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El sueño del ajolote

Ante todo, sinceridad: lo primero que se me viene a la mente al pensar en Cinema Paradiso (1988) no es la entrañable relación paternofilial entre Alfredo y Totò. Tampoco los melancólicos paisajes de ese pueblecito siciliano en el que ya nos gustaría retirarnos a teletrabajar, las divertidísimas reacciones del público a las imágenes salidas del proyector ni los besos bajo la lluvia. Es el incendio de la sala de cine. Una escena terroríficamente emotiva —como pocas en la historia del celuloide— que, ayudada por la música del maestro Morricone, opera como metáfora indeleble: la realidad se impone a los sueños, la cruda lógica de la combustión devora algo más que fotogramas en blanco y negro, la capacidad de imaginar se desangra a toda velocidad. En otras palabras, hemos perdido la inocencia igual que el pobre Alfredo perdió la vista: con un violento estallido.

Para Juan Villoro (1956), no obstante, siempre queda inocencia susceptible de ser sacrificada. Porque La tierra de la gran promesa (Literatura Random House, 2021) es una exploración torrencial de los recuerdos de juventud, donde se funden anhelos, dolores y constataciones, una carta de amor al séptimo arte y un «narcothriller» pausado y sin aspavientos, magníficamente poblado de personajes memorables y frases para enmarcar, cualidades que reivindican al mexicano como un narrador excepcional.

"Villoro describe con claridad cómo recordamos: su terreno es la fragmentariedad de nuestra memoria, la facilidad con la que nos autoengañamos"

Quizá por eso, Villoro comienza la novela con otro incendio, este verídico: el de la Cineteca Nacional, el 24 de marzo de 1982 en Ciudad de México. El templo alrededor del que orbitaban tanto el protagonista como sus amigos, un puñado de románticos y aspirantes de la cinematografía, proyectaba ese mismo día La Tierra de la Gran Promesa (1975) —sí, la obra homónima del polaco Andrzej Wajda. Este episodio traumático será el punto de partida de una historia contada en dos líneas temporales: un pasado difuso donde las posibilidades bullen y un presente enigmático donde nada ni nadie es lo que parece. Ponerse en la piel del documentalista Diego González es seguir al ajolote de las leyendas aztecas, espiar a un ser anfibio que no se decanta entre agua y tierra, que oscila entre estado larvario y desarrollado. Hablamos de un documentalista que podría haber devenido en director de cine, que vive en Barcelona para —intentar— olvidar su México natal, que ama el cuerpo de una mujer que no es con la que sueña, que habla cuando debería dormir, que es víctima a la vez que verdugo, que navega las aguas del privilegio sin alejarse de la orilla de la miseria.

Villoro describe con claridad cómo recordamos: su terreno es la fragmentariedad de nuestra memoria, la facilidad con la que nos autoengañamos u obviamos detalles cruciales para nuestra propia existencia y la de los demás. Y, como buen periodista, posee un interés genuino en la actualidad y su conexión con un pasado que puede caer sepultado por la noticia —especialmente, en un presente tan desaforado como el actual. Esas son sus herramientas para urdir una trama con ecos del Narcos de Netflix, que conjuga la crónica social con la investigación política, la controvertida presidencia de López Portillo con la omnipresente guerra entre los cárteles de la droga, la mafia gallega y los arriesgados enredos de la burguesía catalana; conspiración que se entreteje con los esfuerzos del protagonista por huir de cuanto le persigue —sea su propia sangre o la de sus compañeros de trinchera— y, a la vez, desenterrar sus raíces.

"La última obra de Villoro logra, en verdad, algo rico en matices. Y lo hace sin autoindulgencia, sin caer en el patetismo o la beligerancia arbitraria"

Decíamos que la escritura de Villoro es torrencial, y no es un adjetivo aleatorio. La misma pasión con la que evoca recuerdos familiares y amores de juventud, esa pasión que le sirve para la exploración sexual de los cuerpos que envejecen y añoran, se prodiga en la historia visible y en las múltiples referencias cinematográficas, artísticas, musicales e incluso antropológicas que el autor utiliza para describir a sus personajes; he aquí otro de sus puntos fuertes.

La última obra de Villoro logra, en verdad, algo rico en matices. Y lo hace sin autoindulgencia, sin caer en el patetismo o la beligerancia arbitraria. Es un gran pretexto para demostrarnos a nosotros mismos que no estamos muertos, para cerciorarnos de que no pisamos la Comala concebida por ese otro titán de las letras mexicanas que fue Juan Rulfo (1917-1986). Y es que, igual que le sucede Pedro Páramo, igual que al bueno de Salvatore una vez regresa a su pueblo natal para el funeral del viejo proyeccionista, saberse vivo responde a una cuestión de cómo recordamos nuestra propia inocencia.

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Autor: Juan Villoro. Título: La tierra de la gran promesa. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros, Fnac, Casa del Libro, Amazon.

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