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En el corazón de la lluvia, de Milagros Frías

En el corazón de la lluvia, de Milagros Frías

En el corazón de la lluvia (Algaida) narra una historia arrebatadora con giros insospechados, personajes inolvidables y situaciones tan familiares como sorprendentes. Una realidad inesperada se oculta en el envés de ese mundo cambiante de nuestros días, con sus dificultades para conseguir un empleo satisfactorio o encontrar una pareja duradera; en definitiva, para ser feliz. Su autora, Milagros Frías, nació en Jerez de los Caballeros (Badajoz), es también periodista y con esta novela ha sido ganadora de la última edición del Premio Logroño de Narrativa. En Zenda publicamos las primeras páginas.

 

El perro ladró y le tranquilicé. Luego nada se oyó excepto el rumor de la lluvia que escuchaba en segundo plano con esa concentración autista de los que viven ensimismados en sí mismos. Ajenos al mundo que no a los elementos. Con la consciencia a ras replegada para funcionar en automático.

Las noches claras, la luna era una presencia omnipresente dibujando el arco de las horas. Esa magia que debió de maravillar a los primeros hombres como me maravillaba a mí milenios después. Las noches ciegas, por el contrario, de puro oscuras, remarcaban un vacío que se imponía tan netamente perceptible que acababas haciéndote a él no sin un estremecimiento instintivo que predisponía a saltar a la mínima. Tal como sucedió dejándome helada la sangre.

Un hombre al que no había oído llegar se adivinaba en lo alto sumido en la opacidad incipiente, un bulto sin apenas relieve que se paró en seco cuando intuyó que le había visto. La amenaza se materializaba y no supe bien cómo actuar.

Aunque por mi cabeza pasaron varias posibilidades no encontré motivo alguno que explicara su presencia y menos su silencio. Los pensamientos se superponían. Que entrara sin llamar era clamoroso pues solo quien trae malas
intenciones se cuela. Si mostraba mi inseguridad estaba perdida.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Saltar de cama en cama con gente amable, más joven que yo, me hacía sentir en la flor de la edad. Entrar de lleno en esa etapa que viene tras la adolescencia en la que todos alguna vez hemos querido quedarnos para siempre. La volatilidad de los sentimientos y de los estados de ánimo atizando un fuego que empieza a encenderse cuando no tenemos sobre él el menor control.

Tener esa sensación única de omnipotencia y soberbia, de inocencia e impunidad, fue revivir la universidad, volver a conquistar la libertad que arrebatamos en casa para que dejaran de controlar nuestra vida.

Acababa de cumplir cuarenta años cuando algo cambió y me convertí en una persona distinta. La vida maravillosa que llevaba ya no me pareció la panacea. Hasta entonces, como ya había estado casada y me había divorciado, si algo sabía era que no volvería a repetir. A partir de ahí las relaciones no me agobiaron lo más mínimo. Duraban lo que tenían que durar y eso mismo hacía que hombres que no querían comprometerse encontraran en mí la pareja ideal. Sin perdurabilidad, sin fidelidad, sin medias tintas.

El grupo de amigas era variopinto. Edades, profesiones, estatus familiar bien diferentes y un nexo común, éramos extranjeras en un país oriental. Hostil el idioma, la sociedad, la cultura. Salíamos juntas y los hombres de mi edad preferían a las más jóvenes mientras yo acaba con chicos que no llegaban a treinta. Era como si el orden de las cosas se hubiera invertido y la inversión satisficiera a todos. Confieso que me frustraba no congeniar con los de mi generación sin embargo, contra el recelo inicial, las relaciones sentimentales fueron más satisfactorias que antes. Más, incluso, que en los tiempos gloriosos de la despreocupación como bandera y lema.

Había aprendido a decir que no. También en el trabajo sin la antigua disposición a ocuparme de todas las tareas adjudicadas me correspondieran o no.

Cuando la empresa me propuso un nuevo proyecto en otro país del área, de entrada, no acepté. Si cumplía cincuenta en aquellas latitudes volver sería imposible. No me apetecía el traslado, la búsqueda de casa, de amigos, de amores, de ocio, de vida. Dejar a Bernard, Achille y Gustavo, mis tres queridos amigos, me entristeció tanto que a punto estuve de escuchar los cantos de sirena cuando por turnos me ofrecieron vivir con ellos hasta encontrar algo alternativo.

Fue a Bernard a quien se le ocurrió que regentara una tienda de vinos y acepté. Su familia tenía negocios vitivinícolas y eso facilitaba las cosas. Entonces contradictoriamente empezó la mejor etapa de mi vida desde que tengo uso de razón.

Desgraciadamente esas etapas maravillosas vienen con fecha de caducidad y, tras unos meses, él conoció al amor de su vida y yo me aburrí de estar al frente de un negocio que no requería más desgaste que conseguir que los clientes volvieran. No necesitaba estar a tantos kilómetros para desempeñar una tarea tan sencilla y repetitiva. Por ese dinero bien podía buscar trabajo en Madrid a ser posible.

Y eso hacía desde hacía un año en la distancia, sin resultados ni en España ni en otras ciudades europeas. Entonces decidí volver.

Como cobarde no soy cogí el coche y me dispuse a buscar sobre el terreno una ciudad intermedia, incluso un pueblo grande me podía valer. Sueldo bajo, ciudad barata es igual que sueldo alto y ciudad prohibitiva.

Salí una mañana cualquiera de un día cualquiera. Uno de esos días en los que nada más levantarme en el desayuno las horas vacías que se aproximaban me dieron terror o pavor o me desquiciaron.

Sencillamente.

Hice un equipaje mínimo y tal cual estaba dejé la casa. Cerré las ventanas, bajé las persianas y antes de salir, con la puerta del apartamento abierta, me detuve a escuchar el silencio a mi espalda.

Recordé la despedida de Achille deliciosamente triste con un último encuentro plagado de recuerdos de cuando nos conocimos, recuerdos táctiles, de emociones primeras y risas nerviosas. También de su casa salí dejando que el silencio y la oscuridad se instalaran sin dar lugar a volverme.

Gustavo fue más expeditivo pero eso no hizo más fácil el adiós. Ser compatriota tiene la virtud de compartir código de conducta y eso facilita el entendimiento dure el tiempo que dure. Sin Achille ni Bernard nuestra unión puede que se hubiera consolidado. Puede. Aunque le llevara trece años, uno más que al italiano y tres menos que al francés, Gustavo interpeló a la adolescente que incubaba bajo mi desapego de mujer mundana y me instó a seguir mi instinto sin engañarme con la vuelta a una país como el nuestro, siempre lo llamábamos así, con tan pocas oportunidades para quienes no se integran laboralmente desde el principio.

Me pidió que me quedara. Que lleváramos una existencia sin compromisos pero conjunta, que abriera otra tienda a mi nombre de vinos españoles para que las ganancias fueran íntegras a mi bolsillo. Besarle apasionadamente fue la única manera que encontré de decirle que no a todo. A la tienda, a la permanencia y a la relación que me proponía.

Con Bernard me hubiera ido a vivir a una mansarde parisina y no me hubiera importado compartir mendicidad si era lo que tocaba. Dicen que los franceses en el amor se llevan la palma. Bernard hacía honor al tópico. Acostarse con él era gozoso y divertido, delicioso y banal.

Empecé a circular sin saber a donde iba. El navegador apagado. El norte podría ser una opción. Hay menos paro, me dije, así que enfilé la primera salida que apareció. La de la N-VI. Me desvié a Valladolid y en coche recorrí la ciudad, lo mismo hice en León y al final me decanté por Galicia.

La carretera me fue templando. Encontraría la manera de mantenerme, seguro. No soy dada al lujo y trabajar me gusta.

Dejé que el paisaje entrara en mi cabeza y en la imaginación, que la mirada vagara hasta encontrar la manera de ir apagando lo que había sido mi vida hasta ese instante, antes de inaugurar la memoria de otros acontecimientos que engrosarían mi bagaje personal en adelante.

Noté que me liberaba de la presión de los últimos meses. Que algo en mi interior se recomponía a la vez que otra parte de mí se descomponía, definitivamente. A mayores, como la dicha nunca es completa, un malestar físico generalizado me invadió a medida que los kilómetros vaciaban el depósito del coche.

Con la reserva a punto de encenderse estuve pendiente de posibles sitios para repostar y hacer una pausa, ir al baño y tomar un café. Luego proseguiría ¿Pero hasta dónde? Me pregunté desganada. El azar me guiaría, me respondí convencida de que en algún punto del viaje algo me incitaría a parar. Una aparición celeste, un roble creciendo aislado de la masa forestal, un animal que se cruza y nos hace reparar en un desvío que ni siquiera vimos.

En fin. Que pasara lo que tuviera que pasar. Si no con volverme todo resuelto. Conducir me gusta y este discurrir con el pensamiento en un segundo plano suele resultar de lo más certero. Las reservas mentales desconectadas, los apriorismos y hasta las expectativas desmesuradas que hacen que patinemos por exceso de celo, lo mismo.

Este fue el principio de una vida diametralmente opuesta a la anterior. Yo ya no era la misma. Los cuarenta como antes los treinta y antes los veinte son décadas estancas. Cada una con sus características y por lo poco que llevaba visto de la que iniciaba era definitiva para encarrilar el futuro. Ese futuro que ocupará la mitad de la existencia. Si los ochenta es una edad estándar para morir, la primera parte de la misma atrás quedaba.

De repente, una aparición, al fondo, emergiendo del paisaje, me hizo ralentizar la marcha mientras fijaba la vista, más que en el pueblo, en la mancha cromática, gris el cielo, grises los tejados, apabullante el follaje que por doquier brotaba sumiendo la realidad en una especie de espejismo verde oscuro. Estaba ahí y no estaba, me acercaba más y más pero no llegaba.

Algo imperioso me había llamado a parar. Como llaman esos lugares que se pisan por primera vez. La certeza de haber estado antes. Algo familiar en el ambiente que invita a la permanencia. Un bello paraje de espaldas al mar. Un pequeño núcleo urbano, apenas un tramo de casas blancas a ambos lados de la carretera y al fondo, atravesando el puente, una madeja de calles con dos campanarios. Imágenes de puzle, invitación a deshacerlo y montarlo siguiendo la pauta que la mente marque. De fuera a dentro. Sin compromisos adquiridos.

Bordeé el perímetro de un parque, pasé un banco, una farmacia, un bar. Parecía un decorado de película. Pueblo del montón. Gente del montón. Anonimato. Muy despacio lo rebasé sin decidirme a frenar del todo. Hasta que al llegar a la capilla el término municipal se acababa y rebasarlo me obligaría a conducir sabe Dios cuánto.

Desde el coche me pareció que la ermita estaba abierta y bajé. La puerta cedió cuando la empujé y con el impulso avancé unos pasos. El tufo a cerrado, a humedad a algo que picaba en la nariz, polvo, probablemente, resultó intenso.

La bóveda, una concavidad profunda sin la más mínima concesión decorativa, impresionaba.

El altar como la entrada iniciática al otro mundo. Una virgen pequeña y morena rezaba con las manos juntas en el pecho. Era una imagen campesina, esencial e inocente. Los bancos hablaban de tiempos de efervescencia rural ya para siempre periclitados.

Los pasos resonaban mientras me desplazaba de un lado a otro y no segura de que fueran solo míos volvía la cabeza a cada poco. Tremendo encontrarse con alguien pues yo no pintaba nada allí. Más tremendo aún estar sola. Me quité el bolso del hombro y lo agarré como un arma que esgrimir si me atacaban.

En la sacristía un mueble de madera sin devastar ocupaba buena parte del espacio. Sobre él grandes libros sagrados y un misal. En el centro una mesa y encima un hábito negro extendido y un rosario. Apoyadas en la pared descascarillada un par de sillas rotundas sobre baldosas rojizas.

En la nave central me detuve y giré a la redonda. El silencio sobrecogía. Era integral. Absoluto. Estaba en mi interior y alrededor. Y por supuesto fuera. Ni el más leve sonido animal o humano, ni un chasquido de la madera ni un leve rumor de viento. Solo el olor viciado por la falta de ventilación. Pequeños ángeles aleteaban, en torno a la Virgen, sonrosados y risueños, acaso callados por la presencia de una extraña.

La placidez ambiental inducía al ensimismamiento y fui a sentarme en una capilla lateral contigua a la entrada. Los pensamientos retornaron como lo habían estado haciendo durante el largo viaje y la imagen que prevalecía tras los párpados cerrados fue la de la casa que en Madrid acababa de abandonar. Tan vacía y viciada como el templo que me albergaba. Y cuando repasé los detalles para corroborar el desorden en que quedó todo, caí en la cuenta. Me había dejado la ropa tendida. La entreví en el tendedero impulsada por la corriente que, de lado a lado de la terraza, la configuraría en formas inanimadas. La tarde cayendo tal que aquí a tantos kilómetros. ¿Cómo me olvidé?

La puerta se abrió ruidosamente y un hombre, tenía toda la pinta de ser el cura, se dirigió a la sacristía y el silencio volvió. Creo que me adormecí.

—Perdone, voy a cerrar la iglesia. —Casi sin poder abrir los párpados metida de lleno en el sueño, el hombre de aspecto afable, con vaqueros, abrigo y bufanda, me miraba con extrema concentración mientras yo intentaba espabilarme. Rehice penosamente la secuencia del final del viaje, el pueblo, la ermita.

El día no iba a acabar nunca y me encontraba fatal.

—No se preocupe. Creo que me dormí. Lo siento. Ya me voy.

—No se disculpe. Está bien que la casa de Dios sirva para lo que es, un refugio. Me da rabia tenerla que echar pero es que…

Las gafas de montura metálica con las patillas desniveladas dejaban al descubierto bajo los cristales no muy limpios, unos ojos humanizando el desconcierto mutuo. El pelo blanquecino escaso en las sienes y la ropa tan gastada le proporcionaban el desaliño de los hombres que viven solos. En los pueblos la gente suele parecer mayor de lo que es por lo que no hubiera podido calcularle la edad a ciencia cierta. Se veía que esperaba algún tipo de explicación. Pero no se me ocurrió nada.

—¿Usted no es de aquí, verdad?

—No.

—Hoy no hay más misas en el pueblo.

—No, no, no se preocupe, yo solo quería ver la iglesia. Haciendo un esfuerzo me levanto. No me importaría quedarme tumbada aquí mismo con el anorak abrochado y el gorro calado hasta las cejas. Amanecer entrada la mañana. No recordar. Antes de que se fuera, aproveché para preguntarle por un sitio donde dormir.

—Uf, qué difícil. El hotel solo abre en Semana Santa y en verano. Puede que algún vecino quiera alquilar una habitación, mire a ver. Si no Noceda está a treinta kilómetros pero no sé si allí habrá.

—Estoy agotada. Llevo un montón de horas al volante —le explico, mientra le miro apagar las luces y bajar la palanca del conmutador eléctrico. Luego, sujeta la imponente hoja de madera y me invita a salir. En el exterior las nubes pasan cargadas de agua y está muy oscuro. Con una llave desmesurada, cierra la puerta y un desabrido clac romperá la extraña paz que reina en el interior del templo.

—Buenas tardes —se despide.

—Pues nada —contesto chafada—. Me voy. —Contaba con que me ayudaría a encontrar donde dormir por eso de que era un cura y los curas suelen ayudar al prójimo. Con la mirada calibrando el atardecer que paso a paso progresa más rápido de lo que quisiera busco las llaves en el bolso.

—¿Por qué no pregunta en el bar? Por intentarlo no pierde nada. Suba, que la llevo en mi coche —Le oí decir cuando ya me había dado por vencida. Dudo si acompa- ñarle, pues si lo hago, luego me tocará volver a recoger el mío, pero él lo tiene claro—. Suba —repite—. Algo se podrá hacer, digo yo.

El Focus de hace mil años está desastrado y el ambiente cargado satura el olfato. Nos ponemos los cinturones y unos minutos después llegamos. La carretera que hace las veces de calle principal está desierta. Un tractor pasa ante la farmacia salido de un callejón por el que parece imposible que haya cabido. Las ventanas con signos de vida, humo en alguna chimenea, luz en los escasos negocios existentes. Son señales sutiles de que no estoy en un pueblo fantasma. Todo es irreal. Sacado de una foto amarillenta de una hoja de periódico a la que el viento arrastró y la tierra sepulta hasta convertir el contenido en algo sin vigencia ni significado

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Autor: Milagros Frías. Título: En el corazón de la lluvia. Editorial: Algaida. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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