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El tiempo y sus cenizas

El tiempo y sus cenizas

Intentar recuperar el yo que fuimos no siempre es un camino sencillo desde el yo que somos. Ese complejo y, por momentos, doloroso viaje a través del tiempo y de la memoria es el que nos propone Cesare Pavese en La luna y las fogatas, una de las obras cumbre tanto de su autor como de la literatura italiana del siglo XX y en la que se nos invita a regresar a esos lugares que ya no reconocemos y que, sin embargo, siguen siendo tan nuestros como lo fueron —si es que alguna vez llegaron a serlo— en nuestra infancia.

La novela se abre con la vuelta de su protagonista al pueblo piamontés donde creció y, a partir de ese momento, la historia se estructura en dos tiempos que avanzan en paralelo: los años previos a su marcha a Estados Unidos en busca de fortuna y el momento de su retorno, donde el hombre que es ahora intenta buscar los vínculos que lo unen al niño y al adolescente que fue. Pero lejos de hallarnos ante un ejemplo de Bildungsroman al uso, nos encontramos ante una historia que no elude su voluntad poética y en la que se nos plantean cuestiones tan complejas como la búsqueda de un origen y hasta de un nombre que no existe, la lucha irreconciliable entre lo constante y lo mudable o las contradicciones del yo individual cuando se asoma a la necesidad de construir un nosotros social y comprometido. Todos estos interrogantes tienen cabida en esta novela, cuya construcción simbólica, de la que ya nos advierte su título, permite que el marco espacial de la historia se vuelva universal, de modo que el paisaje piamontés al que regresa el protagonista se convierte en cualquier otro pueblo o ciudad donde, con mayor o menor éxito, hayamos tratado de echar raíces:

«El mundo es una red de calles y puertos, un calendario de gente que va y viene, que hace y que deshace y en todas partes hay gente despierta y gente miserable».

Esa contradicción entre lo singular y lo iterativo, entre lo específico y lo universal, mueve al personaje a buscar su identidad fuera del entorno donde, como nos dice, no sabe si nació para, una vez que ha hecho fortuna en América, regresar en busca de una realidad que ya no es la que recuerda y donde ni siquiera la naturaleza —como los nogales de su infancia— permanece idéntica, a pesar de que, bajo todos esos cambios, siga siendo reconocible:

«Era extraño cómo había cambiado todo y cómo seguía igual. (…) La gente se había ido, crecido, muerto (…) Sin embargo, las eras, los pozos, las voces, las azadas, todo era igual».

El protagonista de este regreso se nos presenta a sí mismo como un bastardo acogido por una familia a la que se le pagaba por mantenerlo y, tal y como él mismo nos cuenta, no solo no tiene noticia de sus orígenes, sino que tampoco posee nombre, sino tan solo un apodo: Anguilla, y esa ausencia de nombre se convierte en eje simbólico de su marcha en busca de un lugar y de una identidad que aún no ha encontrado.

"A lo largo de la lectura, se combina la reflexión existencial del quién y hasta del para qué, omnipresente en el personaje de Anguilla, con la denuncia social que encarna Nuto"

Seguramente, su mejor amigo —Nuto, uno de los personajes más carismáticos de esta novela— explicaría su desarraigo en términos sociales, tal y como hace a lo largo de todas las conversaciones que mantienen en los dos tiempos en que transcurre la narración: el pasado en el que construyeron su amistad y el presente en el que se reencuentran. Si entonces Anguilla aprendió gracias a Nuto el valor de la palabra («se habla para hacerse una idea, para entender cómo funciona el mundo»), ahora se ve obligado a reflexionar sobre la Italia de posguerra en la que la desigualdad, la injusticia social, los vestigios del fascismo o el castrante poder de la iglesia parecen darle la razón a Nuto cuando afirma con amargura que la guerra no cambió nada y que, al final, son dos los ejes que alejan la posibilidad de la esperanza: por un lado, el dinero («tener o no tener, mientras exista el dinero no se salva nadie») y por otro, la ignorancia:

«Los ignorantes serán siempre ignorantes porque la fuerza está en manos de quien tiene interés en que la gente no sepa, en las manos del Gobierno, de los fascistas, de los capitalistas…»

Gracias a esta amistad, en la que casi podemos adivinar un desdoblamiento del propio autor a través del protagonista y su mentor y, a la vez, alter-ego, la novela nos va desgranando sucesivas capas en las que, a lo largo de la lectura, se combina la reflexión existencial del quién y hasta del para qué ­—omnipresente en el personaje de Anguilla— con la denuncia social que encarna Nuto, quien, pese a su pesimismo, sigue buscando un cómo, una forma de lograr que las fogatas que le dan título también ayuden a quemar los cimientos de una sociedad desigual y creen otra donde el próximo Anguilla —que encuentra su reflejo de posguerra en un muchacho pobre y cojo llamado Cinto— tenga otro mundo al que asomarse.

"Dos son los fuegos que, en diferentes tiempos y con distintos orígenes, marcan el último tercio de esta historia, obligándonos a mirar de frente el odio y la violencia que, como la luna que contempla esas fogatas, también perviven"

La escritura de Pavese oscila con maestría entre la construcción poética del relato y la mirada concreta y casi física sobre cada uno de los lugares donde se dirige la mirada de su protagonista. La búsqueda de Anguilla es inmaterial, pero sus métodos para llevarla a cabo se basan en intentar recuperar lo concreto, lo sensorial y hasta lo tangible. Por supuesto, su objetivo resulta imposible de entender para quienes lo rodean, hasta el punto de que todo el pueblo cree que ha ido a comprar una propiedad o a buscar esposa, mientras que él solo trata de aprehender un pasado que ya no puede ser presente:

«¿Era posible explicarle a la gente que me cruzaba que solo quería ver algo que vi en tiempos? (…) Para mí, habían pasado solo algunas estaciones, no años».

Para lograr ver aquello que vio y entenderse a sí mismo («yo también era un hombre, pero era otro»), se acerca a los espacios donde estuvo, a esos lugares que ahora ocupan otras personas y que, en cierto modo, también se comportan como la luna y las fogatas que dan título a la novela. Inmutables y cíclicos como la luna y, a la vez, tan efímeros como todo lo que arrasa el fuego que, además, desempeña un papel esencial dentro de la acción de la novela. Dos son los fuegos que, en diferentes tiempos y con distintos orígenes, marcan el último tercio de esta historia, obligándonos a mirar de frente el odio y la violencia que, como la luna que contempla esas fogatas, también perviven.

Es una excelente noticia que una novela como esta regrese a las librerías de manos de una edición tan cuidada como la que ahora, con traducción de Carlos Clavería Laguarda, nos presenta la editorial Altamarea. Nos hallamos ante uno de esos libros inagotables y que nos sugieren tantas lecturas e interpretaciones como seamos capaces de otorgarle a través de nuestras propias vivencias. Quizá por eso, en este nuevo acercamiento a una novela que ya me había enamorado años atrás, he sido consciente de hasta qué punto varía nuestra mirada sobre nosotros mismos según el punto del viaje en que nos hallemos, según la encrucijada en que nos encontremos en medio de esa «red de calles y puertos» donde, a mis cuarenta, ahora sé que he coincidido más de una vez con Anguilla, con Nuto, con Cinto, y con muchos de los fascinantes personajes que pueblan esta historia. Una novela en la que, gracias a la excelente prosa de su autor, casi se puede sentir cómo nos golpea el paso del tiempo, dejando en nuestras manos interrogantes que, como las llamas de sus fogatas, tal vez solo logramos aplacar para que vuelvan a surgir.

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Autor: Cesare Pavese. Traductor: Carlos Clavería Laguarda. Título: La luna y las fogatas. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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