que sentar dogma.

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