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José Hierro, o la complejidad de lo sencillo

José Hierro, o la complejidad de lo sencillo

Qué complejo es ser sencillo, y qué sencillo el complicarse. Por ello habría que hacer más caso a lo que proponía José Hierro del RealPepe, para los amigos—, fallecido hoy hace veintiún años: olvídate de complicaciones y cursilerías, y habla y escribe y vive acorde a la sencillez, acorde a la realidad, acorde a la verdad. Porque sin sencillez, sin un atisbo de realidad ni de verdad, no habría ni existiría, por otro lado, la poesía. ¿Y qué es la poesía, o cómo debiera ser? Según Juan Ramón Jiménez, «la poesía es como la amante ideal y real que no se deja coger del todo y así permanece eterna». Según Pepe, la poesía era y debía ser como la concebía el que fuera su nodriza poética, su Maestro, Gerardo Diego, que le reveló un nuevo universo; que le enseñó la importancia de la técnica, sin olvidar que el poeta debe estar al servicio de su sensibilidad; sin olvidar que, sin sensibilidad, la poesía no sólo es vaga, sino también superficial. Puede ser bella, estar bien escrita, pero sin emoción la poesía carece de Vida, de ese todo que a veces da la impresión de no ser nada; de ese nada que, otras, lo es todo. Jamás puede desligarse la vida de la poesía, ni la poesía de la vida, por muy sencillas o complejas que parezcan.

«Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo,
supe que todo no era más que nada.

Grito: ‘¡todo!’, y el eco dice ‘¡nada!’.
Grito: ‘¡nada’!, y el eco dice ‘¡todo!’.
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada. 

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada). 

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada».

"Pepe educó su corazón con la suficiente tenacidad y perseverancia como para convertirlo en sinónimo de perdón"

Este poema lo recitó en muchas ocasiones, y cuando lo hacía el público enmudecía. Ese hombre de aspecto rudo, de boxeador retirado, de pirata mongol, cuando hablaba no sólo expresaba, sino que cantaba. Era música lo que entonaba. Era él, el Caballero de otoño que «Nos habla con palabras graves / y se desprenden al hablar / de su cabeza secas hojas / que en el viento vienen y van», y al callar y marchar, deja a los demás con ganas de llorar. Y hay que tener el corazón muy grande y noble para no albergar en él un ápice de rencor ni de venganza. De odio profundamente sentido y enquistado tras haber sido encarcelado y condenado con apenas diecisiete años por un delito de auxilio a la rebelión. Qué daño hicieron y cuántas injusticias se cometieron bajo esas palabras. Pepe lo sabía y, aun así, educó su corazón con la suficiente tenacidad y perseverancia como para convertirlo en sinónimo de perdón. “De nada sirve el rencor”, se decía. Lo que había que destacar, poner en valor, era la Alegría aunque para llegar a ella, para alcanzarla y descubrirla, antes había que experimentar y conocer el dolor, y de esta forma lo expresó: «Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía». Pues “es la experiencia la que nos hace. Lo que sucede es que ante un hecho más o menos dramático puede haber dos actitudes: una, complacerse en aquello, otra, intentar superarlo”, afirmó. Y pasó mucho tiempo, cuatro años en concreto de cárcel en cárcel, sintiendo, encogido en posición fetal sobre su lecho, cómo lloraban las paredes de piedra fría y gris «como el casco / que tú llevabas a la guerra» al oír los sollozos y la desesperación de los presos, sus compañeros, sus hermanos de otras celdas. Para ellos y para todo aquel que se acongoja, se aprisiona y se esconde tras sus verjas, compuso la Canción de cuna para dormir a un preso. Para decirle al hombre que no es hombre, sino «un niño que no sueña», «que está serio. / Perdió su risa y no la encuentra», y que a su alma y a su espíritu, aun en las peores circunstancias, jamás ha de ponerle límites ni rejas. Y con esos versos y el conjunto de poemas que plasmó en la Quinta del 42, José Hierro cerró una etapa personal en la que su poesía, además de social, fue, principalmente, comprometida.

"Poco importaba de dónde vinieras, pues Pepe abría las puertas de su casa a todo el que llamara en busca de camaradería, de ayuda, de risas"

José Hierro era, es, si se siente su presencia cerca, si se escucha con atención su risa franca, si se emula, aunque sea un poco, la humildad que él mostraba, si se toma, en definitiva, como referente y como ejemplo, el poeta de todos. Un modelo poético, pero aún más humano, imagen cabal de honestidad. El padre, abuelo y marido que hacía paellas para sus familiares y amigos en Nayagua, la finca que construyó y bautizó de esa manera por la gracia que le producía el nombre casi inca casi azteca. Poco importaba de dónde vinieras, pues Pepe abría las puertas de su casa a todo el que llamara en busca de camaradería, de ayuda, de risas, o, sencillamente, para mantener una conversación literaria donde, por encima de todo, reinara el arte en cualquiera de sus manifestaciones. Pepe era inteligente, audaz, cercano, creativo, vivaracho, trabajador incansable, esclavo libre, amante de la vida; un seductor del verso, un esteta consciente del poder persuasivo y cauterizador de las palabras; era el instante y el presente concentrado en pura emoción. No escribía ni leía para él, pues desechaba la vanidad y el regocijo personal, sino para los demás. Tampoco concebía la idea de que el poeta, o el artista, ocultase su obra negándose por dentro y prohibiendo a futuros lectores un posible alumbramiento que sirviera de inspiración. De ahí su declaración de intenciones en Cuanto sé de mí, que incluía el Réquiem dedicado a Manuel del Río, concebido «objetivamente, sin vuelo / en el verso. Objetivamente» con el que estuvo a punto de llorar. Y por eso componía sus versos y pintaba sus cuadros a la vista de todos, ya fuera en Los Ríos o en La Moderna, los bares que no eran tales, sino, más bien, sus oficinas. Huía de casa, pero no del cigarrillo en la mano —seña de identidad— ni del vino —fuera éste servido, o cuidado, vendimiado, prensado y fermentado por él mismo—. Era Pepe de naturaleza pareja a esos otros versos de Miguel Hernández cuando escribió en Guerra aquello de que «el mar tiene sed y tiene / sed de ser agua la tierra». Madrid era su tierra, pero el mar, su mar, era Santander. Le resultaba imposible desprenderse de ese cantábrico —que podía ser manso y bravo como el ser humano— al que quiso componerle una Llegada «Cuando salí de ti, a mí mismo / me prometí que volvería»; un Recuerdo que «como lluvia fresca, / moja mi frente. / Si ahora volviera a recorrer tu orilla, / si ahora en tu cuerpo me volcara todo, / si ahora tu cuerpo le prestara al mío / frescos harapos (…) / Todo sería nuevamente hermoso, / aunque tu garra me arañase el cuerpo, / aunque al tornar tuvieran tus mañanas / soles más negros»; y, lo más doloroso, una Despedida:

«¡Y que ahora tenga que dejarte
para emprender otro camino!…
Por más que intente al despedirme
llevar tu imagen, mar, conmigo;
por más que quiera traspasarte,
fijarte, exacto, en mis sentidos;
por más que busque tus cadenas
para negarme a mi destino,
yo sé que pronto estará rota
tu malla gris de tenues hilos.
Nunca jamás volveré a verte
con estos ojos que hoy te miro».

Precisamente dos de esos tres poemas quedaron recogidos en Tierra sin nosotros. Y una vez más, como es lógico, la tierra y el mar convergían en él y en su poesía.

"Y este renovado José Hierro, que no sólo contemplaba el mundo, sino que sentía en sus entrañas cómo vivía, vibraba, latía, volvió a tirar de pluma a la hora de componer Cuaderno de Nueva York"

Sin previo aviso, el hombre que tenía «estrellas en la frente» y obtuvo El pasaporte «una orden de libertad / que llegó veinte años tarde», silenció su musa considerando que no tenía nada que decir, nada más que añadir. El tiempo, fuese mucho o poco, representaba para él la alta y profunda poesía, así que optó por ser prudente, y aguardar a que ésta le llamara, que acudiera a él desde dentro, no desde fuera. «Ocurre, sin embargo, que la poesía es una caja fuerte cuya combinación desconocemos. Se abre desde dentro, cuando ella, y nada más que ella, quiere. El poeta ha de resignarse a acatar sus decisiones, porque la poesía ve más que el pobre pararrayos celeste. Si ella no irrumpe, de nada sirve la herramienta del poeta: la inteligencia», le escribió a Neruda cuando intentaba superar el mutismo que le provocó su última publicación: el Libro de las alucinaciones. Y tras veintisiete años de hermetismo poético retomó su Agenda con Cinco cabezas, con Lope. La noche. Marta, con La Casa, con Dos madrigales para nietas; con Don Quijote y Antonio Machado acompañándole desde el otro lado. Y este renovado José Hierro, que no sólo contemplaba el mundo, sino que sentía en sus entrañas cómo vivía, vibraba, latía, volvió a tirar de pluma, ingeniería e imaginación a la hora de componer Cuaderno de Nueva York, donde recurrió a la espiral, que es el laberinto de la vida, llena de luces y de sombras; de recovecos, pliegues y esquinas, que conforma y construye toda una biografía, un modo de pensar, un modo de sentir, un modo de actuar. Posee este cuaderno americano el sabor del «último whisky» bebido en el Kiss Bar, y «la última margarita en Santa Fe»; el ritmo que, a veces, va A contratiempo, y otras, al compás de una oración, un adagio o un Villancico en Central Park. Y representa, en su totalidad, el testimonio vivo de templanza de quien, ya mayor, anhela irse como llegó: sin agonía; de quien siente caer el sol en su alma; de quien no teme la muerte, pero sí ver cómo el fin se aproxima.

Es el legado, la biografía y obra de José Hierro del Real, galardonado con el Adonáis, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Nacional de las Letras o el Cervantes, entre otros, que rechazó el sillón que le ofreció la Academia pese a ostentar como nadie esa G, de Genio, Genialidad, Gracia, Gallardía o Gentileza, demasiado vasto como para resumirlo en estas líneas. Y, aun así, sirva esta efeméride para poner de relieve lo que el poeta enseñó a sus hijos:

«Os enseñé muy pocas cosas.
(Se hacen proyectos…, se imagina…, se sueña…
La realidad es diferente.) Pocas cosas
os enseñé: a adorar el mar;
a sentir la alegría de ver vivir a un animal minúsculo;
a interpretar las palabras del viento;
a conocer los árboles no por sus frutos:
por sus hojas y por su rumor;
a respetar a los que dejan
su soledad en unos versos, unos colores, unas notas
o tantas otras formas de locura admirable;
a los que se equivocan con el alma.
Os enseñé también a odiar
a la crueldad, a la avaricia,
a lo que es falso y feo, a las flores de plástico.
(…)
Tarde se aprende lo sencillo».

Qué complejo es ser sencillo, y qué sencillo el complicarse. Hagamos, pues, como Pepe: rechacemos las complicaciones, aprendamos cuanto antes lo sencillo.

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Cristina Pereda
Cristina Pereda
4 meses hace

Excelente y detallada descripción de Pepe Hierro, grande entre los grandes.