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Emmanuel Carrere, en un fotograma de Retour a Kotelnitch.

Mientras me rulaba por la azotea la idea de escribir sobre Emmanuel Carrère a cuento de Una novela rusa, el 15 de mayo murió Tom Wolfe. Me enteré por Twitter. Tras pasar por encima de varios obituarios, marqué como favorito un tuit de Jesús Maraña que rezaba: «»A menos que seas una parte de la trama, creo que es un error escribir en primera persona». Uno de los muchos sabios consejos de Tom Wolfe, fallecido hoy. ¡Buen viaje!»

Al día siguiente volví a encontrar en las redes la misma cita de Wolfe. Me picó la curiosidad y no tardé en encontrar su procedencia. El marciano, como recordaba Sergio Vila-Sanjuán ese mismo día en La Vanguardia, concedió en 2014 a Lucas Arraut de El País una entrevista que incluye este intercambio:

«—De todos los indeseados efectos que tuvo el Nuevo Periodismo en la profesión, ¿cuál es el que más lamenta?

—El abuso de la primera persona del singular. Un fallo que yo mismo he cometido. Mi primer texto, El coqueto, aerodinámico rocanrolcolor caramelo de ron, sobre la cultura automovilística en California, lo empecé escribiendo: “La primera vez que vi coches personalizados…”. A menos que seas una parte de la trama, creo que es un error escribir en primera persona.»

Ya lo tengo, me dije. Quiero lanzar esta pregunta: ¿abusa de su polla Carrère en Una novela rusa?

"«Ella empieza entonces a hablar de mi polla, a decirme que le gustan las pollas, pero que de las muchas que ha conocido la mía es la que prefiere de todas», escribe Carrère"

Se pueden saltar este párrafo quienes hayan leído el libro, publicado en Francia en 2007 y editado aquí al año siguiente por Anagrama. Tras la extenuante gestación y el exitoso parto de El adversario, novelón aludido aquí hace unos días, Carrère decide investigar «la historia de un húngaro desventurado que, capturado al final de la Segunda Guerra Mundial, pasó más de cincuenta años encerrado en un hospital psiquiátrico en lo más recóndito de Rusia». Al mismo tiempo, pretende exorcizar al fantasma que atormenta a su familia: su abuelo paterno, que probablemente fue ejecutado por colaborar con los nazis en 1944. Pero además de esa doble investigación se cuela una trama más: Carrère se enrolla con Sophie, una mujer que no acaba de encajar con el círculo cultureta y con los prejuicios del escritor francés: «Allí donde yo soy amigo del jefe, ella lo es de la recepcionista. Ella forma parte, igual que sus amigos, de la población que toma el metro cada mañana para ir al trabajo, que tiene un abono mensual, vales de restaurante, que envía currículos y solicita vacaciones. Yo la quiero, pero no me gustan sus amigos», reconoce.

En el libro pasan más cosas, claro. También nos cuenta el parto de Retour à Kotelnitch (2003), película que escribe y dirige.

Pero vamos ya al tema. Una novela rusa comienza con un sueño erótico en un tren nocturno. «Sostenido por Sophie en una postura acrobática, penetro a la Fujimori, que pronto experimenta un rapto de placer», escribe en el primer párrafo. Cuando llega a su destino, la ciudad de Kotelnich, cena unos raviolis regados con vodka y telefonea a Sophie desde una cabina meada. Y lo cuenta así:

Una novela rusa, de Emmanuel Carrère«Al llamar pensaba que sería tarde para ella, que estaría acostada, desnuda, preparada para acariciarse a instancia mía, pero me he liado con el desfase horario y de hecho son las siete de la tarde en París y ella está todavía en el despacho. Al principio de la conferencia ella se preguntaba si yo no estaría en peligro, pero ahora comprende que simplemente me he emborrachado, estoy agitado, hasta se puede decir que feliz, y que en el fondo de la cuestión es que la quiero. Ella empieza entonces a hablar de mi polla, a decirme que le gustan las pollas, pero que de las muchas que ha conocido la mía es la que prefiere de todas y que le gustaría mucho que se la metiera y, en su defecto, que me la menee. Ella, a su vez, ha cerrado la puerta del despacho y deslizado la mano debajo de la falda, de las medias y encima de la braga. Roza la tela con la punta de los dedos. Pienso en los maravillosos pelos rubios que la braga comprime, pero me veo obligado a decir que por lo que a mí respecta no puedo cascármela ahora mismo (…) tendré que esperar a llegar al hotel. No hay calefacción y las sábanas parecen tan sucias que dudaría en meterme dentro, por lo cual me apresto a dormir vestido, amontonando todo lo que encuentre para servirme de mantas, pero prometo meneármela, de todos modos, y al volver eso es lo que hago».

Qué decir. Ese meneo, creo yo, resume la evolución de la primera persona de El adversario a la primera de Una novela rusa. Carrère ya es otro. Sigue cerca de Capote y de Wolfe, del llamado nuevo periodismo, mientras se aproxima a Henry Miller y a Bukowski. La mirada ha cambiado: ahora se retrata sin compasión.

(Hablando de compasión, un detonante de El adversario es la carta de Carrère al asesino, donde le cuenta que pretende comprender la tragedia y escribir un libro, y que termina así: «Sea cual sea su reación a esta carta, le deseo, señor, mucho valor y le ruego que crea en mi muy profunda compasión». Carrère es un cristiano transgresor, como bien saben los lectores de El Reino.)

Carrère, decía, ni compadece ni se maquilla en Una novela rusa. Mira hacia adentro. Sueña, por ejemplo, con matar a Sophie: «Te beso y te muerdo, te muerdo la comisura de la boca como si quisiera lacerarte la cara. Te ríes cada vez más fuerte. La moto cae de costado y levanta un haz de arena, es de noche, te has caído, sigues riéndote, con la mitad de la cara arrancada, y empiezo a darte patadas. Quiero aplastarte, matarte a patadas. Tú te ríes, te burlas de mí y yo te mato».

No quería destripar el libro, pero antes de terminar debo incluir una última cita. Cerca del final, leemos:

«Que tú ya no me mires es la fealdad, la muerte. Me gusta parecerte guapo, yo era guapo contigo, me gustaba mi cuerpo, mi sexo, tú decías mi rabo, yo decía mi polla, tú empezaste también a decir mi polla. Me mirabas levantarme por la mañana de la cama para ir a preparar el desayuno, en general yo estaba empalmado, lo estaba continuamente para ti, y tú decías mi polla, es mi polla, sonriendo. Son las palabras de amor que más me han gustado en mi vida».

"Suena muy distinto «tú decías mi cipote, es mi cipote» que «tú decías mi pilila, es mi pilila», ¿no?"

(¿Cómo sonaría este párrafo si Jaime Zulaika, traductor del libro y de las últimas novelas de Carrère, hubiera elegido, en vez de polla, otro de sus cientos de sinónimos? Perdonad si esto os parece una gilipollez, además de una obviedad, pero como ni Carrère ni Sophie dijeron polla, así en español, podría haber puesto minga, verga, picha, chorra,… Los sinónimos, reza el diccionario, tienen el mismo significado o muy parecido. Pero no hay dos palabras iguales. Suena muy distinto «tú decías mi cipote, es mi cipote» que «tú decías mi pilila, es mi pilila», ¿no?)

Dicho esto, volvamos a la pregunta de partida. ¿Abusa Carrère de su polla?

Cuando pensé en escribir estas líneas, igual que ahora, no tenía una respuesta. Pero me decía: si algún día le premian con el Nobel, colgaré en alguna red social —si es que para entonces existo y continúan existiendo, claro— un enlace con lo que voy a escribir, con esto ya he escrito, y con estas palabras: Carrère es la polla.

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