Inicio > Blogs > El prisionero > Los pezones negros de Gabriela Wiener
Gabriela Wiener. Foto: Daniel Mordzinski

«Pienso en los esquimales que pueden ver hasta veinte tonos de blanco mientras aquí seguimos siendo incapaces de ver los matices. Vivimos con ese otro al que preferimos no conocer, al que se estereotipa, niega, encierra y deporta. España es la abuelita. Viene entonces su nieta, que es blanca y española como ella, pero que es otra, y me levanta la camiseta y me besa los pezones negros no para legitimarme sino para que deje de llorar. Lo hago y salgo otra vez al extranjero». Gabriela Wiener, en Su abuelita y yo.

Todo es literario. Y nada es literario. Una lista de la compra pegada en un frigorífico podría llegar a ser tan literaria como un soneto de Quevedo, si un escritor la incluyera en una novela, si la recitara un poeta… y si un lector o un espectador pasaran por el aro.

(Estas líneas mías pueden ser literarias… si tú así lo consideras; yo creo que no, que conste. Tendré un ego descomunal, como casi todos los escritores, pero al mismo tiempo intuyo que el lugar ideal de mis textos, como los de casi todos los escritores, es un cajón o un contenedor de basura.)

Dicho esto, ¿cuándo una columna periodística es literaria? Las de escritores como Julio Camba, César González Ruano o Francisco Umbral sin duda lo son —aunque debamos dudar de casi todo—, ¿pero qué ocurre con el chaparrón de columnas que nos cala cualquier día?

La mayoría de las columnas, como son digitales, ya ni siquiera sirven para envolver pescado.

(«Los periódicos de hoy sirven para envolver el pescado de mañana», se decía en las redacciones del siglo pasado. Aunque ahora nadie envuelve nada con un diario y la prensa de papel boquea como un pez fuera del agua.)

La mayoría de las columnas son periodísticas, actuales, ofrecen opiniones de usar y tirar, nacen y mueren casi siempre antes del punto final, porque ya hemos pulgado en otro contenido.

(Pulgar: sinónimo de clicar, cuando navegamos con el teléfono en la palma de la mano confiados en la destreza de nuestro dedo más torpe y menos falangista.)

Pero algunas columnas son híbridas y cabalgan entre el periodismo, la literatura y la autobiografía. Las encontramos en la prensa pero podrían ser fragmentos de una novela, de una crónica o de unas memorias. De hecho, esas piezas suelen perdurar y no desfallecen cuando resucitan en un libro.

(Puse cabalgan para no poner andan a caballo, construcción que siempre me sorprende, como andar en bicicleta: cuando pedaleamos no andamos.)

Dejo de dar rodeos. Estas líneas comenzaron a rular por mi cabeza en diciembre. Cuando Karina Sainz Borgo publicó un artículo sobre los mejores libros de 2017. Al cabo de unos días, me pregunté: ¿qué lecturas recordaré de 2017? Lecturas, no sólo libros. Entonces recorrí Zenda, que la cabra tira al monte, y luego releí Su abuelita y yo, la columna de Gabriela Wiener que ha provocado que escriba este texto.

No la voy a copiar entera. Para qué, está a un clic o una pulgada. Siento decir, además, que esta anotación comienza con un spoiler: las líneas iniciales son el cierre de su columna. Una columna que no es apátrida, a la manera de Julio Ramón Ribeyro; es decir, que no carece de un territorio literario propio, sino que más bien encaja en varios: es periodística, porque retrata nuestro tiempo, y también encaja dentro de la crónica autobiográfica, el territorio donde Wiener también —y tan bien— se mueve.

"El color de los pezones importa: no en vano Gabriela Wiener resalta que los esquimales pueden ver hasta veinte tonos de blanco; el racista, añado yo, distingue y desprecia infinitos tonos de negro."

Su abuelita y yo narra un choque de mundos en un barrio burgués de Madrid, cuando una «matriarca entrañable» pregunta a la escritora, nieta de una «chola peruana y bien racista», cuántas casas limpia. Y concluye con un beso que, perdona si exagero, sella una alianza o una tregua entre esos mundos en colisión. Un beso entre dos mujeres, entre dos pasados, en presente. Un beso tan real, creo yo, como literario, y donde todo importa.

(El color de los pezones importa: no en vano Gabriela Wiener resalta que los esquimales pueden ver hasta veinte tonos de blanco; el racista, añado yo, distingue y desprecia infinitos tonos de negro.)

Un día recomendé la columna a un amigo y me soltó:

—¿Y eso te parece interesante?

No respondí. Para qué. En una prosa apátrida, Ribeyro, peruano de Lima como Wiener, escribe:

«Cuando alguien se entera que he vivido en París casi veinte años me dice siempre que me debe gustar mucho esta ciudad. Y nunca sé qué responderle. No sé en realidad si me gusta París, como no sé si me gusta Lima. Lo único que sé es que tanto París como Lima están para mí más allá del gusto. No puedo juzgar a estas ciudades por sus monumentos, su clima, su gente, su ambiente, como sí puedo hacerlo con ciudades por las que he estado de paso y decir, por ejemplo, que Toledo me gustó pero que Francfort no. Es que tanto París como Lima no son para mí objetos de contemplación sino conquistas de mi experiencia. Están dentro de mí, como mis pulmones o mí páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética. Solo puedo decir que me pertenecen«.

Su abuelita y yo, respondo ahora, está para mí más allá del gusto. Resume 2017. Un año femenino y feminista.

"Su abuelita y yo, de Gabriela Wiener, está para mí más allá del gusto. Resume 2017. Un año femenino y feminista."

Gabriela Wiener sostiene que la belleza mata. Y revela, en la advertencia de Llamada perdida (libro publicado por Malpaso en 2015), que la intimidad es su materia: «Hay escritores que buscan la verdad a través de la ficción. Me gusta pensar que formo parte del otro grupo, el de esos excavadores que buscan en lo real lo impredecible y lo extraño (pero también lo abrumador) de la normalidad, el absurdo que contienen las noticias, todo eso que puede ser tan serenamente triste como una llamada perdida«.

Gabriela Wiener. Foto: Daniel Mordzinski
En Su abuelita y yo encuentro ecos —música literaria, no camaleónica— de Camus, McCullers, Carrère y, sobre todo, de Capote. En Un día de trabajo, Truman recorre Nueva York tras los pasos y los porros de Mary Sánchez, su asistenta, que legó a la posteridad esta frase: «Nunca es demasiado temprano». Pura literatura.

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Fotos: Daniel Mordzinski

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