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El proyecto Escipión, de Roberto Villarreal

El proyecto Escipión, de Roberto Villarreal

El proyecto Escipión narra las pesquisas de Néstor Azcona, un policía local novato y sin vocación ante una serie de brutales crímenes presuntamente ejecutados bajo un mismo patrón, a imitación de los duros castigos empleados en la Hispania romana del siglo I.

Zenda adelanta las primeras páginas de esta novela de Roberto Villarreal, publicada por la editorial Roca.

***

PRIMERA PARTE

Summum ius, summa iniuria.
[Máximo derecho, máxima injusticia].

Cicerón, filósofo romano (106-43 a. C.)

1

Familia

En la antigua Roma, el 22 de marzo daban comienzo las Megalenses, fiestas dedicadas a Cibeles, Gran Madre de los dioses de origen frigio. Cibeles es madre y amante de Atis, que muere y resucita en el equinoccio de primavera. Los sacerdotes de la diosa, los galos, son eunucos en su recuerdo, pues Atis se castró para purificar el pecado de la infidelidad.

DIARI DE TARRAGONA, 24 DE MARZO

El conocido notario Xavier Melero fue agredido ayer en su residencia de Altafulla después de que varios individuos lograran acceder al inmueble por el balcón tras saltar desde los tejados contiguos. El sofisticado sistema de seguridad de la casa, conocida como El Forn del Senyor, permitió activar la alarma. La rápida llegada de los vigilantes para comprobar la incidencia detectada en la central de operaciones puso en fuga a los intrusos.

Según fuentes cercanas, el notario dormía junto a su esposa cuando fueron sorprendidos por los agresores. Aunque estos amenazaron a Melero para que desconectara la alarma, el notario logró activarla en un descuido de sus captores. Su mujer fue atendida por miembros del Servicio de Emergencias Médicas (SEM) con un cuadro severo de ansiedad y Melero ingresó en el hospital Joan XXIII con fuertes contusiones en rostro y cuerpo, así como fracturas múltiples en una de sus manos y en ambas piernas. También presentaba decenas de quemaduras de cigarrillo.

La Unidad de Investigación de los Mossos d’Esquadra adscrita al área del Camp de Tarragona ha identificado el modus operandi y lo ha vinculado a un grupo de albanokosovares conocido por la extrema violencia que emplea en sus asaltos. Aunque no hay confirmación policial, la primera hipótesis apunta a que el notario estaba siendo sometido a torturas delante de su esposa tras negarse a facilitar las claves para abrir las vitrinas en las que se exponen facsímiles cuyo valor puede superar los 15.000 euros.

***

—Venga, pardillo, que es casi medianoche. Deja esa basura que nos vamos de ronda… Además, los artículos del Pereda no cuentan más que chorradas y medias verdades.

Néstor levantó la vista del manoseado ejemplar abierto sobre el mostrador de recepción de la diminuta comisaría de la Policía Local de Altafulla. En los mentideros de toda Tarragona no se hablaba de otra cosa más que del asalto a la mansión del notario, y el que más parecía saber del asunto era el tal Juan Pereda, cronista de sucesos de ese periódico desde hacía más de treinta años.

—Los jefes están nerviosos. Me parece que vamos a tener unas semanas moviditas. De momento, ya me han llamado para que movamos el culo y nos dejemos ver por las calles. Vamos, no te me quedes mirando con cara de maruja y espabila de una vez, coño.

Lo que estaba mirando Néstor eran las manazas de su primo Juanjo, que en ese momento apresaban la cazadora reglamentaria, con su mitad superior en amarillo fosforito y el distintivo de «Policía» en grandes letras a la espalda. El uniforme le quedaba raquítico a su musculatura de bulldog. De esa guisa, parecía más un marine hipertrofiado que un humilde policía de pueblo, mientras que él —enclenque por naturaleza— daba mucha más pena que respeto con aquel atuendo. Desde su llegada a la comisaría de Altafulla, Juanjo le había obligado a acompañarle una vez por semana al gimnasio, en la práctica más para reírse del inútil de su primo que con la esperanza de mejorar su patética estampa.

—Pensaba que hoy tendríamos una guardia tranquila —se resignó Néstor con un suspiro, volviendo a meter en un cajón un grueso volumen sobre la batalla de Salamina. El libro de Javier Negrete, el último préstamo con que alimentaba su pasión por la literatura militar y su fama de bicho raro, le recordó a la tímida bibliotecaria que hacía que se le atragantasen las palabras en la tráquea. Como siempre le había sucedido desde adolescente, apenas conseguía intercambiar con ella unos educados saludos de rigor.

Néstor se había criado sin padre. Cuando este murió, él era todavía muy niño y partió con su madre desde Tarragona hacia el exilio navarro, la tierra natal de Pilar Eguren. Casi una década después, su enfermiza atracción por las hazañas bélicas había hecho creer de forma equivocada a Pilar —asistente personal de la matriarca de una familia de alcurnia en el norte de Navarra— que llegaría a sentirse a gusto con la familia de su hermano Ramón, vértice de la saga de primos-policía que habían dejado atrás en Cataluña.

—Me pregunto cómo podemos llevar la misma sangre… —Juanjo se fijó en el libro como si se tratase del insecto más raro de la Amazonia—. Esta noche no voy a hacer la vista gorda, hoy no hay lecturitas ni payasadas que valgan. —El palmetazo en la espalda proyectó a Néstor medio metro hacia la puerta—. Venga, a ganarse el sueldo, chaval. Conduces tú.

Néstor acomodó como pudo su esquelético 1,90 en el asiento del conductor del coche patrulla, un pequeño todoterreno recién adquirido por el Ayuntamiento de Altafulla. Al regular el retrovisor central, la imagen reflejada en el espejo le dio tanta grima como de costumbre. Llevaba media melena para camuflar sus orejas, que le acomplejaban desde la infancia por unas pequeñas estrías en el lóbulo, como si hubiera llevado pendientes de bebé. El rostro delgado y blancuzco —aunque vivía en la costa, odiaba la playa— de un joven de veintitrés años trataba de congeniar con una barba tan debilucha e inconstante como él —se la dejaba crecer unos días con la ilusión de camuflar su cara de crío—, y con unos extraños y llamativos ojos verdosos, quizá demasiado grandes para armonizar con el conjunto que, no obstante, tenía ciertas posibilidades.

—¿Hace un café en el bufé antes de la ronda? —preguntó Néstor por pura cortesía, pues ya conocía la inercia de los hábitos de su primo, mientras ponía rumbo al único negocio de la zona abierto las veinticuatro horas.

—Claro, a ver si despiertas un poco y bajas de la luna de una put…

El estridente ruido de la emisora del vehículo cortó de raíz sus lindezas.

—Aquí central para coche uno, ¿me recibes? Central para coche uno, responda por favor… Central para coche uno, ¿Juanjo, estáis ahí?

—Aquí coche uno, ¿qué pasa Jordi? Cony, que son las doce de la noche y acabamos de salir… ¿Se puede saber a qué cojones viene tanta prisa?

—Nada grave, es que nos llaman otra vez del Faristol. Lo de siempre, el Manel, que ha bebido más de la cuenta y se está poniendo pesado con los clientes. Por lo visto, la curda de hoy es un poco peor que de costumbre y Agustí está bastante nervioso. Nos pide que vayamos rápido.

—Recibido, Jordi, cambio y corto. Ya has oído, primito, tira para allí echando hostias.

Néstor, que había detenido el coche en el arcén, activó los luminosos azules, giró ciento ochenta grados en la carretera desierta y aceleró en dirección al laberíntico casco histórico de Altafulla. Estaba coronado por el imponente castillo medieval de los Montserrat, todavía hoy propiedad de la misma familia desde el siglo XVII; aparcaron muy cerca, en mitad de la calle Sant Martí. Territorio Faristol.

La pareja se apresuró a cruzar el recio portón de madera y forja que daba acceso a un universo con falso ambiente hippie, mezcla de restaurante, hospedería, sala de conciertos y bar de copas. La fórmula fue inventada por Agustí Martí, exabogado laboralista de rancia familia de letrados que mamó de la movida londinense en los setenta y, tras volver a casa un par de décadas después, materializó su propia versión de la vida bohemia en una casa que habitaron en el siglo XVII los indianos que comerciaban con Cuba.

Los dos policías atravesaron a la carrera una terraza adornada con velas en las mesas para crear atmósfera y maquillar la belleza decadente del jardín, y abrieron a tirones la puerta de madera y cristal, desencajada por el tiempo y la humedad. La mirada asustada de Agustí los recibió detrás del mostrador para, a continuación, alargarse hacia una suerte de almacén de antigüedades atiborrado de fotografías desteñidas, trastos viejos y recuerdos congelados. Néstor siguió con los ojos la dirección de la cabeza de Agustí, pero no necesitaba ningún tipo de brújula para localizar el corpachón de Manel, el viejo pescador que acostumbraba a vencer la soledad a base de vino barato.

—Siento molestaros a estas horas —se excusó Agustí visiblemente nervioso—. He intentado hablar con él, pero está como una cuba y no atiende a razones. Le está dando la noche a esa parejita. Se lo he pedido varias veces, por favor, que les deje en paz, pero se ha puesto como una furia y hasta me ha enseñado una navaja. Ya sé que es un teatrero, pero ellos no lo saben y los tiene ahí, medio secuestrados. Y encima son clientes del hostal. Ya me lo veo venir, me van a crujir en Tripadvisor…

—Vale, Agustí —le cortó Juanjo—, no pasa nada. Aquí mi primo Néstor se encarga del marrón. No me digas por qué, pero se entiende bien con ese palurdo. Suerte de que todos los bichos raros hablen el mismo idioma.

Antes de que Juanjo le dijese nada, Néstor ya se estaba acercando con aparente calma a la mesa del fondo. Allí, sentado de espaldas en una banqueta y totalmente ajeno a la presencia de los guardias, el beodo cronista seguía contándoles su vida a la joven pareja, que asentía con cara de circunstancias y nulo interés mientras suplicaba ayuda con miradas fugaces al dueño del negocio.

Manel era hijo del pueblo. Un gigantón de algo más de sesenta años que había pasado toda su vida en la mar. Se había prejubilado después de innumerables campañas enrolado en las flotas gallegas y vascas de altura. Su gorra y su barba blanca eran un clásico de las fotos que los turistas hacían de las casitas encaladas del paseo marítimo de Altafulla, donde conservaba el viejo hogar familiar. La perfecta estampa del lobo de mar para poner autenticidad en el álbum fotográfico. Todavía salía a pescar muchas mañanas en una menorquina, que a duras penas soportaba su peso, amarrada en el vecino puerto deportivo de Torredembarra. Néstor, de los pocos que no huían al escuchar sus aventuras —siempre aderezadas con grandes dosis de pesca ficción—, incluso le había acompañado en alguna ocasión.

—… y entonces —la lengua de trapo de Manel ya patinaba descontrolada con evidente riesgo de descarrilamiento—, ¿qué os iba diciendo? Ah, sí…, entonces, cuando acabó mi contrato en Senegal volví a hablar con Patxi, el armador de Pasajes de San Juan, y le pedí que me buscara un hueco para las Feroe…, él tiene muchos contactos, ¿sabéis? Ese sí que es un mar con cojones, me acuerdo de una vez que embarcamos en Ferrol…

Néstor le puso la mano en el hombro con delicadeza. El narrador suspiró al cortar su relato. Apretó los puños, giró la cabeza y alzó la vista, empañada por los efectos del alcohol. Contra pronóstico, cuando la niebla se disipó tras un tenso par de segundos, la previsión de huracán solo llegó a suave brisa.

Cony, chaval, ¿cómo tú por aquí?

—Estaba de ronda y me he imaginado que habrías pasado a ver a Agustí.

—Ese imbécil no ha parado de darme por saco toda la noche.

—Seguro que están disfrutando de tus historias, pero me parece que estos señores estarán ya cansados. Se ha hecho tarde…

A un gesto de cabeza de Néstor, los dos jóvenes —poco más que adolescentes, a quienes en otro escenario quizá no hubiese estado de más pedir el carné— desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

—No me vengas con hostias. Ya sé que a veces me pongo un poco pesado, pero no es para tanto, ¿no?

—Dejémoslo en que no todo el mundo tiene el mismo concepto de lo interesante. Y esos chicos viven a una galaxia de distancia de ti y de tus batallitas.

—Joder, qué mierda de vida.

La montaña humana cruzó los brazos y se derrumbó apoyado en la mesa.

—Voy a echar un sueñecito.

—Te llevamos.

—Déjame dormir un rato.

—Que no, Manel, vamos. Te ayudo a levantarte.

—Bueno, te lo agradezco. Estoy un pelín perjudicado y hay más de media hora hasta casa.

La mole del viejo pescador se incorporó tambaleante. El vino había hecho su trabajo, y los dolores del reuma tampoco aportaban gracilidad a sus movimientos. Néstor, más o menos de su misma estatura, metió la cabeza bajo su sobaco derecho con la intención de darle algo de estabilidad. Sin embargo, los pírricos setenta y cinco kilos del policía apenas compensaban los más de ciento veinte de aquel mastodonte, por lo que el ridículo de la salida de escena hizo las delicias de su primo.

—¿No os han dicho nunca que hacéis una pareja estupenda?

—¿Me ayudas de una puta vez o vas a seguir ahí de cháchara como una portera? Tanto musculito y al final solo usas el de la lengua. —La paciencia de Néstor se iba agotando.

—Está bien, está bien…, me estás pringando de mocos con tus lloriqueos. —Juanjo se colocó bajo el otro brazo—. Hala, Agustí, a cascarla, espero que no nos veamos en un tiempo. A ver si podemos meter a este desgraciado en el coche. Bona nit.

Néstor acercó el coche hasta la casa del desaliñado pasajero, que se había quedado como un tronco en el asiento trasero.

—Hemos llegado, bella durmiente. —Néstor sacudió con cierta ternura al gigante seminconsciente.

—Déjate de mimitos y mete ya al paquete en casa, que estoy hasta los huevos de frikis como tú y como ese… Dios los cría y ellos se juntan, una verdad como un templo.

—Ya voy, joder, podías ayudar un poco en lugar de tocar las narices —se quejó Néstor a la vez que bajaba la cabeza del sonámbulo para que no se la golpeara con el techo del coche al salir.

—Ni de coña. Te comes tú el marrón, que para eso es tu amiguito. Yo te espero aquí, y date maña, no te duermas tú también o me piro con el coche y te dejo aquí más tirado que una colilla.

Desde el siglo XVIII, en la calle Botigues de Mar se habían ido alineando al borde de la arena pequeños almacenes para proteger los utensilios de pesca y modestos lotes de mercancías. Con los años se fueron transformando en viviendas y, en las últimas décadas, gracias a su aspecto de rincón mediterráneo, en apartamentos de alquiler pertrechados con todo tipo de comodidades. No era el caso del tugurio en que habitaba el marino jubilado, una leonera con los recuerdos de toda una vida criando polvo desperdigados. La casa, de dos plantas, seguía tal cual la había heredado de sus padres y pedía a gritos una reforma. O al menos, un poco de lejía y orden, aunque para alguien acostumbrado al austero camastro de un barco podía considerarse casi un palacio.

Sin desvestirse, Manel se dejó caer a plomo sobre el sofá. Néstor apagó la luz. Ya estaba cerrando la puerta cuando oyó que le quería decir algo.

—Eeeh…

El policía volvió sobre sus pasos, encendió una lamparilla y se asomó por encima de sus ojos vidriosos.

—Gracias —todavía arrastraba ligeramente la lengua—. Eres un tío cojonudo. De los de antes. Choca esos cinco.

Una suerte de tenaza apretujó las falanges de los dedos de Néstor hasta dejarlos sin sangre. Lo peor es que ya no había marcha atrás; no conseguiría zafarse de una sesión de verdades etílicas, con sus clásicos excesos de afectividad.

—No hay de qué. —Néstor intentó en vano la huida—. Se hace lo que se puede. Hoy por ti, mañana por mí.

—Ojalá hubiese más tipos como tú, al menos no me sentiría siempre tan fuera de lugar.

—Ya veo…, si yo te contase…, en fin… Buenas noches, tengo que irme ya. —Néstor intentó liberar su mano, pero Manel aguantó la presa.

—¿Sabes? Me siento como todos estos trastos viejos que me rodean. Como un cacharro oxidado y abandonado. Me he pasado la vida en la mar, y ahora parezco un náufrago rodeado de extraños. Mi tiempo ha pasado. Me he convertido en un fósil…, me gustan las cosas sencillas: el sol, el azul del mar, salir con mi barca, comer de lo que pesco, hacer la siesta, pasear, leer… En su día me tiraba mucho ver mundo, y ahora me apetece contarlo…

—La peña va muy a su rollo, no te lo tomes como algo personal.

—En mi mundo las personas se acercaban unas a otras y hablaban de sus cosas. De sus alegrías, de sus penas… Ya ves, hoy llaman a la policía por eso…

—Hoy tenemos móviles y redes sociales. Tranquilo, mañana lo verás todo de otro color. Que descanses. Y a ver si me sacas a pasear en tu barca…

—Claro, chaval. Tienes mi palabra. Y piensa que ya no queda gente de palabra, solo veletas a merced del viento. Falta corazón, compromiso, nada perdura… —Manel cerró lentamente los ojos y se quedó frito a media frase.

Néstor lo tapó con una manta raída que encontró tirada por el suelo, apagó la lámpara, se dio media vuelta en la oscuridad y cerró la puerta. Su primo Juanjo, con muchos aspavientos, le hacía señas desde el coche patrulla.

—¿Se puede saber qué coño hacías ahí dentro? ¿Le has dado ya el besito de buenas noches? —le abroncó nada más sentarse ante el volante.

—Es igual, no lo entenderías. No está hecha la miel para la boca del asno.

—Oh, disculpe Su Majestad. ¿Tendría Su Excelencia la bondad de salir cagando leches hacia Els Munts? Hace cinco minutos que deberíamos estar allí…

Néstor pisó el acelerador a fondo antes de abrir la boca.

—¿Qué pasa?

—Que mientras tú acunabas a ese despojo, ha llamado el jefe. Ya sabes que está muy nervioso con la que se ha liado por la paliza al notario.

—¿Y?

—Dice que una vecina, amiga de su familia, ha visto a unos tipos merodeando por el vallado de la villa romana. El sheriff quiere que nos acerquemos rápido a echar un ojo. Ya le explicarás tú mismo por qué hemos tardado tanto en asomar el morro…

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Autor: Roberto Villarreal. Título: El proyecto EscipiónEditorial: Roca. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro. La novela sale a la venta este miércoles 13 de abril.

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