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Entre mil cosas y la tiranía de la novedad

Entre mil cosas y la tiranía de la novedad

[8 – 21 septiembre]

Lunes. Lees Un instante en la oscuridad, de Gemma Urraka (Destino). Novela de residencia de escritura. Es un género en sí mismo. La convivencia entre escritores. El aislamiento. La extrañeza del lugar exótico. Te lleva a tus días en Art Omi. Y te hace pensar en lo mucho que los echas de menos. Esos días perfectos destinados a la escritura. Con un par de meses más ahí habrías terminado del todo la novela. Ahora, aquí, escribir se parece más a esconderse, robar tiempo y aprovechar momentos fugaces. Un poquito cada día. Escribir en mitad de la vorágine de la cotidianidad. Escribir entre mil cosas.

Mil cosas es precisamente el título de la última novela de Juan Tallón (Anagrama). Y habla precisamente de eso, del ritmo loco del presente y la cantidad de responsabilidades —laborales, sociales y cotidianas— que nos acechan. La lees y te reconoces en cada párrafo. Solo te falta el cuidado del hijo. Eso lo cambia todo, claro. Pero el resto, lo compartes y lo has vivido. Te ríes a carcajadas y tienes que parar cada pocas páginas para decir en voz alta: «es que es la puta verdad». El mundo real. El mundo precario del presente. Por alguna razón, no puedes evitar compararlo con la serie Poquita fe. Es ese tipo de humor que está en el límite de la tragedia cotidiana. El desastre nuestro de todos los días. El final te borra la sonrisa.

*

El martes comienzan las clases. Se te ocurre ir antes al gimnasio. Error. El sudor y el cansancio no se van en toda la mañana. Tampoco el temblor de piernas —zancadas y sentadillas, combinación perversa—. Hoy a todo eso se suman los nervios. Llevas media vida dando clase y el primer día siempre entras al aula inquieto. Nervioso, pero también ilusionado. Hay algo del estudiante que una vez fuiste que aún permanece en esa sensación. No te lo vas a quitar nunca de encima. Tal vez por eso, en lugar de llevar un maletín, llegas a clase con mochila, vestido de persona normal, no de profesor serio y respetado. Como si fueras un universitario más. Crecido, calvo, con barba blanca. Pero con espíritu joven. También llegas dispuesto a aprender. Porque cada año, cuando impartes la materia, tienes la sensación de que vuelves a aprenderlo todo. Cuando lees libros nuevos para la asignatura, pero también cuando regresas a lo que ya tenías y ahora lo ves con ojos nuevos, como si la materia siempre fuera nueva.

Hoy solo presentas la asignatura. Teoría de la Historia del Arte. Asignatura de pensar y leer, dices. Es lo que vamos a hacer en clase. Pensar y leer. Te miran extrañados.

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La clase del día siguiente se hace algo más extensa. Dos de las horas que más disfrutas. La introducción general a algunas cuestiones de la Historia del Arte. ¿Qué es Historia? ¿Qué es Arte? ¿Qué es Historia del Arte? ¿Cómo elegimos qué contar, qué conservar, qué mirar? ¿Cómo se transforman las ideas a lo largo del tiempo? ¿Cómo incluso los conceptos con los que pensamos están cargados de historia e ideología? Te fascina ir poco a poco dejando caer esas preguntas e iniciar el debate. Te gustaría poder dedicar todas las clases simplemente a debatir. A veces lo has pensado. Lecturas y debate. Nada más. Aunque, claro, para eso tendrían que leer.

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Te lesionas en el gimnasio. Una vez más. Ahora el hombro. Estás hecho de cristal. Al salir, sesión de fisio y pinchazos de ozono. Regresas a casa y te acuestas en la cama. No puedes mover los brazos hasta varias horas después.

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El jueves termináis por fin el tratamiento del guion de la película. Ahora tiene que entrar un consultor externo y mirar con ojos nuevos. Estáis demasiado implicados. Ha quedado bien, crees. Aunque más para una serie que para una película. Demasiado largo. Temes que vais a tener que sacrificar bastante. Y que lo primero que va a desvanecerse —lo sabes— es todo aquello que habéis inventado para que la película se sostuviese. La realidad, siempre ganando la partida a la ficción.

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Visitas a la Julia. Está muy bien hoy. Dicharachera. Contenta. Al llegar, le dices a Raquel que la has visto bien, demasiado bien. Un día os da un susto. Al día siguiente, en efecto, dice que está fatal y que no han podido levantarla de la cama en todo el día. Qué paradójico pensamiento este en el que, cuando las cosas van bien, aparece siempre la amenaza de que se vayan al traste. La felicidad como antesala de la desgracia.

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Viernes temprano, junta de facultad y, después, reunión para modificar el máster que oferta el departamento de Historia del arte. Ahora, secretamente, cada reunión es material para la novela. Ya comienzas a ver la universidad —y sus laberintos burocráticos— como un territorio literario.

"La Historia del Arte, en cambio, puede ser crítica, y buscar los modos de escapar a esa lógica neoliberal"

En la reunión del máster, confrontación de puntos de vista. Dos posturas: los defensores de la noción de patrimonio y los de la Historia del Arte. Te cuentas entre los segundos. Alguien dice: es que todo la historia del arte es patrimonio, por tanto, el patrimonio englobaría a la historia del arte. Todos somos profesores de patrimonio, dice. Así que no hay dudas: máster de patrimonio. Para ti, sin embargo, hay una diferencia fundamental. Y confundirlos es problemático. Son en realidad dos aproximaciones bien distintas: la del patrimonialista atiende más a la conservación y a la explotación cultural que al significado; la del historiador del arte intenta entender cómo funciona el objeto —o el edificio—, su sentido histórico y también su modo de relación con el tiempo y con quien mira. El patrimonialista se fija sobre todo en lo visible; el historiador del arte, en lo invisible, lo latente, lo que está debajo. Aunque lo que más te preocupa es la relación de connivencia del patrimonio —al menos de la versión que aquí se defiende— con el neoliberalismo y la explotación de la cultura, con la industria cultural y la capitalización de la memoria. La Historia del Arte, en cambio, puede ser crítica, y buscar los modos de escapar a esa lógica neoliberal. Al menos la Historia del Arte que te interesa, la que se preocupa más por los sujetos que por los meros objetos, la que no entiende el arte como una pura mercancía y recurso turístico.

Sientes, en cada reunión, en cada revisión de los planes de estudio, que apenas tienes nada en común con tus compañeros. Estás más cerca de quienes tratan con ideas, con textos o con imágenes, que de los gestores de objetos. Más cerca de la literatura, la filosofía, la comunicación… que del patrimonio. Estás tentado a decir, aunque luego te callas y lo guardas para ti: «que lo estudien como quieran, pero que no lo llamen patrimonio».

"El sábado te despiertas sin resaca y das gracias por la sabia decisión del día anterior"

Después de la reunión, os tomáis el vermú de bienvenida en el Luis del Rosario. El bar ya se ha llenado de modernos y no hay un sitio libre. Tal vez vosotros también lo seáis. Modernos que han robado el espacio a la clientela habitual, los parroquianos del barrio. Aunque el hecho de que el camarero sepa tu nombre, bromee contigo y te invite a vermú te genera un sentido de pertenencia.

Después seguís un poco más. Y a ti hoy te apetecería continuar aún más. El cuerpo te lo pide. Pero, de repente, decides regresar a casa antes de la cena para seguir viendo Succession. Mientras vuelves miras de reojo. Las calles, los bares. Y si te encontrases algún amigo… A veces te cuesta salir, pero aún más te cuesta recogerte una vez que has salido.

*

El sábado te despiertas sin resaca y das gracias por la sabia decisión del día anterior. Preparas la conferencia que tienes la semana que viene en Valencia y lees Rondas del Prado (Abada), el libro que Muñoz Molina escribió como resultado de sus días en la cátedra del Prado. Ahí está el Muñoz Molina historiador del arte. Pero también el narrador preciso, observador del mundo. Y sobre todo el amateur, el amante, el apasionado del arte. La lectura de Muñoz Molina estaría muy cerca de lo que defiendes en clase: una «historia del arte afectiva», un modo de escritura sobre arte donde la experiencia, la memoria y los afectos son puntos clave para el conocimiento artístico. En Rondas del Prado está todo eso. Y lo está de modo brillante. También está la mirada detenida, lenta, que se demora en el detalle, que vuelve una y otra vez a los cuadros, que no los da por vistos para siempre, sino que regresa para «volver a mirar», para captar nuevos detalles, nuevos significados y sobre todo nuevas experiencias. Perfectamente podrías enviar este libro a tus estudiantes de teoría del arte. Es un ejemplo del modelo de escritura artística en el que crees. Como la de Teju Cole. Como la de Siri Hustvedt. Como te gustaría que fuera la tuya.

Después, varios capítulos de Succession. Cada vez te gusta más. Y ahora ya es vicio. Esta noche se te mete en los sueños.

*

Lunes. Terminas la reescritura de la segunda parte de la novela. Estás casi al cincuenta por ciento de este segundo borrador. Ver el final más cerca te anima y, sobre todo, te hace creer en lo que estás escribiendo.

Al día siguiente, fiesta en Murcia. Tú te quedas en casa para intentar terminar de ver Succession. Veis cuatro capítulos del tirón. Pero os falta el último. Lo dejáis para la vuelta. El amor también es eso: esperar a ver el último episodio de esa serie que no puede esperar.

*

El miércoles, dos horas clase de Teoría de la Historia del Arte. Planteas un pequeño test de consumo cultural: gustos artísticos, musicales, libros leídos… De camino a casa lees los resultados. Habitáis universos mundos diferentes. ¡Qué difícil va a ser construir puentes!

"La falta de lugar. La inquietud territorial. También la desincronización con el tiempo de esos de esos lugares"

A mediodía, sales en coche para Valencia. Llegas justo para la conversación con Anna Ballbona en la librería Fan Set. Esta semana has leído su novela No estoy aquí (Anagrama). Y has encontrado allí «afinidades electivas» —así se llama el programa en el que participáis—. En especial te ha interesado la cuestión del desclasamiento, y esa sensación de no estar nunca del todo en un sitio, de no pertenencia, ni al lugar del que vienes ni al territorio al que llegas. Es la clave de parte de tu literatura, y también de muchas de las obras que te atraen. Es sin duda lo que más te toca de la literatura de Annie Ernaux, Édouard Louis o Didier Eribon. La falta de lugar. La inquietud territorial. También la desincronización con el tiempo de esos de esos lugares. Habláis de todo esto durante más de una hora. La conversación fluye y, en efecto, estáis en sintonía. Mucho más de lo que habías imaginado.

*

Al día siguiente, cambias de hotel y te encierras a terminar de preparar la intervención que tienes por la tarde. Impartes la conferencia inaugural del Master de Historia del Arte y Cultura Visual de la Universidad de Valencia. Allí te encuentras con amigos: con Marta, que conociste en Lisboa y siempre te alegra ver, con Luis, con Oscar; también desvirtualizas a Anna. Es agradable la charla. Encuentros entre el arte y la literatura. Te sientes a gusto. Hablas de ampliar la Historia del Arte a través de la literatura. Pones un poco en jaque la disciplina. Te fijas en los catedráticos mayores que han venido a escuchar la conferencia. No sabes cómo lo van a tomar. Al final, parece que no rompes nada y la charla gusta. Al menos eso es lo que te dicen en el vino posterior.

"Escapas de todos los compromisos que tenías esa tarde. Inauguraciones, tardeo, presentaciones. Tenías el viernes hasta arriba. Pero decides refugiarte en casa"

A las ocho y media ya estás libre. Y en lugar de quedarte en Valencia a pasar la noche, decides volverte a casa. En otra ocasión, habrías buscado plan para cena y fiesta. Pero lo que quieres ahora más que nada es amanecer en casa. Y también levantarte temprano para escribir y continuar con el trabajo. Así que dejas la habitación sin haber deshecho la cama y regresas en coche a Murcia. Conduces despacio porque de noche se te amontonan las luces. Pero antes de las doce ya estás en casa. Duermes en tu cama, con tu cabecera, orgulloso de haber hecho lo que dicta el sentido común.

Cuando el viernes te despiertas allí, lo vuelves a decir en voz alta: «qué gusto amanecer en casa». En realidad, has ganado una mañana de escritura. Y ese regalo, ese imprevisto, te alegra del día.

Escapas de todos los compromisos que tenías esa tarde. Inauguraciones, tardeo, presentaciones. Tenías el viernes hasta arriba. Pero decides refugiarte en casa. Estoy volviendo de Valencia, dices a todo el que te escribe. Y así salvas la tarde. Y también la mañana del sábado. Porque salir no es solo perder un día de trabajo —el de la salida—, sino perder dos —el de la resaca del día siguiente—; a veces, incluso tres.

Por la noche, veis el último capítulo de Succession. Ha merecido la pena esperar. Final tremendo. Soberbio. Inesperado. Aunque podrías seguir viendo esa historia semanas y semanas. Continuarías escuchando los insultos de Roman, las locuras de Kendall, los cambios de humor de Shiv… Lo de menos es lo que sucede con la empresa. Lo importante ha sido el viaje de los personajes. Y podrías prorrogar ese viaje el tiempo que hiciera falta. Los vas a echar de menos. Más que a alguna «persona real».

Te ha gustado también la experiencia de ver la serie fuera del hype, después del ruido de todo el mundo. En ocasiones, ver y leer en la cresta de la ola te hace perder el punto de vista. Tal vez la hayas disfrutado más porque ya no es «la serie de la que ahora todo el mundo habla», la que «hay que ver» estas semanas, sino la que has querido ver.

"Con esa voz podría contar lo que quisiera y yo estaría dispuesto a leer. Aunque lo que narra esa voz también es terrible. La historia de una familia levantina en la posguerra"

Muchas veces te ves arrastrado por la tiranía de la novedad. Vives un poco en ella con los libros. Demasiadas novedades que olvidas rápidamente. Más consumo que lectura real. Más «estar al día» que gozo lector. Quizá por eso también este fin de semana disfrutas como hacía mucho tiempo que no lo hacías con una novela: La buena letra, un Chirbes que aún —no entiendes por qué lo has demorado tanto— no habías leído.

En cuanto abres el libro, sus páginas te abducen. Lo compraste el jueves en Valencia y simplemente querías echarle un ojo, para ver cómo empezaba. Pero después de un párrafo ya no puedes soltarlo. Y no por la trama o los sucesos trepidante, sino por intensidad de la voz. La voz de Ana. Con esa voz podría contar lo que quisiera y yo estaría dispuesto a leer. Aunque lo que narra esa voz también es terrible. La historia de una familia levantina en la posguerra. Los silencios, lo que se guarda, lo que no se acaba de decir. El rencor, las apariencias. La buena letra, que es «el disfraz de las mentiras». Es Chirbes destilado.

Cuando cierras el libro, sabes que va a ser difícil leer algo estos días y que no se te venga inmediatamente abajo. Te sucede con las novelas que tenías a medio cuando comenzaste La buena letra. Nada se sostiene ahora. Y, sobre todo, lo compruebas cuando se te ocurre comparar la voz de Ana con la de la protagonista de tu novela. Hay mucho Chirbes ahí, creías tú. Incluso la cita que abre el libro. Pero lo que tú escribes juega en una liga diferente. Hoy lo reconoces y lo admites. Años luz. Pero no te importa. Es Chirbes. Te basta hoy con admirar. Y con subir al podio de tus Chirbes preferidos este pequeño libro hermoso. Allí estaban, por este orden, los diarios, Crematorio y En la orilla. A partir de ahora, La buena letra está la primera.

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Pablo75
Pablo75
2 meses hace

He visto en youtube una conferencia de Miguel Ángel Hernández, titulada “Primera sesión del ‘X Curso de introducción al arte contemporáneo. Problemas fundamentales del arte actual’, en la que se le ve con las uñas pintadas. Paradójicamente, ese hecho “saugrenu”, como dicen los franceses, (absurdo, estrafalario, extravagante) me ha hecho comprender el “tono” tan falsamente profundo, por no decir frívolo, de su Diario.