Todavía los oigo algunos amaneceres después de la lluvia. Croan y su canto se mezcla con el de las cornejas tempraneras que vuelan al sur, o con el primer vuelo del águila imperial que deja su gruñido en el valle, como el de un gran cuervo que avisa de su hambre.
Ellos, los sapos ya se han ocultado en sus agujeros de arcilla o en las oquedades de las cepas de los olivos. Pero, durante la noche, se habían adueñado de la tierra, como piedras blandas en quietud de camuflaje, al acecho del paso de un escarabajo melancólico o de un grillo contumaz.
Apostados junto a las charcas que ha dejado la lluvia, esperaban el regalo de las nubecillas de mosquitos que se deshacen en la lengua veloz y cazadora.
Llueve poco en estas tierras, y la mayoría de las noches del año los sapos son invisibles e inaudibles. Se adentran en un silencio de secano, reconcentrados, lúcidos de ausencia, expertos en reservar su energía y también su piel de la falta de humedad.
La necesitan tanto como los tomillares quemados por el sol y extremados en sus ramas hasta la mínima síntesis de materia necesaria para seguir respirando. Por eso a menudo me pregunto dónde se ocultan los sapos en verano mientras el tomillo se va convirtiendo en piedra.
Los siento en los taludes enmarañados de matas mientras voy caminando hacia la estepa. Respiran, me atisban, se recogen, acaso sueñan con moscas, de las que aquí podrán alimentarse hasta el invierno. Son el secreto latido del barro, barro apelmazado con sangre, los sapos corredores detenidos todavía.
Es con las primeras lluvias del otoño cuando vuelven a los caminos. Entonces, a condición de la noche, me los vuelvo a encontrar a la luz de mi linterna o de los faros del coche. Son tan remolones que el nombre de sapo corredor resulta otra resistencia a desvelar sus misterios.
Pero al final acaban apartándose hasta los márgenes, no a saltos, sino corriendo de manera lentísima, estirando con resignación una pata tras otra, pegados a la tierra protectora, indóciles, esquivos, carne de plomo.
Qué sois, les pregunto, qué vida os revuelve, cuál es la conciencia del sapo corredor.
Y entonces asumo el volver a esconderme en el talud. Buscar un modesto túnel de arcilla y echarme en su interior hasta que desaparezca el tiempo.
La luz eléctrica ya no existe y aún se perciben alejándose los pasos del hombre. Se confunden con este latido que tengo dentro, acelerado ahora, tanto que me ensordece. Aguardo hasta que me quedo sedado. Seda gruesa sedada. Sedimento con una vibración de vida imperceptible.
Es tenue. Es constante. Es lenta. Es el silencio latente.
Contra el silencio me aprieto. Contra la respiración muda que me protege.
Porque otra vez será de noche. Hasta que amanezca, cuando se dore apenas el mundo subterráneo.
Lo que llamarán canto o croar será la repetición de este latido.
En la cueva pequeña del ser. Escuchando el corazón de la Tierra.


Piedras blandas es un hallazgo genial!