I
Tolkien escribió El Señor de los Anillos entre diciembre de 1937 —fecha en la que, a petición de sus editores, comenzó a trabajar en lo que inicialmente era “una secuela de El hobbit”, y que pronto iba a mostrarse como una obra mucho más ambiciosa— y tras “un enorme esfuerzo”, que no sirvió de nada, por concluirlo en el verano de 1946, consiguió ponerle un (relativo) punto final en otoño de 1949, con la máquina de escribir apuntalada de mala manera en la cama del ático de la casa, un reducido espacio en lo alto del 3 de Manor Road (Oxford), donde hacía poco se había mudado junto a su familia. Cuando envió el libro a su amigo C. S. Lewis, después de pasar a limpio aquel inmenso manuscrito —tecleando sólo con dos dedos—, estaba comprensiblemente exhausto: “No creo que haya muchas frases a las que no les haya dado mil vueltas”, escribió (todavía ajeno a que les tendría que dar mil vueltas más). Tras la lectura, Lewis, por su parte, se mostró entusiasmado: “Uton herian holbytlas, sin duda alguna. He apurado una suntuosa copa y satisfecho un largo trago. Los muchos años que has pasado trabajando en él han quedado perfectamente justificados”, aunque también dejó caer sus recelos: “Hay muchos pasajes que a mí por lo menos me hubiera gustado que hubieses escrito de otra forma, o, de hecho, que ni siquiera hubieras escrito”. Pero Tolkien ya estaba por encima de toda crítica (“miro mi obra terminada y veo un romance desproporcionadamente largo y complicado, bastante amargo y terrorífico, nada adecuado para el lector infantil, si es que lo es para alguien en general… Pero está hecho con mi sangre”), y una vez concluida su deuda con la Tierra Media, lo único en lo que pensaba era en descansar. Él también había creado un mundo, y tenía todos los derechos divinos a concederse un séptimo día.
¿Seguro? Bueno, quizá Tolkien pecó de optimista. Primero fueron las dudas editoriales: razonablemente, no había dejado de sentirse molesto y hasta furioso con el sello Allen & Unwin por haber rechazado El Silmarillion en 1937, y cuando Milton Waldman, de la editorial Collins, mostró su interés en el nuevo libro, Tolkien se sintió autorizado para empezar a negociar. Sir Stanley Unwin, como editor de El hobbit, sabía mejor que nadie del talento extraterrestre de ese grave profesor, y no tenía intención de dejarlo marchar; pero había motivos para preocuparse por la inversión que suponía publicar una obra semejante, y, todavía sin haber leído el manuscrito, solicitó una segunda opinión… y este es el momento en que el lector que ya conoce dónde irá a parar el supuesto interés de Collins y los ofrecimientos de Unwin —y la penosa estrategia seguida por Tolkien— sabe que estamos en ese punto de inflexión en el que el libro, para nuestro horror, podría no publicarse nunca. Pero recordemos que Tolkien había abierto una puerta a un universo mágico, y que esa clase de puertas se desentienden astutamente de la lógica que rige este lado de la “realidad”, así que no creo exagerar si digo que es en este punto exactamente donde algo parece que debió de suceder para que las estrellas se alinearan desde esa puerta hasta nosotros, y que el deseo de cientos de millones de lectores todavía por existir ató los hilos del destino que era preciso atar para que Stanley Unwin ignorara rangos y experiencias y acudiera al que sin duda iba a ser el lector más clarividente de todos. Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos, desde luego, al confiado amor de un padre hacia su hijo, y al tacto y la inteligencia de ese hijo que estaba señalado desde la cuna para actuar hasta en dos ocasiones como hada bienhechora de aquel libro encantado. Sí, es verdad: podía haber tenido todavía más tacto. Pero Rayner Unwin estaba obligado a pensar no sólo como lector encandilado, sino también en términos editoriales. Por entonces estudiaba en Harvard, tenía poco más de veinte años, y cuando recibió la carta de su padre, que parecía vacilar ante las posibles bondades de aquello a lo que el propio Tolkien calificaba como un “monstruo, escapado del control de su creador” —curioso, ¿verdad?: El Señor de los Anillos hablando como Frankenstein—, no lo dudó: si de veras ese libro podía considerarse un monstruo, al menos lo era de una condición “muy particular”. Envió a vuelta de correo una carta bastante sensata, si nos quedamos con su consejo y pasamos por alto las peticiones recelosas, y, sin duda, sensata se lo debió de parecer al propio Stanley, pues consideró que entraba dentro de los límites de la cortesía profesional remitirle a Tolkien una copia de los pasajes donde Rayner expresaba sus ideas más abiertamente:
El Señor de los Anillos es un libro grandioso a su manera, y merece ser editado. Nunca he echado en falta un Silmarillion al leerlo. Pero aunque Tolkien diga que no tiene la intención de hacer una reescritura a fondo, yo entiendo que esto es un asunto editorial, y que un buen editor podría incorporar los materiales más relevantes del Silmarillion en El Señor de los Anillos sin aumentar lo que ya es un libro ingente de por sí, y, si fuera posible, incluso reduciendo su tamaño. Tolkien no lo va a hacer, claro, pero quizá alguien en quien él confíe y que simpatice con la idea (¿alguno de sus hijos?) podría hacerlo. Si esto no funciona, yo recomendaría publicar El Señor de los Anillos como un volumen de lujo, y, pensándolo fríamente, descartar por completo El Silmarillion.
Rayner fue sincero y Stanley fue honesto, pero Tolkien sólo veía una intención filistea entre padre e hijo, y apenas aprecio a los intereses del autor. Convencido de que la baza de Collins le permitía jugarse el todo por el todo, escribió a Stanley con un ultimátum, que éste, dolido, no aceptó —“puesto que exige un inmediato “sí” o “no”, la respuesta es “no”; pero perfectamente podía haber sido un “sí” de haberme dado la oportunidad de ver el manuscrito. Con pesar, sin embargo, vamos a tener que dejarlo aquí”—, y se dirigió seguidamente a Waldman para proceder a negociar; pero Waldman, algo por completo inesperado, respondió con insultante nonchalance, y, pese a todas las promesas que había hecho, ahora sometía cualquier negociación a su flexibilidad para aceptar “un severo recorte”. Tolkien, que se había permitido mostrar aquella dureza con Unwin porque estaba seguro de contar con el respaldo sin condiciones de Collins, se hallaba ahora ante la peor situación imaginable. En apenas semanas, sus opciones para publicar el libro se habían visto reducidas al extremo de encontrarse, básicamente, sin editor. Nunca había recibido una garantía seria por parte de Collins, eso era cierto, más allá de los comentarios esperanzadores y los vagos compromisos de Waldman, que, para mayor desconcierto, ahora estaba ilocalizable. Con Unwin quizá habría podido negociar, tomando como punto de partida la prometida edición de lujo… Pero ya era tarde para dar marcha atrás. Cansado y deprimido, Tolkien regresó a sus estudios académicos, a sus clases en la universidad, a sus visitas a Bélgica como filólogo y a Irlanda como examinador. Y dos años después, El Señor de los Anillos —pese a algunos tibios acercamientos de Unwin, en plena carestía de papel, a los que Tolkien respondía con educadas evasivas— seguía sin tener editor.
Tolkien, finalmente, se dio cuenta de su error, y trató de llegar a un acuerdo dirigiéndose al único lector competente que había tenido su libro:
En lo que respecta a El Señor de los Anillos y El Silmarillion, la situación no ha cambiado. Uno está terminado, el otro todavía no (ni revisado), y ambos acumulan polvo. Pero sí ha cambiado mi punto de vista. ¡Mejor algo que nada! Aunque para mí son todo uno, y El Señor de los Anillos no es más que una porción de todo el conjunto, me puedo plantear la publicación de alguna de sus partes. Los años se vuelven un bien cada vez más precioso. ¿Entonces? ¿Qué piensas de El Señor de los Anillos? ¿Crees que hay alguna posibilidad de abrir esas puertas que yo mismo me he cerrado?
La carta estaba fechada el 22 de junio de 1952, y Rayner Unwin no tardó ni un instante en enviarle una respuesta afirmativa. En cuanto la editorial recibió el manuscrito —de manos del propio Tolkien, que no quería confiar su única copia en limpio al correo—, Rayner se ocupó de hacer los cálculos del coste de producción, y llegó a la conclusión de que la única manera de poder publicar el libro y obtener un margen mínimo de beneficios consistía en separarlo en tres tomos independientes y vender cada uno de ellos al precio de veintiún chelines, una suma del todo desmesurada, aunque entraba dentro de lo que los libreros podían aceptar y los lectores gastar. La decisión, naturalmente, no era algo que Rayner pudiera tomar por sí solo, y sin perder tiempo en una segunda lectura (recordaba tan vivamente su primer encuentro con la Tierra Media que podía prescindir de hacerlo) escribió un telegrama a su padre, que éste recibió durante un viaje de negocios en Japón. Stanley Unwin se detuvo al leer aquellas inquietantes palabras que parecían sobresalir del cable —“gran riesgo… posibles pérdidas de miles de libras”—, pero también en esas otras que podían estar anunciando algo que ningún buen editor querría dejar pasar: “sin duda, se trata de la obra de un genio”. Respondió de inmediato, y Rayner Unwin no pudo sentirse más feliz cuando, el 10 de noviembre de 1952, escribió a Tolkien para decirle que la editorial Allen & Unwin publicaría El Señor de los Anillos.
II
El primer volumen de lo que Tolkien nunca concibió como una trilogía, La Comunidad del Anillo, apareció publicado el 29 de julio de 1954. Fue entonces cuando Tolkien supo que su séptimo día tendría que seguir aplazándose indefinidamente. La edición estaba plagada de errores de imprenta, fallos tipográficos y correcciones que habían sido introducidas en el texto sin su conocimiento, desde detalles menores como los que se correspondían a un “empleo idiosincrático del inglés” —dwarves por dwarfs, farther por further— a otros que le produjeron un profundo fastidio, como elven por elfin. En la edición revisada de HarperCollins (2004), que hoy se considera la mejor versión, si no la definitiva, de El Señor de los Anillos (“el texto estándar de facto”), Douglas A. Anderson escribía al respecto lo siguiente:
En una obra como El Señor de los Anillos, que contiene lenguas inventadas y nomenclaturas elaboradas con esmero, los errores y las incongruencias impiden tanto la comprensión como la apreciación de los lectores serios (y Tolkien tuvo muchos de éstos desde el principio). Incluso antes de la publicación del tercer volumen, que contenía mucha información que hasta entonces no había sido revelada sobre las lenguas inventadas y los sistemas de escritura, Tolkien recibió muchas cartas que habían sido escritas por lectores siguiendo estos sistemas, además de numerosas preguntas sobre los puntos más intrincados de su uso.
Tolkien añadió a la tarea de escribir lo que más tarde serían sus Apéndices el trabajo colosal de revisar, aparte de las ediciones inglesas de cada volumen de El Señor de los Anillos, también aquellas que aparecían en el mercado americano, incluyendo la edición pirata (no se la puede calificar de otro modo) de Ace Books, publicada en 1965 en formato de bolsillo, y que incluía una reproducción fotográfica de los apéndices tomada directamente de la edición en tapa dura. Para ofrecer a los lectores americanos una edición a la altura de la original inglesa (revisada), la editorial Ballantine Books, encargada de publicar la edición oficial, no puso ninguna objeción a los requerimientos de Tolkien. Trabajar con esa libertad (algo impensable cuando El Señor de los Anillos había tenido sobre su cabeza la amenaza de la tijera, en los tiempos en que Collins y Allen & Unwin lidiaban renuentemente por su publicación) permitió a Tolkien replantearse algunas cosas y redibujar varios pasajes de su obra. “Aparte de las correcciones del propio texto”, escribe Anderson, “Tolkien cambió su prefacio original por uno nuevo. Estaba contento de eliminarlo; en su ejemplar de prueba escribió de él: «confundir —como hace— cuestiones reales y personales con la ‘maquinaria’ de la Historia es un grave error.» Tolkien también añadió una extensión del prólogo y un índice (no el índice detallado de nombres que había prometido en la primera edición, sino un índice sin comentarios que sólo incluía nombres y las referencias a las páginas). Además, en el mismo período también llevó a cabo una profunda revisión de los Apéndices”.
La edición de Ballantine fue publicada, bajo licencia de Houghton Mifflin, en octubre de 1965, y Tolkien recibió sus ejemplares a principios de enero de 1966. Adiós, una vez más, al descanso del séptimo día: aquel extenuado profesor, que de dios creador parecía condenado a convertirse en tallador, se sorprendió desagradablemente al encontrar en los Apéndices “más errores de los que me esperaba”, y, con una energía que personalmente me impone un profundo respeto, regresó una vez más al escritorio y procedió a la tarea de corregir hasta el más pequeño desliz de la edición americana. Un año después (el 27 de octubre de 1966), Allen & Unwin lanzaba en Inglaterra una nueva edición en tapa dura que Tolkien confiaba en considerar una versión prácticamente definitiva de su obra, pero —¿y no parece una broma de mal gusto?— de nuevo alguien metió la pata, y la edición apareció publicada sin las extensas correcciones realizadas en los Apéndices de la edición revisada de Ballantine. Más allá del desaliento de Tolkien, que miraba con impotencia los cuentos y relatos inacabados del Silmarillion, aquello planteaba más de una curiosa paradoja: mientras los lectores americanos ya sabían, por ejemplo, que Estela Bolger aparecía como esposa de Meriadoc en el árbol genealógico del Apéndice C, un lector inglés sólo podría ver ese árbol genealógico completo si compraba la edición americana del año anterior. Por otro lado, Tolkien descubrió una nueva remesa de errores y omisiones en la edición inglesa que, naturalmente, sentía la responsabilidad de corregir.
Hasta 1969, Tolkien seguiría revisando y corrigiendo las sucesivas ediciones inglesas y americanas de El Señor de los Anillos. Tras su muerte, en 1973, su hijo Christopher, convertido en su albacea literario, se ocupó de seguir enviando correcciones a Allen & Unwin (posteriormente HarperCollins). La edición americana, sin embargo, mantuvo durante casi tres décadas el mismo texto someramente corregido por Tolkien en 1966, y no ha sido hasta la unificación de las ediciones americana e inglesa (en 2002) que una edición casi estándar de El Señor de los Anillos cabe decir que vio por fin la luz. La apreciación de casi estándar obedece a un motivo: sólo dos años después —en su quincuagésimo aniversario—, la obra de Tolkien fue reeditada con un nuevo capítulo de enmiendas al texto previamente fijado, que ascendían a un total de entre trescientas y cuatrocientas correcciones. “El texto resultante”, escriben Wayne G. Hammond y Christina Scull, “estaba basado en la composición de la edición en tres volúmenes de tapa dura de 2002, publicada por HarperCollins, que a su vez era una revisión de la edición con una nueva fotocomposición tipográfica de HarperCollins de 1994.” El esfuerzo por fijar el texto de la obra de Tolkien no se vio, sin embargo, libre de problemas: “Cada una de estas ediciones también fueron corregidas, y en cada una de ellas fueron introducidos nuevos errores. Al mismo tiempo, otros errores sobrevivieron desde tiempos tan remotos como 1954”.
Duele pensar que Tolkien vio severamente afectado su trabajo en El Silmarillion, así como en el resto de obras que había planeado para ampliar la mitología de la Tierra Media, a causa de las horas de revisiones, cotejos, enmiendas y correcciones —su diario está plagado de lamentos por ese tiempo irrecuperable— que dedicó a las diferentes ediciones de El Señor de los Anillos; pero duele todavía más pensar que aquello pudo no haber servido de mucho. ¿Errores que sobrevivieron desde 1954? ¿Y correcciones que sumaron a lo corregido nuevos errores?
Llegados a este punto, la pregunta resulta inevitable: ¿existe una edición que podamos considerar definitiva del texto de El Señor de los Anillos?
III
“Es complicado hablar de ediciones definitivas”, explica Mónica Sanz Rodríguez, responsable de revisar la monumental edición que acaba de publicar Minotauro, “porque normalmente se tiende a colar algún error. Nosotros trabajamos siguiendo la edición en inglés de 2014, que se trataba a su vez de una edición revisada de la de 2004. Es la edición considerada ‘definitiva’… por el momento. Podemos decir lo mismo de las ediciones en castellano que hemos producido, aunque en nuestro caso los errores que están reportando los lectores son errores tipográficos”.
Mónica Sanz Rodríguez, licenciada en Filología Inglesa y Literatura de las Islas Británicas, ha pasado más de veinticinco años estudiando la vida y la obra de Tolkien, lo que la ha llevado a atesorar un inmenso conocimiento sobre su figura y a ser considerada máxima experta por la Sociedad Tolkien Española, la Mythopoeic Society americana, la Tolkien Society inglesa y el Tolkien Estate, y a impartir conferencias nacionales e internacionales sobre cualquier asunto imaginable relacionado con la mitología de El Señor de los Anillos. Por mi parte, y después de leer esta maravillosa edición —que se acompaña de las ilustraciones ya clásicas de Alan Lee—, estoy en condiciones de decir una cosa: Tolkien no podía haber quedado en mejores manos.
“Para llevar a cabo esta tarea he tenido que cuidar varios detalles. El primero ha sido que, al tratarse de una revisión y no de una nueva traducción, la editorial deseaba que se conservase el espíritu y el estilo de la traducción anterior (realizada por Matilde Zagalsky y Francisco Porrúa), así que básicamente he trabajado sobre el texto de la traducción de Minotauro confrontándolo con la edición en inglés más reciente. La segunda condición ha sido que, al ser la obra de Tolkien ya muy conocida en la cultura popular, y al estar muy arraigada cierta nomenclatura en la misma, hay nombres que no se han podido cambiar. Un ejemplo de ello es la palabra «ucorno», elección de los traductores pero que en realidad no debería haberse traducido dado que es un término en élfico («huorn») que no tiene traducción. También he debido tener en cuenta el trabajo previo de Martin Simonson (prosa) y Nur Ferrante (poesía) en obras ya publicadas y revisadas como El hobbit o El Silmarillion. Las decisiones que se tomaron para los libros previamente revisados encuentran continuidad en mi trabajo: por ejemplo, la decisión de utilizar mayúsculas en los nombres de los pueblos (Elfos, Enanos, etc.) del mismo modo en que los usa Tolkien”.
Como conocedor y practicante del difícil arte de la traducción, no puedo ni empezar a hacerme a la idea de lo complicado que tuvo que ser para Mónica Sanz abordar un trabajo semejante. Aunque sólo sea por la comodidad que supone ser el único responsable de un texto fijado a partir de otra lengua, un traductor siempre preferirá comenzar un trabajo desde cero —preferirá, por ejemplo, tomar la edición de 2014 de El Señor de los Anillos como punto de partida y ajustar a los criterios de Tolkien lo que lleva años asimilado en España como parte de la cultura popular… aunque eso signifique tener que acostumbrar a los lectores de siempre a una reprogramación de su diccionario interior— antes que enfrentarse a la exigente tarea de cotejar varios textos (edición original en español, edición definitiva —de momento— en inglés, trabajos previos en prosa y verso) en busca del error. Sorprendentemente, Mónica Sanz sólo empleó seis meses en completar el trabajo. Pensemos que aquí ha sido necesario lidiar con medio millón largo de palabras, con más de 1300 páginas impresas… y multiplicar eso por dos. Desde luego —y sé por qué lo digo—, tienes que amar mucho a un autor para mantener el entusiasmo en alto y no aprovechar la menor excusa para ponerte a remolonear: “Pero es que fueron en total seis meses de trabajo cien por cien dedicada a Tolkien. Una tarea ardua e ingente, pero muy satisfactoria, ya que además de mis conocimientos de la lengua soy una gran conocedora y apasionada de la obra del Profesor. Creo que Minotauro ha tomado una gran decisión al contar no sólo con especialistas sino con apasionados de corazón para estas ediciones revisadas”.
Apasionados como Nur Ferrante y Martin Simonson, a los que no es posible dejar de mencionar teniendo en cuenta el trabajo pionero que ambos desempeñaron: “Los poemas corrieron a cargo de la poeta y traductora Nur Ferrante, y el primer volumen fue revisado por Martin Simonson: cuando Martin se dio cuenta de que le era imposible seguir con el proyecto de las revisiones, me propuso a mí para que continuase con la labor. Se me facilitó entonces el material de la revisión de La Comunidad del Anillo (los documentos de Martin sobre ese volumen) y los libros revisados anteriores, y yo me encargué de proseguir con Las dos torres y El retorno del rey. La editorial pidió que Martin se leyese mis documentos antes de que se enviaran a la editorial, por si «pescaba» alguna cosa que comentar, y él hizo algunos comentarios puntuales. Este paso obedecía a un deseo de continuidad con las obras ya revisadas por él”.
Dado que esta ha sido la primera revisión a fondo que se ha llevado a cabo de la traducción de la obra de Tolkien desde que se publicaron los libros por primera vez —y no olvidemos que La Comunidad del Anillo se remonta a 1978—, es inevitable que se nos pase por la cabeza, en especial a quienes hemos leído El Señor de los Anillos en las primeras ediciones de Minotauro, la espantosa visión de un cotejo que revela defectos estéticos y formales tan abultados como para dudar de la fidelidad al mundo de la Tierra Media de nuestras primeras lecturas. Pero Mónica muestra creo que una justa generosidad con la traducción original y se limita a describir las distancias entre traducción y sentido como meras “curiosidades”: “Ha habido muchas, a lo largo del trabajo de revisión, algunas incluso son muy divertidas. Desde Gollum mostrando «la rapidez de una langosta» (cuando realmente Tolkien escribió «la rapidez de un saltamontes») hasta la aparición de un puercoespín (cuando debería ser un erizo), acantilados a la izquierda cuando deberían estar a la derecha, los túmulos a la entrada de Edoras cambiados de lado y otras confusiones similares; pasando por descubrir que los Eorlingas utilizan la maniobra bélica de los muros de escudos (¡como los romanos, los hoplitas… los vikingos!), o que los corsarios navegan en dromones, un tipo de navío que se usaba en el imperio bizantino, gran inspiración para Tolkien de todo el material descendiente de los Númenóreanos; también ha habido que dar una vuelta de tuerca al lenguaje usado por los orcos o por Ghân-Buri-Ghân para adecuarlo más al original. En cómputos generales, en Las dos torres se han llevado a cabo más de 9.000 revisiones, llegando a la cifra de 19.800 en El retorno del rey”.
Las cifras, desde luego, impresionan: seis meses de trabajo, insisto, más de 40.000 actualizaciones en el texto original, medio millón largo de palabras y 1.300 páginas de letra impresa (recordemos: por dos). Un trabajo colosal que finalmente ha dado como resultado, después de medio siglo de reediciones, la versión más fiel en nuestro idioma de una de las grandes obras maestras de la literatura universal. “Todo un reto, desde luego”, concluye Mónica, “un hermoso y magnífico reto, que volvería a aceptar con los ojos cerrados”. Y nosotros podemos entregarnos con los ojos cerrados a este inmenso monumento que ella ha ayudado a revestir —con un entusiasmo de enamorada que se advierte en cada página— de un nuevo y centelleante esplendor.
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Autor: J. R. R. Tolkien. Título: El Señor de los Anillos. Edición revisada con ilustraciones de Alan Lee. Traducción: Matilde Zagalsky y Francisco Porrúa. Editorial: Minotauro. Venta: Todos tus libros.
Sensacional artículo, a la altura de su ambicioso propósito, sin duda. He disfrutado mucho leyéndolo. Enhorabuena y gracias.
En este artículo me falta un reconocimiento al inmenso trabajo de los miembros del Departamento de Traducción Irreverente de la (ficticia) Universidad Autónoma de Númenor, que desde hace un cuarto de siglo están recopilando errores de traducción en “El Señor de los Anillos” y en otras obras de Tolkien.
Sin ese trabajo previo, la tarea de revisión realizada habría llevado mucho más de seis meses.
Como bien dice Estel Alsero, un olvido terriblemente injusto e imperdonable. Da que pensar.
Pues sí, da mucho que pensar. Pero claro, cuando quieres parecer un gigante, no es bueno que te descubran subido a los hombros de otros.
Como bien dicen por aquí, estaría bien que se mencionase a las personas que han hecho anteriormente esta traducción enviándolo a Minotauro y recopilándolo. Los pioneros del departamento de traducción irreverente de la Universidad Autónoma de Numenor se ve que al no ser gente “importante” no se merecen mención alguna por parte de la persona que hizo el artículo.
Tampoco quedan claras las credenciales de los correctores. No sabía que ser experto en algo te hacía inmediatamente corrector, es como si alguien que no tuviese el máster de traducción tradujese.
Me ha encantado la exhaustividad de este artículo. No suelen encontrarse citas (¡Correctas, además!) de las cartas de Tolkien con sus editores en este tipo de noticias.
En cuanto a las revisiones, he tenido el placer de asistir a la charla impartida por Mónica Sanz sobre su trabajo en ellas, y es un esfuerzo que va más allá de lo que se considera trabajo de un traductor. Uniendo su conocimiento filológico por su licenciatura a sus conocimientos sobre Tolkien y su obra acumulados tras años y años de estudio y difusión, llega a los orígenes de palabras y expresiones del original y su contexto, teniendo en cuenta el estilo, formación, conocimientos del autor a un nivel muy profundo, para adecuarlo a lo que Tolkien quería decir y trasladarlo correctamente a nuestro idioma.
Sin duda como dicen por ahí la UAN tuvo su trabajo y nunca se le ha negado el mérito, pero el titánico esfuerzo de Mónica va más allá, y lo hace desde sus propias investigaciones. Sólo hay que asistir a cualquiera de sus charlas para comprender el nivel de conocimiento que maneja.
Y quien no lo quiera ver, tiene un problema.
Sinceramente, si al trabajo de alguien hay que atribuirle el calificativo de “titánico”, es al del Departamento de Traducción Irreverente que, insisto, desde hace veinticinco años están recopilando errores (y siguen, aunque a su ritmo). ¿Quiere decir eso que el trabajo de Mónica Sanz no tenga valor? En absoluto, pero de bien nacidos es ser agradecido, porque es imposible que niegue que se ha basado en él, e, insisto de nuevo, la actual revisión de “El Señor de los Anillos” sin contar con ese trabajo previo habría sido absolutamente imposible en el tiempo, marcado por la propia editorial, de seis meses.
El trabajo del Departamento de Traducción Irreverente ha sido ninguneado por Minotauro hasta el punto de ignorar las traducciones de algunos poemas del libro que aparecen también en “Las aventuras de Tom Bombadil” (traducido por ellos y publicado por Minotauro), con auténticas obras maestras de la traducción como “El troll de piedra” (realmente grandiosa) o “El olifante”, eligiendo en su lugar las mucho más cuestionables revisiones de Nur Ferrante.
Y como coda, lo de “ser considerada máxima experta por la Sociedad Tolkien Española”, ¿se basa en algún sondeo realizado entre miembros de la asociación, o es opinión del autor del artículo?
Mirando en Google eso del Departamento de Traducción Irreverente y contando así por encima, en “Las dos torres” detectan +- 150 errores (con un mérito notable, muy bien explicados). De ahí a los miles que se comentan en el artículo hay… Bueno, miles. ¿Eso no es titánico?
No creo que haya que quitar mérito a unos para ponérselo a otros.
Que terrible es la ignorancia y que ponzoñosa la envidia. Hablar así del trabajo de la revisora de la traducción es de un mal gusto terrible.
Como traductor añadir que hasta donde yo sé, filología inglesa va de la lengua inglesa no española. Los conocimientos de la lengua española serán los mismos que tenga cualquier persona con el bachillerato. Ortografía, gramática o tipografía se estudian en filología española y en la carrera de traducción e interpretación. Solo me refería a eso.
¿Quién ha dicho exactamente que sólo ha estudiado filología inglesa? Aquí se huele una vendetta personal…
En el propio artículo habla de lo que ha estudiado “Mónica Sanz Rodríguez, licenciada en Filología Inglesa y Literatura de las Islas Británicas”, no habla de que tenga máster, otra carrera o algo que la capacite en ese sentido.
No tengo nada en contra de Mónica Sanz y de hecho no es la culpable del intrusismo laboral, lo es Minotauro. Entre las IA, los bookstagrammers y famosos que traducen sin tener la capacidad, los traductores cada vez tienen más problemas para vivir de aquello que estudiamos. Para mí esto es grave.
Me llama la atención el currículum de la correctora pero al mirar en la Tolkien Society y en la Mythopoeic y el Estate no he visto dónde la nombran experta por lo que hace sospechar que quizá se adornó un poco sus credenciales. De no ser así, pido disculpas pero en el futuro estaría muy bien que se citasen las fuentes para dotar de más empaque el texto.
La correctora tiene un amplio currículum de publicaciones, conferencias y premios desde hace años pero el artículo no va sobre su curriculum sino sobre la revisión que está haciendo de la obra Minotauro. No necesita adornarlo porque es por derecho una experta en Tolkien.
Una pena que algo así estropee el trabajo de la revisión. Mal por parte del autor del articulo por no investigar y mencionar la labor previa del DTI. Una simple nota habría sido más que suficiente.
Llama mucho la atención que ante la indicación de que hubo precursores y una labor previa, lo cual no quita ningún mérito al trabajo realizado, se acuse de venganzas personales y se juegue la carta del victimismo. ¿Tan difícil es editar el artículo haciendo una mención? ¿Tan dificil es reconocer algo de mérito a los demás? Eso es lo verdaderamente triste de todo esto. Te has olvidado de mencionar a alguien, pues se corrige y ya está. Empecinarse en el error es lo que genera dudas y desconfianzas en el trabajo realizado.