Fue la década de los treinta del siglo pasado en nuestro país inicio de una condena de la que todavía no nos hemos liberado. El cainismo que azotó a la piel de toro trajo dolor, hambre, persecución y heridas que pujan a día de hoy por encontrar una suturación justa y digna. En todas las familias hay historias que nos hablan de bandos con vencedores, vencidos y, en la mayoría de casos, supervivientes traumados de un tiempo hostil. De los desmanes de unos y otros —que diría Manuel Chaves Nogales en A sangre y fuego (1937)— a una guerra de tres años, una dictadura de casi cuarenta y una herencia que todavía padecemos en mayor o menor medida.
El tiempo, que dicen que es el que acaba poniendo las cosas en su sitio, parece no tener prisa o precisa de demasiado tiempo para recolocar las piezas correctamente, como deberían estar. Mientras llega su sentencia, los individuos más comprometidos trabajan por aportar su granito de arena en el mapa de lo que aquello fue y sigue siendo. En el caso de Luis Ramos De la Torre (Zamora, 1956), le acompaña como mejor guía su sensibilidad, sentido de la justicia y ojo crítico. Todo ello lo ha fundido en un nuevo libro de poesía titulado Abrir la tierra (Lastura). Tres palabras bien representativas de lo que se nos viene a contar en su interior, pues la realidad —que fue enterrada simbólica y literalmente— debe ser exhumada para que se exponga a la mirada de la sociedad y compruebe que ha existido, evitando su olvido.
En el prólogo a la obra, Alberto García-Teresa afirma: “Luis Ramos de la Torre lleva mucho tiempo trabajando en desenterrar la historia de las víctimas, por abrir la tierra (sellada por unos convencionalismos sociales dictados desde arriba) y por dar nombre (el mínimo gesto de dignificación y, aun así, hurtado) a lo que ha sido borrado o sobre lo que aún apenas se ha volcado la mirada. Atraviesa ese territorio con el impulso indagador de quien reconoce la responsabilidad del privilegio del emisor. Con generosidad, Ramos emplea su palabra para buscar y, sobre todo, compartir luz”. Es precisamente a través de esa luminosidad que aporta la escritura lírica de Luis con la que comprendemos desde su perspectiva como autor esta realidad tan poliédrica.
A diferencia de libros anteriores del autor, el presente ofrece una cierta innovación en la escritura, supeditada claro está por el contenido. Son los temas tocados los que de verdad moldean la poética, que va cambiando, metamorfoseándose a lo largo de las páginas. Ramos traza una estructura clara ya anunciada en la nota introductoria: “tres partes conectadas entre sí como un cruce de caminos necesario y vigente escrito desde la reivindicación poética y política, y siempre al lado del respeto por la verdad, la historia y la memoria”.
La primera de estas partes, Letanía del topo, refiere a la situación de aquellas personas que, tras la guerra, debieron permanecer ocultas para proteger su vida. Mediante una sucesión de párrafos o poemas en prosa encadenados se describe, a modo de prosa poética, las circunstancias que rodearon a tantas vidas cuyo contexto desapareció, ya que dichos individuos también lo hicieron. Hay una suerte de oración profana por ellos (“BENDITA la casa que acoge la tierra en que se alza la hura silente del topo”). También, como podemos apreciar, una intencionalidad estética al poner en mayúsculas, junto a “BENDITA”, la palabra “TOPO”; busca resaltarse la importancia de los elementos escritos en letra de mayor tamaño. Ramos describe su naturaleza: “El TOPO no agrede, no araña es quietud aprendida, latencia; no tiene la mirada aviesa que siempre mantienen los grandes traidores a las causas nobles”. Igualmente, el poeta convierte su entorno en un abrazo con la naturaleza, a la que tantos momentos poéticos ha dedicado en su trayectoria poética: “Bendita la tierra, su esencia cómplice, austera y salvadora, El frío manso de la piedra que avienta y labra su agitada intemperie. La libélula de agua inscrita en el sílice. El abrazo amigable del cuarzo. El triste agujero que enceta, agrieta y azuza los días, y a pesar de todo reprime los miedos que sostienen en vilo los sueños del TOPO”.
Entre unos párrafos y otros, surgen los nombres reales de “escondidos, ocultos y fugados tras la Guerra Civil española”. Como explica el autor, la mayoría de sus experiencias aparecen recogidas en el libro Los topos de Jesús Torbado y Manuel Leguineche (El País-Aguilar, 1999): “Manuel Corral Ortiz, el topo azul”, “Jesús Montero, el Emparedado de Sada”, “Juan Rodríguez Aragón, el novelista cobarde”. Ramos se introduce en las mentes de estos “muertos vivos”, describiendo su percepción de las cosas: “aliviado en su espera con pequeñas semillas de abrazos soñados desde su secreto, todo lo observa y contempla con mirada clara, con los ojos atentos y el brillo indigente de quien mira fijo desde la penumbra; porque el lastre y el desasosiego mordiente del engaño y el encierro elegido atenazan su dudosa culpa, el hervor del sollozo, la picazón perenne de los párpados; igual que el abismo y la herida terrible que aún merodea y sigue doliendo”. Hay un juego de tiempos verbales para definir su biografía: “presente continuo, pasado insurrecto, futuro probable”. Con este último se queda el poeta por lo esperanzador. Y es que existen “pájaros de colores volando entre las ramas del árbol de la concordia, pero tristemente, aún están lejos”. Se desea “abrir la tierra. Cavar y cavar sin tregua, regar los huecos desde el alma doliente de una vez. Crear espacio”.
Pasada esta primera parte (I) dentro del primer apartado, hay otras cinco más presentadas a través de párrafos donde la descripción de conceptos se hace lírica. II incide sobre esa vida enterrada y en soledad, en diálogo con lo natural que protegió y complementó a estos topos, formando parte de ello. Se recrea así lo que dicho submundo pudo ser: “Se les torcieron los sueños como a un clavo que vira por el peso de lo rutinario, […] buscaron la esperanza erizada de las flores más cercanas, la resonancia de la penumbra fiel en los ojos, la estrecha luz de quien desde dentro sabe reír y mira limpio más allá de la vida y de la muerte. // Fueron raíz crecida entre lo más umbrío y solitario, ramas de la sombra hervida en el silencio, clorofila negra y mínima que agitó la savia de la espera”. O: “Siempre a la contra, la inteligencia y el amor haciendo de sus paredes, de sus hules, de su sed y de sus migas alimento. Como el árbol se hace cielo y se alza álgido entregándose a la contra y desde abajo, siempre desde abajo”.
III va dedicado a las mujeres TOPO, como Teodomira Gallardo Carpio: “A las que se acogen al favor de lo contestatario y hacen trizas los gritos de la sumisión”. El homenaje concretado en Teodomira la hace naturaleza, como la Dafne de Garcilaso: “Mujer TOPO, mujer viento, mujer agua entre la confusión que abraza la soledad y el tacto. Mujer árbol, junto a la palabra que fue lentitud y mediodía, que fue horizonte y voz. Mujer tierra, mujer greda, siempre viva. A ella, a todas ellas”. A ninguna de estas mujeres se les debe hablar de nada que nos preocupe actualmente, pues vendrán de vuelta de todo y serán quienes puedan aleccionar o aconsejar a las generaciones venideras: “No les digáis, no les habléis ahora de tanto feminismo malversado en los despachos oficiales y en las rotativas de la prensa hueca experta en vaticinios, no les nombréis el viejo temblor de la melancolía, ni los sentimientos o el fragor de los sueños. No les habléis de la niebla ni del frío aquel que vieron detrás de los visillos sombríos de la esperanza inmóvil. No les recordéis la falacia de tanta falsa igualdad mal compartida, ni el son de las esquilas autocráticas que entorpecen el canto oreante de los pájaros”. Tan solo cabe “recordarlas” en “el gesto sincero de las alegrías” o en la “huida” de las “garras” opresoras”, o “esperarlas” en “las grietas donde yacen las yerbas únicas y libres”. Ellas ofrecen la “serena lucha en forma de respuesta” y representan la “resistencia” como “un canto acogedor y una semilla plena de memoria, aliento y lucidez”
IV refiere a quienes no sufrieron la ocultación, bien por sumisión, ideología, por no estar en un lugar y momento exactos, pero tienen constancia de la existencia de los topos. También con los que se muestran insensibles o desafectos a ello, sabiendo que puede volver a suceder en un futuro: “lo más preocupante, eso que no entiendes, ni asumes, ni aceptas, es que la vergüenza de la desmemoria acostumbrada lleve a la vejación, a la mofa y a la falta total de respeto hacia quienes verdaderamente lo sufrieron. No hay palabra, ni verso, ni poema, ni canto indolente que frente a tanto espanto, herida y crueldad, atesore y asuma en silencio tanta indiferencia”. V también se construye en este sentido, con el título “a quienes aún siguen mirando hacia otro lado”. Compara el modo en que los topos tuvieron que esconderse —y aún así sintieron miedo “del agujero instalado en sus conciencias”—, con el de quienes en el pasado y presente “callaron” en un “silencio impostado” —otra forma de ocultarse, por cobardía—: “ten calma, sigue aherrojado en tu silencio; no hables, no digas nada. El tiempo, adormidera de las penas, es otro ahora y todo lo cura, es bálsamo y talismán, es otra la vida: espejismo, recoveco y dolor de aquel antiguo sarpullido supuestamente ya curado que llamaron los ilusos compromiso con la gente, entrega y solidaridad”. Se equipara por tanto el silencio forzoso de los topos —alguno como Andrés Ruiz el Mudo perdió la capacidad del habla tras veinte años oculto— con el elegido por los que no quieren “pensar en los problemas del resto”.
Cierra este bloque con VI, que recupera la forma visual tradicional del poema en versos y estrofas. Se habla del exterior, donde está la vida representada en la Naturaleza (“PORQUE el aire y la luz conocen / el don y la fértil sembradura de la tierra, / purifican y propician / lo crucial de la vida, / la sazón de la espera”) y del interior, donde se ocultan los “topos”, jugando con el sentido humano y animal que les aporta el término compartido: “El topo humano nunca olvida / la condición raigal del humus, / su liquen necesario, / ni descarta el prodigio de los olores únicos, / la prevalencia de la sombra”. Ambos espacios —arriba / abajo, dentro / fuera— se encuentran unidos por el suelo, también separación.
El título de la segunda parte del poemario, Si no tuviese ojos, procede de uno de los versos del poema No mirar de José Ángel Valente, citado por Ramos al inicio del libro: “si no tuviese ojos / para ver, si no fuese / no mirar imposible…” Refiere a la obligación de ver y conocer lo que los luctuosos sucesos mentados supusieron. En este caso, el bloque está dedicado y trata de “todos los presos y asesinados en la cárcel de Lugo y en todas las cárceles en tiempos de la Guerra Civil y la Postguerra. A todos los desaparecidos en cualquier lugar”. La mencionada cárcel de Lugo estuvo activa casi cien años (1887-1981), acogiendo principalmente presos políticos durante el franquismo. Ramos se centra en recrear sus “dolorosas experiencias”, así como en la posterior transformación —tras la rehabilitación y conversión del edificio— “de tanto dolor y patente olvido en el actual Centro Cultural lucense O Vello Cárcere”. Los poemas de esta parte carecen de número o título que les identifique, así como mantienen la estructura más clásica o tradicional.
Ramos describe la “geometría del temblor” de aquel tiempo: “en el círculo letal de su Panóptica, / entre la curva singular de sus arcadas, / los muros de las celdas asumieron / el tufo del terror que aún nos estremece”. Desde el presente, “El tiempo acuña el sueño de las piedras” de aquel lugar. Sin embargo, el poeta afirma entre interrogantes: “¿Quién dijo que las piedras / no sabrían gritar, / que el aire herido y roto no se quejaría?” El autor impele a “excarcelar de una vez la memoria” y “reivindicar lo que pasó”, pues “cualquier muerte desconoce su identidad. / Cualquier asesinado es uno de nosotros”. Los nombres de algunos de aquellos presos se intercalan con las palabras procedentes de una de las cartas remitidas por uno de ellos. “La lista de reclusos es atroz, / inmensa, / y desde la caligrafía del recuerdo hoy llena / las paredes escritas de una celda”. Segregación por castas, hacinamiento, enfermedades, fusilamientos, vejaciones y torturas en un “hotel barato, entre bromas, / decían”. Y, a pesar de ello, “seguir abrazando la vida”.
También está muy presente el juego cruel con las palabras. Uno de los poemas se inicia así: “¿Error? / Horror. / Filosofía carcelaria inquisitiva”. Igualmente: “la guerra yerra. / La postguerra, también”. Así mismo, se emplea la similitud léxica entre “arroz” y “atroz” para remitir al alimento que los presos podían adquirir con la escasa asignación diaria: “el dinero en las cárceles, / fue siempre una deuda continua / y un claro ejemplo de control”. Ante el alimento material, la carencia simbólica: “Hambre de abrazos. / Y en el estómago a raudales / eso humano que aún roe llamado libertad”. Ramos habla de Lugo como “ciudad amurallada” para decir a continuación: “dentro, / las piedras de las celdas herrumbrosas, / y el dolor”. Si bien los hombres obtenían el “oscuro beneficio social” de “la supuesta Redención de Penas” (“por día trabajado conseguían / dos días menos de condena”), las mujeres, “aún, / estarían peor, / no podían trabajar ni dentro ni fuera. / Dependencia completa, / falta de integración, / la jugada perfecta”. Alguna dio incluso a luz allí (Encarnación Ferreira García). Hubo también un poeta (Avelino López Otero), que dejó en ese lugar su vida. Surgen más nombres de quienes corrieron idéntica suerte. Hay quienes se rebelan por dignidad, quienes deciden acabar antes con su vida. Concluye el apartado con unas palabras plenas de significado, como credo ético: “El sufrimiento, / es una verdad computable. / La verdad, / una obligación de búsqueda. / El recuerdo, necesidad”.
El tercer bloque, La voz de las cunetas, se corresponde casi íntegramente con los poemas del libro Entre cunetas, publicado por el autor en Baile del Sol (2015). En esta última parte se abordan las fosas del franquismo “que aún siguen ignoradas en gran medida”, según palabras de García-Teresa. Un apartado que se abre con la siguiente dedicatoria: “A la justicia necesaria / y en memoria de todos los olvidados”. De nuevo la tierra, como parte fundamental de lo natural, vuelve a ser protagonista en un inicio donde el poeta invita a “mirar la tierra, contemplar / su misterio de la misma manera / que se observan los secretos del fuego”. Se pueden “sentir las brasas / de los huesos sin nombre, / la llama incandescente del cráneo / crepitando en su alzado de inocencia”. Ese otro elemento natural, el fuego, sirve para una nueva simbología asociada con el tema que centra esta parte: “A las ascuas de las heridas / aún no acude / la materia roñosa / de la memoria silenciada, / ni su ceniza sorprendida sopla / la calderilla de tanto mutismo cómplice”. Y de un fuego a otro, pues a los victimarios “las lágrimas dolientes de las víctimas / no les mojaron la pólvora” ni “oxidaron sus pistolas”, pues “en el carrusel / dilatado de la mala conciencia, / nunca hubo sitio, / nunca vecindad / para las manos ofrecidas”.
Como contrapeso, Ramos refiere esperanzador a “un poco de luz” que “abrirá las cerraduras / de las promesas falsas y el dolor impune”. Es en el momento presente cuando “la vida, parábola y leyenda, / está pidiendo muestras, / del surco cerrado por el silencio herido”. Es hora “de remover la tierra, de cortar / la soga terrible que anudó la tristeza / y moduló la pena”. Desde esas cunetas que son “cementerio sin lápidas”, “rincón del silencio” o “las playas de un mar / que busca sus olas entre nosotros / haciendo nuestros para siempre / la existencia y el luto de un vacío”, Ramos cita a un poeta para afirmar: “No es que los muertos no hablen / es que hemos perdido la costumbre / de escucharlos”. Son por tanto “la sequía / de los sueños, la libertad / líquida de una historia sin relato, / la piel de un hueco / en la memoria de un país / vergonzosamente callado”. Igual que en el anterior bloque las piedras, en este también los muertos son dotados de sentimientos, recordando que “ya es tiempo de escuchar el pulso / de los huesos en paz / y la liturgia que alce / de una vez para siempre su memoria. // Abrir la tierra”.
En otro de los poemas, Ramos realiza un símil entre los restos arqueológicos expuestos en los museos y aquellos otros de los ejecutados durante el franquismo. Así, alude a las instituciones que salvaguardan la historia de “este país”, donde “existe una sección entre vitrinas / dedicada normalmente / a los vestigios más antiguos”. También “restos de otras épocas / al aire libre de la historia”. Para añadir: “Y zanjas, / muchas zanjas por abrir”. El poeta nos invita a pensar, “solo al paso, / en el deslumbramiento repentino / ofrecido por una memoria más abierta”. En un poema diferente, la voz poética se transforma en la de los asesinados y enterrados, clamando por su visibilidad: “¡Quitadnos / esta piedra, / estas sombras / ya de encima. / No la yerba / ni su olor / que nada ocultan! […] Es seguro, / que la muerte / nos iguala, / pero muertos / celebrados / y matados / no es lo mismo”. Como en una oración, vuelve el autor a pedir al suelo de la geografía contenida en este país, en un poema posterior y circular, que desvele su verdad: “Roguemos a la tierra / que cuente la verdad. / ¡Roguemos! / A la verdad, justicia; / a la justicia, duelo; / al duelo, comprensión; / a la comprensión, temple. / ¡Roguemos!” Otro poema concebido a modo de canción popular (canción de la vera), cambia el contenido esperable del folklore musical por otro afín al tratado en el poemario, pleno de tristeza, dolor e impotencia: “A la vera, vera / de la nueva nada, / del vacío hueco / de la vieja zanja, / que a secreto huele / que de olvido espanta, / que brama en la historia, / que cruje en su trama […] ¡Ya ronca la historia!, / ¡Ya grita la zanja! / ¡Ya piden las fosas /aire y no venganza!” La licencia poética de otorgar sonido a los muertos para hacerse notar se repite en el siguiente poema: “No hay casa alguna / ni aposento posible donde guardar / la bruñida y alta nervadura de sus voces. / No hay piedra virgen para guarecer / los gritos sin abrazos / que aún se escuchan”. También la propia tierra que alberga los cuerpos se manifiesta, según Ramos: “¿No escucháis / el grito del cuarzo y las voces / del sílice arañando tanta lejanía?” Estos gritos tal vez sean oídos por alguien futuro que heredará “la mansedumbre / de los aperos de labranza, / las herramientas / para la construcción” siempre duraderas, y empleando “pico” y “pala” para abrir “de uno en uno, / los pliegues de la arena”. Además de las voces no escuchadas, están las palabras mal empleadas que pueden definir incorrectamente aquello a lo que refieren: “Al nombrar sólo asesinato, / sin ningún atributo, / se olvida el subterfugio, / se esconden los ardides / de quienes planificaron la acción”.
Quedan afortunadamente las acciones bondadosas, las buenas voluntades (“en muchos corazones permanecen / encendidas las luces de la voz / y la razón”). También han visto la luz algunos de estos asesinatos y enterramientos —como en el poema dedicado a las “exhumaciones ya realizadas”—. Los muertos, como hemos visto, siguen expresándose, “en vigilia rondando / en las cenizas de esta vieja casa / que llamamos mundo” y “por las tardes parece que desde el campo llegan / extraños rumores sagrados / que siguen alegrándonos la vida”. Permanecen por tanto en nuestro recuerdo más vivo.
Abrir la tierra cierra precisamente con el verso que le da título. En palabras del autor “es un libro reivindicativo” porque “es necesario que así sea”. El compromiso del creador, del poeta de alma sensible, de ética y conciencia como baluartes, debe estar más que nunca con los pies pisando el suelo de la realidad. Tocarlo, sentir lo que cobija para darle voz. Así nos lo demuestra Ramos en este impactante e indispensable libro poético.
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Autor: Luis Ramos De la Torre. Título: Abrir la tierra. Editorial: Lastura.


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