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Esos nombres escritos en el agua

Esos nombres escritos en el agua

Mejor o peor, todos escribimos la misma historia. Solo los privilegiados —cuatro gatos— consiguen hacerlo con un estilo propio, creando un mundo diferenciado, distinguible y magistral a pesar de su evidente fuente inspiradora. Así sucede con Lawrence Sterne respecto de Cervantes pues, no quitándoselo de la cabeza, el genial irlandés logró que al leer sus textos no pensemos en absoluto en el autor del Quijote. Lo mismo ocurre con Beckett respecto a Joyce o García Márquez y sus admitidas influencias faulknerianas.

En un cementerio de Roma, ante la tumba de un hombre ilustre, sin más, compuse mentalmente un apresurado microrrelato, tal vez el inicio de una despistada secuela llamada a configurar un nuevo texto a contracorriente de lo que viene siendo habitual en la Literatura del Escaparate y no de la Escapatoria, esa que no sabe de influencias, sino que se limita a la vulgar repetición; es decir, crear sin ambages a partir de lo ya creado, como ya hicieran tantos otros, por ejemplo —me gusta recordarlo porque nadie lo recuerda— Ezequiel Vieta con Acto sin palabras, donde tuvo la ocurrencia de escribir un segundo Acto continuador del original beckettiano.

"Precisamente porque la literatura es un largo palimpsesto o un cadáver exquisito, la venganza de Balzac contra Beckett llega de manera cruel y retroactiva, dicho sea en términos literarios"

Al parecer, aunque pocos lo sospechen, el autor de Molloy es fuente de inspiración acomodaticia y origen de no pocas secuelas. Semejante intención se supone que habrá movido al dramaturgo serbio Miodrag Bulatovic para escribir su pieza Godot vino que, todo hay que decirlo, maldita la gracia que le hizo al propio Samuel Beckett. J. M. Coetzee se situó igualmente en la estela del autor irlandés, al que tanto admiraba, para cuya empresa tomó —Coetzee— el título de un bello poema de Costantin Cavafis (Esperando a los bárbaros).

Beckett dijo haber escrito su primera e insegura novela, Sueño con mujeres que ni fu ni fa, contra Balzac y la vieja literatura, o contra sí mismo, digo yo, aliviado como quien pierde distraídamente los malos vientos por el agujero del enojo; pero jamás reconoció haber escrito, con su ópera prima, una variante de Los muertos, de James Joyce.

Precisamente porque la literatura es un largo palimpsesto o un cadáver exquisito, la venganza de Balzac contra Beckett llega de manera cruel y retroactiva, dicho sea en términos literarios. La genialidad indiscutible de Esperando a Godot podría verse eclipsada por el hecho de que al parecer haya por ahí una obra de Balzac —a quien el irlandés quiso desterrar con todo su significado de novela realista— en la que se espera en vano a un tercero llamado Godeau, que nunca llega. La obra en cuestión lleva por título Le Faiseur —en España la tradujo Cansinos Assens con el título de El especulador— y desde luego es, pese a la impericia de Balzac frente al texto teatral, beckettiana en tanto que en ella nada se nos informa acerca del esperado Godeau, que no llega. Allí exclama el protagonista, de nombre Mercadet:

«Cae el sol y el diablo entra en mis planes».

Premonitorio.

Hay otras huellas. Muchas huellas.

No quiero olvidar al inimitable Frigyes Karinthy y su novela Viaje a Faremido (fa-re-mi-do), excelente ampliación de Los viajes de Gulliver.

"¿Algún tipo de premonición?... ¿Quién se atreverá con el tercer acto sin palabras o con la imposible descendencia de los Wakefield?..."

Otro ejemplo, en esta ocasión como precuela y por lo tanto menos dependiente de la fuente, lo hallamos en Ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys, donde se reelabora la historia descomunal de Jane Eyre a partir de las circunstancias de Antoinette Cosway, personaje a medio camino entre la propia Rhys y la heroína de Brönte, Berta Mason, aquella «loca» a la que encerró su esposo en la mansión de Thornfield Hall con la perversa intención, ejemplo de luz de gas, de disipar su condición de esposa. Berta acabará prendiendo fuego a la mansión y, de resultas, dejando ciego a su marido, el señor Rochester, verdadero amor de Jane Eyre.

También cabe rescatar, volviendo al mundo de las secuelas, a Eduardo Berti con La mujer de Wakefield, donde Elizabeth Wakefield es ya otra persona (metamorfosis) distinta de la que nos presentara Hawthorne en su famoso relato, antecedente de esos hitos de la literatura contemporánea que nos dejaron tipos como Melville (Bartleby el escribiente), Poe (El hombre de la multitud), Nerval (El monstruo verde y, por supuesto, Aurelia) y así hasta Kafka. No en vano Hawthorne incluyó dicho relato en su libro titulado Historias dos veces contadas.

¿Algún tipo de premonición?… ¿Quién se atreverá con el tercer acto sin palabras o con la imposible descendencia de los Wakefield?…

Ahora uno en español. El ecuatoriano Juan Montalvo se propuso continuar a Cervantes. Aquel autor del XIX no tuvo mejor ocurrencia que escribir los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Ensayo de imitación de un libro inimitable. El título lo dice todo.

"Uno no puede por menos que rememorar la lista de Milton con sus 99 temas para las futuras obras literarias. Vonnegut lo reduce a media docena"

Severo Sarduy nos confiesa haber soñado que dormía con Italo Calvino, y aquel sueño no fue más que una simple demostración de la intrincada metamorfosis que germina entre escritores, aspirando a vivir unos dentro de otros, otros con unos, los olvidados entre los glorificados y todos sin los demás o contra el viento, como gorditas matrioskas o inocentones sodomíticos. Incluso atrapados en el plagio. O en la antigua contaminatio, bebiendo en textos precedentes y tomando fragmentos de distintos autores o personajes dispersos para construir un nuevo texto, algo que ya encontramos en los albores, digamos en el latino Plauto y su sofisticada elaboración de la comedia de enredo a partir de comedias griegas. Con él nace la palliata.

Shakespeare reescribió a Bandello y, en cierto modo, éste hizo lo propio con Bocaccio.

Y tantos que han sido (cítese a Moliére o las sagas de Don Juan, Fausto, Ulises…).

Uno no puede por menos que rememorar la lista de Milton con sus 99 temas para las futuras obras literarias. Vonnegut lo reduce a media docena. Finalmente, ahí está Elizabeth Frenzel con su Diccionario de argumentos de la Literatura Universal.

En suma, sería posible el viaje alrededor del círculo vicioso; esto es, de la mímesis aristotélica a la intertextualidad de nuestros días. En definitiva, el palimpsesto o el plagio mejor o peor disimulado.

En Flaubert y Rimbaud hallé una explicación aproximada: ce moi parce que je suis un autre, lo cual me permitió entregarme al descanso que me proporcionaba el hecho de poder igualar mi propio elenco de personajes con, digamos, Madame Bovary, y al de Croisset con el poeta niño, y a todos con nadie, que todavía soy yo siendo a la vez quien habría de ser a partir de lo ya dicho, en francés o en silencio, qué más da.

"Al contrario, todo un gesto de honradez es el que pone de manifiesto John Keats en su primer poema al titularlo, con humilde gratitud, A imitación de Spenser"

Por eso mismo el final de una novela es irremediablemente un imposible, una irrealización. Siempre, siempre es factible la continuación y la secuela, siempre, y a menudo también es deseable. El punto y final dispuesto por el autor en su novela ha de ser un punto y seguido en la voluntad generosa de cada lector. Que se lo pregunten a Macedonio Fernández. O a Henry James. En mi mente se ha desarrollado casi una novela nueva tras alcanzar el punto y final de El retrato de una dama. En ella, James deja el final abierto a las especulaciones del lector en torno a lo que en adelante pueda suceder con Isabel Archer y su combate sutil e inteligente contra las convenciones sociales (sobre todo en la Inglaterra victoriana). Por ejemplo, ¿viajará Isabel a Roma para ayudar a Pensy y sentirse por ello hermosamente libre? James no lo descubre, pues abandona antes la historia, pero cabe sospechar que su pretensión era que lo descubriésemos nosotros, los lectores.

Al contrario, todo un gesto de honradez es el que pone de manifiesto John Keats en su primer poema al titularlo, con humilde gratitud, A imitación de Spenser. Gracias al estudio que, con juvenil pasión y entrega, realizó Keats en torno a la obra de Spenser (en particular del libro La reina de las hadas), y la huella pedagógica que el esfuerzo dejó en el entonces aspirante a poeta, hoy contamos con una de las cumbres líricas de todos los tiempos, un referente indiscutible para la poesía moderna y semidiós de la palabra misteriosamente adolescente. Quiere decirse que gracias a la adoración que sentía por Spenser ganamos la ilustre compañía de Keats. La poesía y su palabra, ese es John Keats. Al mismo tiempo se perdió un farmacéutico, porque de haber permanecido en la botica el joven Keats, no nos sería dado encontrar de improviso, en el cementerio de los ingleses de Roma, estas bellas palabras de epitafio:

«Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua».

No hay duda, el escritor que algunos llevamos dentro es otro, son otros.

Pese a todo, sigo sin tener claros los precedentes de mis impulsos literarios. Acaso sean fruto de la confusión de todas las lecturas y mis pasiones haciendo, en mi memoria, ese revuelto incontrolable que me traje de Roma en otro tiempo.

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