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El vientre de aquel sapo

Entre el norte y el sur

El anochecer de mi primer día en Roma me sorprendió bajo los soportales triestinos de la Piazza Vittorio. Había acudido a una cita en una cafetería próxima, debía regresar a los alrededores de la Piazza della Rotonda y la lluvia que había comenzado a caer en las primeras horas de la mañana amenazaba con convertirse en tromba de una vez por todas. Me detuve unos minutos, al amparo de los soportales, consultando en mi teléfono móvil el camino que me permitiría llegar antes a mi destino, y apenas presté a ese amplio recoveco abierto a uno de los costados de la estación de Termini más atención de la que se dispensa a los espacios en los que ocasionalmente caemos atraídos por los imanes de la casualidad. Me habría fijado más en ella si entonces hubiera conocido Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio, la encantadora novelita que Amara Lakhous publicó en 2006 y que llegó a España gracias a la editorial Hoja de Lata. Fue su traductor al castellano, Francisco Álvarez, quien me indujo a aventurarme en sus páginas durante un par de noches gozosas en las que constaté que el humor puede ser un gran vehículo a través del cual canalizar las vertientes menos amables de una sociedad que acostumbra a interpretar el encuentro entre distintas culturas como una llamada a la confrontación en vez de como un incentivo a la convivencia. La novela de Lakhous arranca con un crimen, pero no para que el lector atienda al desarrollo de las pesquisas policiales —la transcripción de las declaraciones de los testigos ocupa buena parte libro—, sino para que advierta lo que en ellas se trasluce acerca de los prejuicios, propios y heredados, con que tendemos a contemplar e interpretar a nuestros semejantes. Atendiendo a esa vieja máxima que asegura que sólo lo local es verdaderamente universal, tanto el ambiente como los estereotipos que desfilan por sus capítulos son inequívocamente italianos, pero a pesar de eso —o quizá por eso mismo— sus observaciones o sus juicios rotundos y mayestáticos podrían trasladarse con muy pocas variaciones a cualquier otro lugar del mundo. El eterno conflicto entre el norte y el sur se desarrolla aquí a escala planetaria, continental o global, entretejido con las circunstancias sociológicas de una ciudad donde hallan cobijo individuos provenientes de las cuatro esquinas del mundo y donde la huella serena y grandilocuente de la civilización romana se confunde con la desorganización moderna de una contemporaneidad caótica. En un feliz simbolismo, la única voz que persigue la cordura es la del único personaje ausente de la trama, por más que sean las entradas de su diario las que hagan de argamasa entre los distintos testimonios, y son sus apostillas neutrales a una realidad cómicamente desquiciada las que intentan imponer un toque de racionalidad en el frenesí cotidiano de una comunidad de vecinos que —exactamente igual que cualquier otra, tal y como le ocurre al mundo mismo— demuestra una encomiable facilidad para convertir la convivencia en pesadilla.

Después de la batalla

"Es asombroso el modo en que se pueden diluir las vidas cuando no hay alrededor nadie con la suficiente atención para cosechar los frutos interesantes que dejan a su paso"

No tenía noticia de la existencia de Daniel Vega, y así seguiría siendo si no llega a aparecer Eduardo —que tan pronto viene con una polifonía medieval como me descubre a cualquier grupo de rock perdido en la cavernas más ignotas de la marginalidad— para sacarme de mi ignorancia. Leo que nació en 1953 y murió en el año 2010, bastante antes de lo que hubiese sido deseable; que fue periodista y trabajó como corresponsal en Latinoamérica; que escribió varios relatos y algunos poemarios que reunió en el volumen La Caja de la Memoria; que dejó a su muerte otros tres libros inéditos y que, sobre todo, fue o quiso ser uno de los abanderados de aquel folk-rock progresivo que tanto furor causó en los tiempos de la Transición y bajo cuyos preceptos grabó un disco al que puso el hermoso título de La noche que precede a la batalla. Voy leyendo en el libro que el propio Eduardo me regala los versos que escribió —mucho más acabados los que pensó en términos estrictamente poéticos que los que pergeñó para sus canciones y que, sobre el papel, acusan la orfandad de la música— y el texto en el que él mismo recuerda el modo en que se encontró con su grabación más emblemática en la desaparecida Discoteca de Gijón, donde yo también incurrí en más de una exploración hasta que cerró en la primera década de este siglo. Acudo a Spotify —en estos tiempos también los discos compactos se van convirtiendo ya en una pequeña reliquia arqueológica— y encuentro allí la remasterización de aquel álbum que combina dos arcos conceptuales diferentes, el que da título al disco —y que se escucha como la premonición de una epopeya trágica— y otro que es un homenaje candoroso y doliente a la tierra donde nació y de la que se terminaría alejando durante buena parte de su vida. Tras aquel único elepé, editó un sencillo y se embarcó en una suite que no llegaría a completar, igual que no llevó a imprenta sus últimos poemarios. Se abrió en su vida un lapso de silencio que parecía a punto de tocar a su fin cuando la muerte lo sorprendió en Valencia, en un día de mayo, y acalló sus inquietudes para siempre. También su recuerdo se habría desvanecido de no mediar la intercesión entusiasta de las personas que lo leyeron y lo conocieron y, poco a poco, se han venido entregando a la tarea de reverdecer lo que sacó a la luz en vida y rescatar aquello que permanecía arrumbado en el fondo de algún cajón. Es asombroso el modo en que se pueden diluir las vidas cuando no hay alrededor nadie con la suficiente atención para cosechar los frutos interesantes que dejan a su paso, para consignar las huellas que permanecen después de las batallas.

La heroica ciudad

"La memoria de Clarín siempre se ha visto mancillada en la ciudad a la que consagró sus mejores luces"

El Gobierno municipal de Oviedo, en manos del Partido Popular, ha rechazado distinguir a título póstumo a Leopoldo Alas Clarín con el título de hijo adoptivo de la ciudad. La cuestión sorprende por varias razones: la primera, la propia negativa del señor alcalde y su equipo a conceder tal honor a quien fue el autor de la mejor novela española del siglo XIX y quien gracias a ella incorporó el nombre de Oviedo a la literatura universal; la segunda, que la iniciativa partiese de un partido de extrema derecha cuyos ideales encarnan todo lo que Clarín combatió en vida y que a buen seguro registraron su demanda empujados por una extravagante mezcla de oportunismo e ignorancia; la tercera, que el escritor no gozase ya de tal reconocimiento, habida cuenta de que a los méritos que ya he citado se unen su condición de catedrático de la Universidad y su pertenencia al conocido grupo de intelectuales que, en el tránsito entre dos siglos, pugnaron por implantar en la entonces remota Asturias los ideales krausistas que alcanzarían su mayor punto de ignición al abrigo de la Institución Libre de Enseñanza. En pleno tercer milenio, y con todo lo que ha llovido, era razonable deducir que los antiguos resabios carpetovetónicos se habían visto desplazados en aras de una lucidez que, por lo que se ve, no está por la labor de arraigar entre quienes tradicionalmente se han obstinado en refutarla. La memoria de Clarín siempre se ha visto mancillada en la ciudad a la que consagró sus mejores luces, como con detenimiento y rigor cuenta Ricardo Labra en su ensayo El caso Alas «Clarín», que Luna de Abajo publicó a principios del año pasado. Sus compañeros claustrales pretendieron obviarlo en 1908, sólo siete años después de su muerte, cuando la Universidad de Oviedo celebró su centenario y los entusiastas discursistas no se refirieron a él más que de pasada. A su hijo lo fusilaron los franquistas durante la Guerra Civil, sin que en su contra mediaran pruebas de nada, y el busto que lo homenajeaba en el Campo San Francisco fue dinamitado y permaneció reducido a escombros hasta que los munícipes del viejo régimen entendieron que la infamia era tan vergonzosa que ni siquiera una dictadura cuartelera como la que defendían podía justificarla. La Regenta, por otra parte, no pudo leerse en España hasta que la editorial Alianza la recuperó en la década de 1960 para regocijo de unos lectores que al fin pudieron disfrutar de una obra maestra irrefutable. Hace tiempo que Oviedo viene asegurando, y cuenta con motivos para hacerlo, que ya se ha despertado de la siesta, pero algunos de sus más pomposos adalides parecen empeñados en desmentir su propia aseveración. Unas semanas atrás, el músico Rodrigo Cuevas lamentaba en una entrevista televisiva algunos episodios de acoso que había tenido que padecer en su infancia y calificaba de conservadora a la capital asturiana, lo que le valió la iracundia irreflexiva de muchos paisanos suyos que se sintieron ofendidos. Su actual regidor, sin embargo, ha obrado de tal modo que cabe seguir preguntándose si es verdad que, al menos en lo que a sus instancias oficiales se refiere, la muy noble y leal urbe ha digerido bien el cocido y la olla podrida o si aún permanecen adheridos a los adoquines de su casco antiguo los rastros del vientre frío y viscoso de aquel sapo.

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