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El puente y la lluvia, de Juan Carlos Martínez Barrio

El puente y la lluvia, de Juan Carlos Martínez Barrio

El puente y la lluvia (Editorial Fanes, 2023) de Juan Carlos Martínez Barrio es una novela oscura que combina el thriller con la épica histórica.

Zenda publica el prólogo.

***

Emilio era una magnífica persona. Buen padre, buen marido, buen amigo. Tranquilo y pacífico, no era de esos que resultan pesados, ni tampoco de los que intencionadamente se hacen notar. El vecino que cualquiera desearía tener a su lado. Vivía en una casa estupenda a las afueras, en una de esas urbanizaciones que tanto proliferan por aquí en estos tiempos. Allí, así me lo había asegurado en repetidas ocasiones, se respiraba mucho mejor, lejos de los ahogos del tráfico insoportable que a diario atesta la ciudad. Además, había acondicionado una zona del jardín para que sus dos hijos pudieran jugar sin padecer de continuo la estricta vigilancia de sus padres. Por todo esto vendieron el piso que tenían en el centro y se trasladaron allí. Al principio su mujer no estaba del todo convencida del acierto de la operación, sin embargo, a medida que el tiempo iba transcurriendo, era ella quien con mayor fervor y júbilo hablaba de su casa, de su jardín, de sus plantas o de los columpios de los niños.

Cristina trabaja en una academia como profesora de francés, rentabilizando de esta manera su año de beca Erasmus en Louvain la Neuve. Emilio era interventor de una sucursal bancaria. Sé que a ella le gusta su profesión; de hecho, según su marido, disfruta trabajando. Sin embargo no puedo decir lo mismo de mi amigo. Con un “de ocho a tres, treinta y tres” solía culminar sus escasas conversaciones en relación a su labor profesional. Igualmente respondía con un desganado “para tu información soy bancario, no banquero” cuando alguien le recordaba su fortuna de ser empleado de banca, por llevar traje y corbata y disfrutar de la comodidad y conveniencia de la oficina, amén de la calefacción y un tan supuesto como por él desconocido sueldo desorbitado. “Privilegios que, por lo visto, compensan todo lo demás. Y yo sin ser consciente de ello”, concluía irónico. Al contrario de lo que ocurre con muchos otros, tenía claro que su vida y su trabajo no eran, en absoluto, lo mismo. En realidad, pensaba, la vida comenzaba cuando el reloj marcaba el final de su jornada, en el momento en el que se iba al encuentro de todo lo que realmente le motivaba: su mujer, sus hijos, su pasión por la música y el cine. Disfrutaba con cosas en apariencia banales como cortar el césped viendo a los niños jugar. Esa era la esencia de la existencia, la salsa de la vida, insistía. No era el trabajo en el banco lo que le fastidiaba, era el tener que emplear un tiempo tan precioso como escaso en actividades alejadas de lo que verdaderamente deseaba. No obstante, Emilio podía ser cualquier cosa menos irresponsable. No albergaba la más mínima duda acerca de cuáles eran sus obligaciones.

Nos conocíamos prácticamente desde niños, aunque nunca llegamos a ir juntos a clase dado que yo era un par de años mayor que él. No obstante, coincidíamos en el recreo casi todos los días. Me acuerdo perfectamente de la primera vez que le vi. Yo me hallaba en una esquina del patio, y él estaba siendo acorralado por un grupo de chavales más mayores, “los de octavo”, decíamos. Él estaba solo y ellos eran cinco o seis, sin embargo, estaba decidido a defenderse. Pretendían quitarle el bocadillo, pero él se resistía lanzando sus puños y piernas como buenamente podía, con más furia que destreza. Al final acabó en el suelo, magullado, pero con su precioso almuerzo en el bolsillo. Totalmente destrozado e incomible, pero en su poder. No pude evitar acercarme a él. Tras ayudarle a levantarse pude observar un enorme agradecimiento reflejado en sus ojos enrojecidos. Desde entonces siempre fuimos buenos amigos.

El día que maté a Emilio pusieron en la televisión por la noche “Doce hombres sin piedad”, una película que me gusta mucho. Por supuesto, la pasaron en el programa aquel del Garci, el único que se atrevía a poner películas clásicas o en blanco y negro. “¡Qué bueno es ese canal de televisión!” afirmaba uno en el bar el otro día, “Todas las películas que ponen son como mucho de hace dos años”, continuaba. ¡Podía habérsele ocurrido argumentar que eran muy buenas porque el primo de la tía de uno de los cámaras se llamaba Ambrosio! Al menos habría sido más original. ¡Qué tendrá que ver el año de realización de un film con su calidad! En fin, allá cada cual con lo suyo. El caso es que a mí esa obra me encanta y siempre que la he visto he pensado lo mismo: “seguro que el tío es culpable y a cuenta del pelmazo del Henry Fonda le van a soltar”. Aun así, conociendo el final, no puedo evitar esa sensación de hormigueo cuando el jurado díscolo levanta la mano en solitario en contra de los otros once.

Había quedado con mi amigo para tomar un café a mediodía en una cafetería céntrica que nos venía bien a ambos. Hacía tiempo que no nos veíamos, debido principalmente a mi ausencia de la ciudad durante los últimos años. Iba a ser, sin duda, una buena oportunidad para ponernos al día. Cuando terminamos, le pedí por favor que me acercara un momento a casa a recoger unos documentos que me había dejado olvidados por la mañana y que necesitaba llevar al trabajo. Yo tenía el coche en el taller y sería cuestión de minutos. Naturalmente me hizo el favor.

Ya en mi apartamento, invité a Emilio a pasar a la sala mientras yo buscaba los papeles en mi habitación. “Sírvete algo, por favor”, le invité. “No gracias, no bebo en horario laboral”, repuso, mientras yo le observaba desde el fondo del pasillo. Él no se percataba de nada, afanado como estaba en el examen de mi colección de CDs. Si le hubiera dado un poquito más de tiempo, estoy seguro de que se habría puesto a criticar, tal y como hubiera hecho hace años, mis ancestrales gustos musicales. La verdad es que era una persona que valía mucho, de esas con las cuales te puedes pasar en el mismo bar un montón de horas tomándote una docena de cervezas sin agotar los temas de los que hablar, ni caer en una sucesión artificial de silencios largos y frases cortas y banales. Y es que, hoy en día, no es nada fácil encontrar alguien con quien mantener una conversación en condiciones, más allá de aburrimientos mutuos contando lo que uno hizo con su cuñado el fin de semana en la nieve, mientras el otro espera su turno para describir el último chollo del Ikea. He de decir, honestamente, que esto no me pasaba con Emilio. Todo lo contrario.

Una vez que le introduje el cuchillo en la garganta apenas pudo balbucear un par de veces con una voz ronca que se extinguía ahogada en borbotones de sangre: “¿Por qué?”. Con mi antebrazo izquierdo sujetaba, mientras tanto, su nuca con cuidado y respeto. Él se aferraba con sus dos manos a mi chaqueta, intentando retener ese último hálito de vida que se volatilizaba. Amortigüé su caída balanceando el peso de mi cuerpo. Desde el suelo volvió a preguntarme lo mismo: “¿por qué?” Segundos después, mi amigo pasó a mejor vida.

“¿Por qué?”. Aquella pregunta vagaba sin rumbo por la casa, rebotando entre las paredes, esperando ser recogida. Danzaba a mi alrededor obsesivamente, como si necesitase de mi mano para orientarse. ¿Seguirá así todavía?

Al salir a la calle, descubrí con alegría que estaba lloviendo. ¡Cómo me gusta la lluvia! Tímida en otoño, agonizante en invierno, renacida en primavera y fugaz en verano. Siempre deja tras de sí, purificadora, un aroma especial. Los días tocados por la fortuna en los cuales las nubes nos obsequian con su néctar, a menudo me paro en la calle, en el campo, donde quiera que esté, extiendo los brazos, las palmas de las manos hacia arriba, e inclino la cabeza hacia atrás, ofreciendo mis párpados cerrados al cielo. Las gotas de agua que se precipitan para morir en la tierra acarician mi piel y avivan mi espíritu. Puedo permanecer así segundos, minutos, horas. El tiempo se desvanece y descansa, se refugia a mi lado.

Indudablemente, Emilio era una de las mejores personas de las que tengo constancia. Una de esas que de verdad hacen que el mundo sea un lugar mejor. ¡Lástima que no queden muchos como él!

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Autor: Juan Carlos Martínez Barrio. Título: El puente y la lluvia. Editorial: Fanes. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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