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Elizabeth Hardwick, una voz propia siempre actual  

Elizabeth Hardwick, una voz propia siempre actual   

Decía Elizabeth Hardwick, la escritora, crítica, novelista, ensayista y cofundadora en 1963 del The New York Times Book Review junto al que fue su marido, el trastornado poeta Robert Lowell, que el mayor regalo, el mayor don, era la pasión por la lectura, porque «al leer libros y planear escribir sobre ellos, o tal vez simplemente al leer ciertos libros, comienzas a ver todo tipo de cosas no expresadas del todo, a hacer conexiones, a veces a sentir que has descubierto o sentido ciertas cosas en el pasado. (…) Es una especie de lectura creativa o “poseída”», reconoció en una entrevista para The Paris Review. Y en efecto, toda lectura, del género o tipo que sea, aporta a quien se asome a ese batiburrillo de palabras, de expresiones, de citas, de crítica y renovada visión, un nuevo punto de partida, una nueva forma de apreciar las obras desde otro ángulo y prisma, como es lógico, pues de ello depende el contrato tácito entre el escritor y el lector. A Elizabeth Hardwick, nacida en Kentucky en julio de 1916, y estudiante de la reputada Universidad de Columbia, se la venera tanto como se la respeta, precisamente por su capacidad de análisis, de meterse bajo el fino manto con el que se suele recubrir a las personas y a los personajes. Y esa era precisamente su fascinación: analizarlos. Someterlos a examen con una mirada tan emocional como crítica, dejarse seducir y poseer por ellos y por los autores que los crearon. Hacerse preguntas sobre su origen, sus acciones y decisiones, sus arrebatos, sus fatalidades, sus virtudes y defectos, y, sobre todo, sus destinos truncados. Las Brönte, Sylvia Plath, Zelda Fitzgerald, Virginia Woolf, Jane Carlyle o Dorothy Wordsworth, e incluso algunos de los personajes femeninos más profundos e interesantes de Ibsen como lo son Nora Helmer, Hedda Gabler o Rebecca West, ¿estaban predestinadas a acabar así, a no tener una vida plena, a luchar contra los estigmas sociales propios de su época? ¿Tan difícil y complejo es ser mujer; cuál es el precio a pagar por haber nacido como tal? En un intento por responder a estas cuestiones, Hardwick pone el foco en todas ellas, heroínas a su manera; en las mujeres y la literatura, como reza el subtítulo del tercer libro que publicó en 1974: Seducción y traición, y que ha rescatado y situado en novedades la Editorial Navona con la traducción de Rebeca García Nieto. «No estás escribiendo un ensayo para dar un resumen de las tramas. Eliges escribir porque crees que tienes algo nuevo que decir sobre un tema. (…) Quizás sea cierto que al leer ciertas obras, no todas, a veces entro en una especie de estado alucinatorio y creo ver corrientes subterráneas y luz en lugares oscuros sobre las emociones y acciones imaginadas. Esto me estimula a menudo a escribir, especialmente sobre novelas», afirmó la autora estadounidense en la misma entrevista citada unas líneas más arriba. Y es que el ensayo de Hardwick no puede estar más al día, como suele pasar con la opinión de aquellos críticos que desafían no sólo a la crítica establecida, o a la teoría crítica, que a veces peca de imponer un único juicio u opinión, sino que, para mayor valía, su criterio, por suerte para nosotros, se mantiene tan exigente y provocador como el primer día. A este respecto, Deborah Levy lo tuvo claro cuando expresó que Hardwick «nunca deja que la teoría literaria se interponga en el camino de las corrientes de la vida que soplan en la escritura misma». Y menos aún cuando se aborda lo universal y lo humano, como sucede en el momento que se habla del amor, del sexo, la seducción y la traición. Cuatro partes de un todo tan volubles como imprevisibles que moldean y modifican la naturaleza humana trastocándola y transformándola, a veces, de una manera encarnizada y despiadada, pues los instintos, en tales escenarios, se apropian de los pensamientos y de la razón nublando el discernimiento; desdibujando la línea que separa lo lícito de lo ilícito. ¿Dónde está el bien, dónde el mal? ¿Hasta dónde se puede llegar, quién dictamina el límite: uno mismo, o los demás, o la sociedad? ¿Cuanto mayor es el impedimento, mayor es, por tanto, el empeño? Por lo general, llegados a semejante encrucijada, las reglas estrictas del juego —de haberlas— suelen desaparecer con la rapidez con la que lo hacen los sistemas y doctrinas que intentan inútilmente determinar, contener e incluso controlar, el comportamiento humano que, mirando por sí, sólo obedecerá a su propia deriva.

"¿En qué consiste la seducción y la traición, el amor y el sexo en la literatura y en la vida?"

¿En qué consiste la seducción y la traición, el amor y el sexo en la literatura y en la vida? ¿Cuáles son los motivos que promueven la humillación y la desatención, justificando así cierta lucha de clases y de género? ¿Cuáles, las razones que empujan al hombre y a la mujer a dejarse imbuir por la espiral del engaño, el secretismo o la clandestinidad de una serie de encuentros ardientes y, al mismo tiempo, fraudulentos, donde se quebrantan las leyes morales y, sin embargo, en contraposición, las leyes físicas y de atracción no hacen sino potenciarse? El compromiso, la responsabilidad, la lealtad…no son fáciles de respetar. Y quizá, conmovidos por una perfección o un saber estar demasiado estricto y severo, los hombres y mujeres se ven, como alternativa, como canto a la libertad, abocados a un desenfreno sin igual y están más que dispuestos a experimentarlo; frente a la rigidez, optan por la flexibilidad.  Y entonces, para bien o para mal, se libra una especie de batalla campal en la que toda herida está permitida, sea ésta física o espiritual. Puede haber sangre, o no haberla; puede haber laceraciones, o no haberlas, pero lo que siempre habrá será esa profunda consideración por haber cruzado una línea que nadie especificó en qué momento ni bajo qué circunstancias estaba permitido sobrepasarla. «Lo ‘ilícito’, como Richard Palmer Blackmur escribe en su extraordinario ensayo sobre Madame Bovary, y su identificación con lo romántico, lo bello y lo interesante, se sitúa en el mismo centro de la acción dramática en la novela como género. “Cuanto más decente es la sociedad, cuanto más burguesa, (…) más universal es la tentación por lo ilícito per se, y más fuerte el impulso a identificarlo, si no con la vida misma, al menos con la belleza de la vida”», señala Hardwick.

"La moralidad no tiene por qué existir en la ficción. La ficción, no hay que olvidar, es invención, engaño, fantasía al servicio de la realidad"

Ocurre con las sociedades decentes, como expresó Blackmur, puritanas, ortodoxas e incluso las tachadas de retrógradas que despiertan un ímpetu e instinto liberador difícil de moderar y atenuar en los creadores y escritores, independientemente de los tiempos que corran, y que acaba viéndose —por una cuestión de principios— reflejada también en su literatura. Una respuesta humana que emerge desde las entrañas como un grito ahogado, al no poder pronunciarlo a viva voz por cuestiones de censura o de género, y se sirven del papel, de la página en blanco y de la ficción, para, si no neutralizar, al menos enfrentarse y oponerse al pensamiento único impuesto por la sociedad. De ese modo se sirvieron las Brönte, y también Ibsen, con el fin de contrarrestar la «hipocresía provinciana», la «estrechez de miras», el «matrimonio burgués» o las «manchas hereditarias»; los prejuicios y las normas de conducta a las que, en sendos casos, las mujeres debían amoldarse y adaptarse. Ejemplos de la fragilidad física y mental que padecieron, o el romanticismo desproporcionado que erróneamente concibieron como idílico y apropiado bien puede leerse en Agnes Grey, Jane Eyre o Cumbres borrascosas (entre otras). Y aun así, tanto ellas como Ibsen con “sus mujeres”, pusieron el dedo en la llaga destapando por medio de sus obras y de sus personajes los tabúes que no hacían sino incrementar esas ansias de libertad que reclaman los sentimientos y las emociones más intensas, aunque fueran en contra de lo que puede considerarse «moral». La moralidad no tiene por qué existir en la ficción. La ficción, no hay que olvidar, es invención, engaño, fantasía al servicio de la realidad. Con ella no se intenta moralizar ni aleccionar al lector, sino presentarle, mostrarle, una serie de personajes a quienes observar, estudiar y comprender. Que no tienen por qué ser un ejemplo ni un modelo. Que actúan y gozan de una vida y libertad propia fuera de la realidad del espectador, pero dentro de un mundo creado sólo y exclusivamente por y para ellos, donde hacen y deshacen a su antojo. Donde, si tienen que huir y abandonar el entorno familiar para encontrarse, para saber cuál es su verdadera identidad y reconocerse en ella,  para saber, en definitiva, quiénes son, lo harán; donde, si nacieron déspotas y cínicos, lo serán hasta sus últimas consecuencias, aunque para ello acaben no sólo con su vida, sino también con la de los demás; donde, tratándose de algo tan volátil y fluctuante como es el amor, la seducción, el sexo y la traición, pese a las dudas internas, primará el anhelo de acometer un homicidio sentimental en toda regla. Tal y como acontece en Casa de muñecas, Hedda Gabler o La casa de Rosmer.

"El revisionismo de Hardwick nunca ha sido superficial. Más bien al contrario, y por ello continúa siendo actual"

La mirada de la autora de Noches insomnes e Historias de Nueva York en este conjunto de ensayos es certera y minuciosa no sólo en lo concerniente a la ambivalencia del ser humano proyectado en una serie de personajes, sino también en los casos biográficos de tres autoras (Zelda, Plath y Woolf) a quienes Hardwick concentra bajo un título que habla por sí solo: vencedores y vencidos. Cualquiera que se haya aproximado a las vidas de esta tríada condenada, habrá llegado a la conclusión de que, si ellas fueron las vencidas, los vencedores fueron, por el contrario, sus maridos, y todos aquellos incapaces de entender, menos aún interpretar, lo que sucedía en sus delicadas mentes. Suele decirse que a las mujeres hay que amarlas, no comprenderlas. Pero si se hubiese hecho un poco más por evitar dicha incomprensión, el destino de las tres escritoras, posiblemente, hubiera sido otro. Quizá, de haber tenido un baluarte más robusto y consiste, habrían luchado de un modo más propicio contra los monstruos y pesadillas que con mayor inquina se instalaron en su personalidad y forma de ser. En ellas, se hace evidente lo que el personaje de Bernard en Las Olas de Woolf llega a afirmar, y es que «no soy uno y simple, sino muchos y complejo». Zelda Fitzgerald, Sylvia Plath y Virginia Woolf fueron tres grandes mujeres, inteligentes y talentosas que hoy por hoy, ocupan el lugar que, en su día, se les procuró negar —sobre todo a Zelda—. Y aunque acabaran siendo vencidas, su historia demuestra que hicieron lo posible por salir lo más airosas y vencedoras posible. Hicieron lo que pudieron. Se esforzaron y pelearon y, aun así, el coste y colofón final fue, trágicamente, acabar con su vida. No como Dorothy Wordsworth y Jane Carlyle, quienes, teniendo casi a todo su favor, se conformaron y quedaron a medio camino, inmersas en la rutina y lo cotidiano, sujetas a sus labores domésticas sin arriesgar demasiado. Podrían haber sido lo que hubiesen querido o se hubiesen empeñado en ser, pero desistieron demasiado pronto o, sencillamente, no se aplicaron con la suficiente vehemencia para, si no destacar, al menos construirse un futuro acorde a su posición e intelecto. Gozaban de las herramientas básicas para labrarse una vida y una profesión literaria, pero se autocensuraron y anularon con demasiada presteza como para concederse un atractivo, sugestivo y próspero condicional: ‘y si…’ lo suficientemente duradero como para demostrarse a sí mismas de lo que eran capaces.

El revisionismo de Hardwick nunca ha sido superficial. Más bien al contrario, y por ello continúa siendo actual. Interpretó las corrientes y la deriva de la vida con la exactitud, la verdad y la honestidad que ella misma experimentó. Tenía algo que decir, algo que aportar y por eso no dejó de escribir ni de compartir su opinión, aunque escociera. Poco importaba que su referente, en el fondo, fuese nada más y nada menos que su particular ejemplo pues, a pesar de ello, supo cómo y hasta qué punto desdoblarse y llegar al abismo y oscuridad de los sentimientos y emociones de los casos reales y las ficciones para ofrecer una nueva corriente de crítica y de análisis. Una voz única, una mirada original. Y, si acaso, lo más difícil de lograr, un nombre propio: el suyo, Elizabeth Hardwick.

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