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No lo diremos del todo

No lo diremos del todo

El más bello y el más triste

Casi coincidiendo con el octogésimo aniversario de la publicación de Le Petit Prince, me encuentro al reordenar mi biblioteca con una vieja edición mexicana —viene con el sello de la editorial Palabra y está datada en 1992— que no recuerdo cómo llegó a mis manos. Como todos los libros que marcan de uno u otro modo a varias generaciones de lectores, hay quienes recuerdan la novela de Saint-Exupéry como uno de los hitos insoslayables de su educación sentimental y quienes la contemplan con un desdén o una condescendencia que provienen del rechazo a posteriori o de la incapacidad para encontrar en sus páginas nada medianamente memorable. Yo pertenezco al primer grupo, o al menos debo reconocer que lo recuerdo con cariño. Hace mucho que no lo leo y no sé si lo volveré a hacer, pero al tropezármelo en este trance en el que llevo ocupado ya unos cuantos días me he detenido en algún que otro capítulo y compruebo que aún me siguen emocionando su principio y su final, más ahora que la curiosidad me lleva a indagar en lo que se refiere al primero. Como todos los libros, Le Petit Prince es hijo de su época. Vio la luz en 1943 en la editorial estadounidense Reynal & Hitchcock, que lo publicó en inglés y en francés porque las circunstancias del momento, con el mundo desangrándose en la Segunda Guerra Mundial y las tierras francesas ocupadas por los nazis, imposibilitaban su impresión en el país natal de su autor. Cuando el conflicto llegó a su fin y Gallimard pudo sacar la que se convertiría en su edición canónica, hacía un año que Saint-Exupéry había desaparecido en aquel accidente aéreo que sepultó sus huesos en algún punto indeterminado del Mediterráneo. Aunque en más de una ocasión había leído y rememorado la dedicatoria que precede a la narración, nunca me había hecho excesivas preguntas a propósito de ese León Werth cuyas penurias se mencionan en ella muy de pasada. He descubierto ahora que se trataba de un escritor surrealista, veintidós años mayor que Exupéry, a quien éste consideró siempre uno de sus grandes amigos pese a las más que probables divergencias ideológicas —el uno era aristócrata y el otro anarquista—, y que por los años en que se escribía Le Petit Prince andaba medio refugiado en la región del Jura, próxima a Suiza, donde efectivamente sufrió la soledad, y el hambre, y el frío. El libro concluye con el dibujo esquemático de una parcela del desierto, dos dunas incompletas sobre las que titila una estrella, «el paisaje más bello y más triste del mundo», el escenario donde el principito se manifestó ante los ojos del narrador, y donde desapareció tras relatar la historia de su vida. Quizá Le Petit Prince, escrita en pleno escarnio bélico, no pretenda ser más que eso: el recordatorio de que la belleza aparece y desaparece, brilla y se esfuma luego, y no podemos hacer otra cosa que buscar refugio en su recuerdo, sentirnos privilegiados por haberla tenido alguna vez, aunque fuera durante un tiempo breve, al alcance de la mano; una historia hermosa y limpia, un consuelo en una época propensa a la barbarie. Contra todo pronóstico, pese al hambre y pese al frío, Léon Werth sobrevivió a Saint-Exupéry, y sintió su ausencia durante el resto de su vida. «La paz, sin él, no es enteramente la paz», dijo cuando cesaron los disparos y las bombas, pero no volvieron las conversaciones con su viejo amigo. El mundo pretendía ser de nuevo un lugar bello, pero para él iba a ser ya para siempre un lugar triste.

Lo que queremos decir 

"Escribir un libro es muy difícil, pero en ocasiones pienso que es más complicado aún averiguar qué está contando el libro que escribimos"

«Escribir un libro es muy difícil», dice mientras vamos de retirada, poco antes de que nos despidamos de Juan a las puertas del parking en el que ha dejado el coche y prosigamos el camino hasta nuestros aposentos respectivos. Hemos venido hablando del tiempo que ocupa la escritura, de las dudas que acechan al inicio o al final de cada párrafo, de esa incertidumbre que sobreviene cuando damos por terminado aquello que parecía no acabar nunca e inevitablemente nos preguntamos si el resultado da la talla de nuestras propias expectativas. Al día siguiente, me escribe Álvaro Colomer para preguntarme si mi novela inminente aborda el tema de la muerte y la cuestión me toma unos minutos en los que no sé bien qué responderle, porque podría decir que sí del mismo modo que podría decir que no, y tardo un rato en decidir que, a la hora de la verdad, es más no que sí. «No me seas repipi», me responde cuando le hago notar, medio en broma, que en el fondo todas las novelas hablan, de un modo u otro, de la muerte. Escribir un libro es muy difícil, pero en ocasiones pienso que es más complicado aún averiguar qué está contando el libro que escribimos. En realidad, rara vez sabe uno qué pretende decir exactamente cuando escribe. Puede resumir la historia que se decide a contar, si es que hay una historia, y eferirse por extenso a la trama o a los personajes, a los giros argumentales, sin que eso signifique que sea consciente de lo que se oculta en el trasfondo, de las razones que un día lo movieron a engarzar palabras hasta ir componiendo poco a poco durante semanas, meses, años, lo que finalmente se imprime y se encuaderna y desembarca en las librerías. Tal vez el verdadero motor de la literatura sea ése: la ignorancia de las propias pretensiones, esa sensación de que tratamos de buscar constantemente la formulación más adecuada para una pregunta cuya entraña ni siquiera sabemos discernir, la certeza de que avanzamos por un camino sin más herramienta que la brújula de una intuición que no sabe acertar siempre, la resignación ante la sospecha de que si seguimos escribiendo es justamente porque no terminamos de saber en qué consiste exactamente lo que queremos decir, porque secretamente asumimos que, por mucho que lo intentemos, no lo llegaremos a decir del todo nunca.

La complicidad indeseada

"Escuché por primera vez el nombre de José Luis Martín Vigil cuando comencé a estudiar en Salamanca. Nadie lo leía ya entonces, o lo hacía muy poca gente"

Escuché por primera vez el nombre de José Luis Martín Vigil cuando comencé a estudiar en Salamanca. Nadie lo leía ya entonces, o lo hacía muy poca gente, y jamás había encontrado su nombre en los anaqueles de librería alguna ni en las estanterías de las bibliotecas a las que acudía ocasionalmente. Tampoco nos habían hablado de él en el bachillerato y desde luego no lo había visto nunca en la televisión ni aparecía en las revistas culturales que comenzaba a ojear asiduamente en aquellos años. De ahí que me sorprendiera su aparición en boca de un compañero de la facultad, un chaval procedente de Valladolid que aseguraba mantener una relación fluida con aquel escritor que, al parecer, era o había sido cura y cuya obra llegó a conocer, en unos tiempos que entonces aún no quedaban tan lejos como ahora, un éxito arrollador y sostenido a lo largo de una o dos décadas. Habían establecido contacto unos años atrás, cuando mi compañero de estudios era un niño o un adolescente y se vio deslumbrado por una de sus novelas, cuyo título no sé si llegó a decirme. Descubrió que su autor hacía constar en las páginas finales una dirección postal para que le escribieran aquellas personas que se habían sentido concernidas por su obra, y él lo hizo. Comenzaron de ese modo una correspondencia que llegó a propiciar encuentros recurrentes cada vez que este chico iba de visita a Madrid, costumbre que mantenía por los tiempos en que yo lo conocí y que no sé si conservó luego, porque enseguida le perdí la pista y no he vuelto a coincidir nunca con él. Al parecer, hace unas semanas —yo me encontraba en Italia y apenas prestaba atención a las redes sociales ni a la prensa española, de ahí que sólo me haya enterado ahora que ha caído en mis manos un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre el tema— se levantó una tibia polvareda a raíz de una información en la que Íñigo Domínguez contaba que un puñado de personas han denunciado una serie de abusos sexuales que Martín Vigil les habría infligido aprovechando esa mezcla de complicidad espiritual y superioridad intelectual que tanto juego da a los sacerdotes. Igual que aquel compañero de estudios, también ellos se habían dejado fascinar por su prosa y habían escrito a las señas que él mismo facilitaba en sus libros; también en esos casos se habían iniciado relaciones epistolares que dieron pie a visitas privadas en las que el ídolo habría dejado ver sus pies de barro, aprovechando la admiración que le tributaban sus jóvenes seguidores para forzarlos a asomarse a oscuridades que preferirían no haber conocido nunca. Se da en este asunto una coincidencia pintoresca, porque el padre de Íñigo Domínguez fue mi profesor de redacción periodística el mismo curso en que supe de la existencia de Martín Vigil, pero lo que prima es el estremecimiento. No creo que mi antiguo conocido hubiese sufrido ninguna clase de abuso —no lo dio a entender jamás, no parecía aquejado de trauma alguno, la diferencia de edad era más que notable entre ambos y las veces que se refería a él lo hacía oscilando entre la jovialidad y la ternura—, pero justamente por eso asusta el modo en que, sin querer, nos convertimos en cómplices indirectos de las monstruosidades ajenas, de fechorías que no sabemos ver mientras ocurren y que padecen personas desconocidas cuyos sufrimientos ignoramos. Me he acordado de él ahora que he leído en El País el artículo de Antonio, y me he preguntado si en estos días él se habrá sentido concernido sin razón, si habrá lamentado su connivencia con quien fue grata compañía para él y pesadilla recurrente para otros, si se estará reprochando no haber visto lo que tampoco estaba en condiciones de ver, si no habrá cargado sobre su espalda la mochila pesada de una culpa que no le corresponde.

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