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El callejón de los enamorados y otras prosas apátridas de Carson McCullers

Carson McCullers en 1940. Fotografía de Louise Dahl-Wolfe.

Carson McCullers en 1940. Fotografía de Louise Dahl-Wolfe.

«Óiganla —léanla— florecer», nos alienta Rodrigo Fresán en el prólogo de «El mudo» y otros textos, uno de los libros de Carson McCullers —los otros son Iluminación y fulgor nocturno, El corazón es un cazador solitario, Reloj sin manecillas, La balada del café triste, Reflejos en un ojo dorado y El aliento del cielo— que Seix Barral reeditó con ilustraciones de Sara Morante el año pasado para conmemorar el 100º aniversario del nacimiento y el 50º de la muerte de la excepcional escritora estadounidense.

Léanla, sí. Qué decir que no esté ya dicho: es una gozada leer a Carson McCullers. Dicho esto, arrimo el ascua a mi sardina internetera y cazo varios fragmentos de El sueño que florece, el último capítulo de «El mudo» y otros textos.

Son, según indicó la propia autora al publicar esas líneas en la revista Esquire en 1959, unas notas sobre la escritura. Pero en este diario voy a soltar la boutade de considerarlas prosas apátridas.

(Según el diccionario, una boutade es «una intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar»; sí: tengo más pretensiones que ingenio. ¿Y quién no?)

Primera prosa:

«Todos los días leo el Daily News de Nueva York, y con mucha seriedad. Es interesante saber el nombre del callejón de los enamorados donde se produjo el apuñalamiento, y las otras circunstancias que el New York Times nunca recoge. En aquel asesinato todavía sin resolver en Staten Island, es interesante saber que el médico y su mujer, cuando fueron apuñalados, llevaban camisones mormones de una longitud de tres cuartos. El desayuno de Lizzie Borden, en el sofocante día de verano en que mató a su padre, fue un guiso de cordero. Los detalles siempre sugieren más ideas de las que proporciona cualquier generalidad. Contar que Jesucristo recibió una puñalada en el costado izquierdo es más conmovedor y evocativo que limitarse a decir que recibió una lanzada».

Las dos frases finales caben en un tuit, ahora que han ampliado la ración de caracteres, pero si quisiéramos tuitearlas no podríamos —o al menos yo no sé— poner izquierdo en cursiva. Y ese detalle, como tantos otros, también importa.

"¿Cómo, sin amor y sin la intuición que procede del amor, puede un ser humano colocarse en la situación de otro ser humano?"

Segunda:

«El escritor es, por la naturaleza de su profesión, un soñador y un soñador consciente. ¿Cómo, sin amor y sin la intuición que procede del amor, puede un ser humano colocarse en la situación de otro ser humano? Tiene que imaginar, y la imaginación requiere humildad, amor y gran valor. ¿Cómo se puede crear un personaje sin amor y sin la lucha que van con el amor?»

¿Podríamos sustituir escritor por artista, así en general? Un músico, un pintor, un cineasta, ¿se coloca como un escritor en la situación de otro ser humano? A bote pronto, diría que no. No tanto.

Carson McCullers. Ilustración de Sara Morante para la nueva edición de Iluminación y fulgor nocturno (Seix Barral).

Carson McCullers. Ilustración de Sara Morante para la nueva edición de Iluminación y fulgor nocturno (Seix Barral).

Tercera (un fragmento de un párrafo más extenso):

«Yo me convierto en los personajes sobre los que escribo. Estoy tan inmersa en ellos que sus motivos son los míos. Cuando escribo sobre un ladrón, me convierto en un ladrón; cuando escribo sobre el capitán Penderton, me convierto en homosexual; cuando escribo sobre un sordomudo, me convierto en sorda durante el tiempo de la historia. Me convierto en los personajes sobre los que escribo y bendigo a Terencio, el poeta latino, que dijo: “Nada humano me es ajeno”.»

Casi nada que añadir. Sólo que tal vez por ese motivo nacen y mueren tantos personajes literarios. Los escritores somos mutantes. (Y sí, yo soy Juan Torca. Y Jandro. Y la sirena de Gibraltar.)

No copio más. Pero léanla. Carson McCullers florece en sus libros.

P.D.: Sigo copiando: debo reconocer que el titular de esta entrada habría disgustado a Carson McCullers. En una de esas notas reveló: «No me gusta la palabra prosa; es demasiado prosaica. La buena prosa debe estar fundida con la luz de la poesía; la prosa debe ser como la poesía; la poesía debe ser tan inteligible como la prosa».

Lástima que inteligible sea una palabra que ya casi nadie entiende.

Reediciones de Carson McCullers.

Reediciones de Carson McCullers.

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