Tras conocer la obra “Fears & Top Secret», en la que el artista búlgaro Nedko Solakov recogía en tinta china 99 grandes y pequeños miedos, la escritora catalana Rosa Ribas se planteó recopilar, en forma de relatos breves escritos de un tirón, miedos propios y ajenos. A esto lo llamó “99 + 1: cien momentos de pánico”.
En Zenda ofrecemos un relato de la serie: Eterno retorno.
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Me despertó un aliento en la nuca y, por unos segundos, me pareció que, en lugar de la habitación del hotel donde me alojaba durante el festival literario, me encontraba en casa. Pero ese aliento era demasiado fuerte, demasiado caluroso y, sobre todo, demasiado húmedo. Todo mi cuerpo se agarrotó cuando al soplo caliente se le unió un sonido mojado y circular. A pesar del miedo, me volví dispuesta enfrentarme al intruso. Allí estaba: una vaca.
—Soy un fantasma de tus redacciones pasadas —explicó sin dejar de dar vueltas con la mandíbula.
—¿Que qué eres?
—Soy la vaca de tu redacción de tercero de primaria.
Asentí como si estuviera entendiendo algo, pero es que tampoco se me ocurría nada que decir. La vaca, en cambio, todavía no había terminado.
—¿No te acuerdas de mí?
Percibí un tono rencoroso de su pregunta.
—Sinceramente, no. Han pasado muchos años…
—Lo sé, a mí se me han hecho muy largos. Gracias a esta línea —la vaca entornó los ojos como los niños en el colegio cuando recitan los poemas que han aprendido de memoria—: “Las vacas están rumiando constantemente la comida”. ¿Cómo te suena?
Me encogí de hombros.
—Es una condena. ¿Sabes los años que llevo rumiando, rumiando, rumiando…
—Bueno, es que yo no sabía… —me daba algo de apuro usar una palabra tan grandilocuente en ese contexto, pero no me quedaba más remedio—… yo no sabía que te estaba “creando”.
—Pues ya lo sabes. Y ahora, mírame la cabeza.
Lo hice. Con toda mi atención.
—¿No ves nada?
Negué.
—No te extrañes si no ves nada. Porque ese es el problema, que no hay nada, que te olvidaste los cuernos.
—¿Para qué quieres los cuernos?
La vaca puso los ojos en blanco y eso me bastó como respuesta. Iba a empezar una disculpa, pero en ese momento el animal empezó a hacer ruidos extraños, como si tuviera náuseas, vi que su pecho ancho y fuerte (por lo menos eso me quedó bien en la redacción) se convulsionaba y, de pronto, vomitó sobre la colcha una bola de papel. Coaccionada por su mirada feroz, cogí el papel y lo desplegué. Reconocí las rayas de los cuadernos de redacción, reconocí mi letra de alumna de primaria en el texto encabezado por el título “LA VACA”, con subrayado y todo.
La vaca acercó su cabeza a la mía y me rumió en tono amenazador:
—Arréglalo. Quiero cuernos y dejar de masticar constantemente.
Se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de mi habitación
—Pero… pero… ¡No puede estar ahora arreglando textos tan remotos!
—Pues prepárate, que mañana vendrá la madre que describiste en tu redacción para el Día de la Madre.
—Pero… si era un texto muy bonito sobre ella —repliqué—. Si hasta me dieron el primer premio.
La vaca volvió pesadamente su cabeza sin cuernos antes de abandonar la habitación.
—Eso se lo explicas a ella.


Exquisito el relato. Yo no soy escritor pero a mí también se me aparecen mis vacas, mis pájaros, mis ovejas, mis guerreros…
Las redacciones del colegio. Quizás eran un entrenamiento para las frustraciones futuras. De una clase de 50 niños, 49 terminábamos con el fracaso en la cara y en el alma. Eran los tiempos en los que las vacas tenían que levantar la pata derecha delantera, cantar el Cara al Sol y rezar un rosario. Y nosotros teníamos que rezar rumiando cual vacas.
Odiaba las redacciones. Sabía que la mía era la mejor pero siempre elegían al mismo ternero, siempre el hijo de algún gerifalte. Era como los actuales premios literarios en los que eligen siempre a lo políticamente correcto y a los tópicos de actualidad.
En mis tiempos, las redacciones de clase eran instrumentos fabricados para que desistiéramos de escribir. Sólo las vacas se acuerdan de nosotros…