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En las mazmorras de Zenda

Una docena de prisioneros de Zenda celebran la publicación de El prisionero de Zenda por Zenda Aventuras. Publicamos de manera simultánea artículos sobre prisiones reales o imaginarias, sobre prisioneros o sobre la novela de Anthony Hope. A continuación, reproducimos un texto de David Bowman en el que nos habla de prisiones geográficas, de fronteras que fabrican cárceles. 

En las mazmorras de Zenda se está bien. No dejan de ser alegoría de lo que pasa, y una alegoría siempre es más manejable que lo que pasa. ¿Quién no está preso en una mazmorra mientras un doble suyo anda suelto por ahí? Tirado en la celda, uno se incorpora desconcertado al verlo. “¿Pero quién es ése?”. Y se responde, tratando de tranquilizarse: “No yo, desde luego, aunque lo pueda parecer: yo estoy aquí encerrado”. Error: la identidad es una convención, un mito, apariencia y, en resumidas cuentas, nada. A la identidad se le concede importancia precisamente porque nunca está clara. “A ver si ese doble mío que anda por ahí no es tal, sino yo mismo en realidad y no me he enterado”. Y es que a la hora de la verdad nadie sabe quién es, pero a ver quién es el guapo que lo reconoce. El éxito de El prisionero de Zenda, que lleva más de un siglo conmoviendo al personal, se basa en el juego de espejos que nace de mezclar la alegoría de la prisión con las de la identidad y el traidor. Un cóctel sin fisuras, una barretja que parece una sola sustancia cuando en realidad es un agregado de tres, por lo menos.

La prisión cobró alcance literario el día que alguien se dio cuenta de que no hay mejor carcelero para uno que uno mismo. Cada hijo de vecino sería, en realidad, su propia cárcel. No se ría: usted es prisionero de sus necesidades y sus necedades, de su sacrosanta identidad y, sobre todo, de sus ignorancias, que son numerosas y le impiden darse cuenta. Por si fuera poco, también es prisionero de su pereza y su rencor, de su mala vida y de la buena, así como de sus prejuicios. No es de extrañar que la parábola de la prisión, del encierro, de la nostalgia del aire libre y del miedo a volar libre, sin el lastre de la envidia y los estereotipos, haya alcanzado tanto prestigio en la literatura.

"Todos los aventureros empiezan siendo unos culo inquieto, unos prisioneros en busca de una puerta entreabierta desde la que vislumbrar otros mundos antes de ir a buscarlos"

A propósito de la prisión, la literatura española nos entrega el hermoso Romance del prisionero, que todos los españoles de bien aprendimos en las antologías escolares, —“que por mayo era, por mayo…­­”—. También nos ofrece la muy renacentista Cárcel de amor, prestigiosísima en su tiempo y tormento del estudiante de primero de filología. Aunque para sacar partido a las cárceles sin salir de la literatura española no hay como irse a los místicos, las cosas como son. Para los místicos el cuerpo humano es la prisión del alma, el encierro de una casquivana que sólo anhela correr a unirse en perfecta comunión con El Amado. Con esta alegoría, Teresita del Niño Jesús se explicaba los arrebatos que la ponían en órbita geoestacionaria a un metro del suelo, y con ella hizo Juan de la Cruz, o de Ávila, literatura first level. Cuatrocientos años después, y mira que ha llovido, su Noche oscura aún conmueve a las piedras.

Juan de la Cruz fue un salvaje, un aventurero capaz de ver otros mundos. Un surrealista, un revolucionario, un santo. Un Rimbaud avant la lettre. Todos los aventureros empiezan siendo unos culo inquieto, unos prisioneros en busca de una puerta entreabierta desde la que vislumbrar otros mundos antes de ir a buscarlos. Numerosos protagonistas de Verne, desde Phileas Fogg y su fiel Picaporte hasta el Capitán Nemo, el profesor Aronnax y el arponero han sido así. Gente mal acomodada y a disgusto con su propio culo, personajes deseosos de salir por piernas a la primera oportunidad, viajeros dispuestos a escapar del lugar común y asomarse más allá del círculo de montañas que cierra el horizonte de su pueblo.

"La atormentada geografía española se empeña en cerrar el horizonte, en impedirnos ver que el mundo no se acaba ahí delante"

Y es que España, al menos, pone siempre una montaña delante de uno, un valle profundísimo, o acaso un río. La atormentada geografía española se empeña en cerrar el horizonte, en impedirnos ver que el mundo no se acaba ahí delante. Y, sobre todo, en impedirnos ver que los otros son en realidad nosotros, yo mismo, el gran tema de El prisionero de Zenda. Por eso, para que no nos acomodáramos embobados delante de la montaña, SM el Rey don Carlos I nos legó a todos los españoles un desafío. Plus Ultra. Más allá. Más lejos. Siempre un poco más. Un lema que anima a huir de la prisión, del pueblo, de la tribu y de las faldas de la mama para ir en pos del oro, sí, pero también del otro, de la otredad, de los demás, que eso es lo que es cada nuevo horizonte mental: una nueva otredad, una nueva identidad, un renacimiento. ¡Plus ultra, compañeros! “Cada vez que me noto triste y malhumorado (…), cada vez que siento el frío de noviembre en el alma y (…) me detengo, casi sin darme cuenta, ante las tiendas de ataúdes (…) comprendo que es hora de embarcarme”, asegura el protagonista de Moby Dick, un español vocacional, antes de partir en busca de un destino que se revelará desatino, ballena blanca, criatura del inframundo y encarnación del horror.

Y es que no pocas veces partir implica asomarse al horror. Sí, salir, ir más allá, aprender, perder la inocencia y descubrir que el mundo es más grande de lo que parecía, tiene precio. Altísimo en ocasiones. Adán y Eva sintieron la tentación, mordieron la manzana que les ofrecía, olorosa y fresquísima, Belcebú, y aprendieron a diferenciar el Bien del Mal, cierto, pero eso les echó encima un problema tremendo y hasta entonces nunca visto: elegir.

"La celda es definitivamente uno mismo, pero no tiene uno manera de saber en qué lado del espejo está"

Por mi parte ya no necesito elegir nada ni salir de mi celda zendífera nunca más. Aquí he venido a parar y aquí moriré, si Dios no lo remedia. Manolo Kant, que lo tenía claro, no se movió de su pueblo y cambió el mundo sin más que leer y darle a la neurona. Hay que mover la neurona más aún que los pies. Claro que no todos tenemos la genética de Kant y ya podemos mover la neurona que nunca cambiaremos nada. Sin aspirar a tanto, a bordo de mi sillón viajo como antes viajaron el propio Kant, Martín Romaña y tantos otros a bordo de los suyos. Más allá de la órbita de Júpiter alcanzo a vislumbrar mundos en ebullición, estrellas agonizantes y caballitos de mar fosforescentes. Es en ese momento cuando me veo penando aún en mi celda, allá en la Tierra, y me grito: “Pero ¿todavía sigues ahí? ¿A qué esperas, tontolaba? ¡Huye!” Y así se pasa uno la vida. Huyendo de la celda y despertando metido en ella de nuevo. O metido en ella todavía, que para el caso es lo mismo.

“Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi”.

Calderón había leído bien a los místicos. A quien no había leído es a Carroll ni a Valle, claro, porque en su época aún no habían nacido. Y así nos va: que la celda es definitivamente uno mismo, pero no tiene uno manera de saber en qué lado del espejo está.

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Título: El prisionero de Zenda. Autor: Anthony Hope. ISBN: 9788412031034. Páginas: 226. Precio: 14 €. Puedes comprarlo en: LibrosCC, AmazonCasa del LibroFnacEl Corte Inglés y Todos tus libros

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