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Falsos dilemas

Mi novela Terroristas modernos quiere ser una indagación literaria e histórica en un momento muy concreto dentro del proceso de formación del Estado liberal en España. En el año 1816, un grupo de excombatientes, de defensores de la Constitución de 1812 y de detractores del monarca absoluto Fernando VII, así como de personas sin filiación política pero necesitadas de dinero, urden lo que la historiografía posterior dio en llamar “La conspiración del triángulo”, de raíz masónica, cuyo objetivo principal era cambiar a los ministros absolutistas (la camarilla del rey) por ministros liberales y obligar a Fernando a jurar la mencionada Constitución. En caso de que éste se negara, se manejaba la posibilidad del regicidio. La novela relata el proceso de planificación del atentado, la captación de conspiradores mediante la remuneración económica o la promesa de promoción, las relaciones íntimas y colectivas entre los conjurados y la postrera persecución policial.

La trama central de Terroristas modernos es, pues, un hecho histórico contrastado, si bien muy poco conocido, y cuya historicidad me he preocupado concienzudamente en respetar. Mis fuentes de investigación principales fueron dos: la primera y más importante, la tesis doctoral La conspiración del triángulo, de la historiadora de la Universidad de Sevilla María del Pilar Ramos Rodríguez, publicada en 1970. La segunda, el Tomo VIII de la Colección de las Causas más célebres e interesantes, de los mejores modelos de alegatos, acusaciones fiscales, interrogatorios y las más elocuentes defensas en lo Civil y Criminal del foro español, francés e inglés, cuya autora es, según reza lacónicamente la portada del libro, “Una Sociedad de Jurisconsultos”, y que fue editado en Madrid en 1863.

"¿Hace Marta Sanz novela histórica cuando escribe Daniela Astor y la caja negra, publicada en 2013 pero narrando una historia de los setenta? "

La investigación histórica y el conocimiento de los hechos que ésta me iba proporcionando han constituido el motor de la escritura. Quiero decir con ello que la indagación en la época pasada hasta en sus usos y costumbres más cotidianos no ha servido para “ambientar” Terroristas modernos. Siendo cierto que, como he dicho, mi intención ha sido la de respetar la historicidad, y que eso probablemente ha dado a la novela lo que dentro del género se consideraría “buena ambientación histórica”, la trama, los personajes y los mensajes políticos que quería plasmar fueron construyéndose “gracias a” los recursos históricos e historiográficos. No partía yo, pues, de una historia “de ficción” a la que tenía que montarle un decorado “de realidad” histórica (distinción para mí banal o, cuanto menos, poco útil, como explicaré más adelante). Más bien ha sido al contrario: eran la curiosidad histórica y los hallazgos que esta arrojaba lo que, durante cinco años, movilizó mi imaginación literaria, entendida en su sentido más amplio y complejo; entendida como la interpretación que practicaban los escolásticos o los humanistas cristianos, que anotaban en los márgenes de las Sagradas Escrituras la fórmula para demostrar la existencia de Dios. Un sentido, en fin, que supera la boba distinción entre realidad y ficción y la todavía más boba distinción entre historia y literatura.

¿Hace Marta Sanz novela histórica cuando escribe Daniela Astor y la caja negra, publicada en 2013 pero narrando una historia de los setenta? ¿Hace novela histórica Javier Cercas con Anatomía de un instante relatando en 2009 un suceso ocurrido el 23 de febrero de 1981? ¿E Isaac Rosa hablando de la tortura franquista en El vano ayer desde la perspectiva de 2004? ¿Y Andrés Neuman con El viajero del siglo, personajes decimonónicos que nos hablan en 2009? Pérez Galdós cuando recrea las miserias del imperio español en sus Episodios Nacionales, ¿hace novela histórica? ¿Y el joven Terenci Moix con La torre de los vicios capitales o Nuestro virgen de los mártires, fantasías homosexuales de la época de los primeros cristianos? ¿Y Shakespeare con Julio César? ¿Y Zorrilla con Don Juan Tenorio? Yo misma publiqué hace dos años una novela en la que hablaba por boca de la renacentista Santa Teresa de Jesús, y el texto que aquí presento se desarrolla en 1816. ¿Soy, pues, una autora de novela histórica?

"El tratamiento que una escritora hace de aquello que le ha venido dado por la llamada Historia, ¿es un tratamiento pacífico o crítico? La escritora, ¿pide la mano de la casadera Historia o, directamente, le mete mano?"

Podemos seguir preguntándonos infinitamente si obras que se desarrollan en épocas pasadas caen o no en el género histórico, y, de paso, intentar clasificar Terroristas modernos. A mí, sin embargo, no me interesa responder a esa pregunta, que es lo mismo de tramposa que aquella otra sobre la llamada literatura femenina: ¿escribe una mujer, por el hecho de ser mujer, literatura femenina? Del mismo modo podríamos preguntarnos si una novela, por el mero hecho de tratar sucesos del pasado histórico, es de por sí una novela histórica. Como digo, a mí me da igual que el crítico, el erudito o el lector mismo considere mi novela una cosa u otra. De todos modos, es mayoritariamente el editor quien, con su clasificación editorial y la imagen de portada, determina el género de la obra, respondiendo a unos intereses poco o nada literarios.

La pregunta que sí me interesa hacerles a los libros que tratan asuntos de épocas pasadas como los que antes enumeraba, y la que yo misma me hago al escribirlos, es muy otra: El tratamiento que una escritora hace de aquello que le ha venido dado por la llamada Historia, ¿es un tratamiento pacífico o crítico? La escritora, ¿pide la mano de la casadera Historia o, directamente, le mete mano? Isaac Rosa se lo pregunta a propósito de las novelas sobre la guerra civil española en “Y, pese a todo, necesitamos más novelas sobre la Guerra Civil” (prólogo al ensayo de David Becerra Mayor La Guerra Civil como moda literaria, Clave Intelectual, Madrid, 2015): la novela que se mete “en” o “con” la Historia, ¿pasa por alto lo más conflictivo de nuestro pasado y nos reconcilia con ambos tiempos, o, por el contrario, nos da nuevas claves interpretativas con las que mirar ese pasado conflictivo? La novela, ¿politiza o despolitiza? ¿Ideologiza o desideologiza?

"Esta visión de las cosas también nos permite acabar con las distinciones bobas que yo apuntaba al principio entre realidad y ficción, entre historia y literatura."

Para hacernos estas preguntas, considero que hay que partir de una serie de descreimientos fundacionales (y tales consideraciones supondrían el comienzo de mis diferencias con Isaac Rosa): En primer lugar, dejar de entender la Historia como una disciplina no ya científica ni, mucho menos, objetiva, sino ni tan siquiera potencialmente ecuánime, equilibrada o reparadora. En segundo lugar, entender la Historia como un relato de los poderosos difundido en su beneficio. En tercer lugar, dejar de entender a dichos poderosos como proveedores de nada semejante a eso que llaman bien común. Destruir, pues, la falsa comunidad de intereses de la que quieren hacernos partícipes a los que no somos poderosos.

Esta visión de las cosas nos permite hablar de los detentadores del poder y de sus historiadores del método científico como de los verdaderos literatos, escritores y novelistas de la Historia, siendo los escritores de la editorialmente llamada novela histórica, despolitizada y despolitizadora, su mera comparsa, sus meros voceros y sus nada inocentes legitimadores. Esta visión de las cosas también nos permite acabar con las distinciones bobas que yo apuntaba al principio entre realidad y ficción, entre historia y literatura, pero que ya sabemos que no son tan bobas. Son interesadas, son los falsos dilemas con los que nos quieren tener entretenidos los cancerberos de La Realidad, como escribiría en mayúsculas Agustín García Calvo. Falsos dilemas que nos distraen del único dilema que debe interesarnos a las escritoras menesterosas: emancipación o sometimiento con respecto a los marcos de referencia burgueses y machistas, y, en lo que concretamente a la literatura se refiere, admisión o no de la obra propia en la discoteca del fascismo posmoderno como cultura, esa palabra que sirvió para renombrar nada menos que los ministerios de propaganda europeos tras la segunda guerra mundial (y en España a partir del desarrollismo de los años sesenta). Como en el fascismo clásico sin ir más lejos, bajo el régimen franquista [en el fascismo posmoderno] la cultura asume otra vez la función de neutralizar, de despolitizar las relaciones sociales. Y otra vez se la degrada con un tratamiento folklórico, banal y festivo, nos explica el colectivo libertario barcelonés Espai en Blanc en su artículo “Barcelona 2004: el fascismo posmoderno” (dentro del volumen colectivo La otra cara del Fòrum de les Cultures S. A., Edicions Bellaterra, Barcelona, 2004).

"Si algo quiere hacer Terroristas modernos con los tan bien asentados recursos históricos (como con los recursos literarios) es abusar de ellos: acudir a sus fuentes, esquilmarlas y derramarlas tal y como riegan con leche los campos los ganaderos cuando protestan."

Para perderle el respeto a todos esos entretenimientos que sólo sirven para envilecernos y embotarnos, haríamos bien en entender la literatura como una navaja de mango repujado que, tras varias generaciones de socialdemocracia, se nos ha legado mellada e inofensiva, sólo apta para untar fuagrás. Entender que afilarla está en nuestra mano (en nuestro modo de leer, de escribir, de escuchar cómo los demás leen y escriben y hablan sobre lo escrito y lo leído) y salir con ella a la calle, a la universidad, a las bibliotecas, a los despachos editoriales, a las conferencias, a las fiestas literarias y a las presentaciones de libros. Cultura o navaja: ese y no otro debe ser nuestro dilema.

Si algo quiere hacer Terroristas modernos con los tan bien asentados recursos históricos (como con los recursos literarios) es abusar de ellos: acudir a sus fuentes, esquilmarlas y derramarlas tal y como riegan con leche los campos los ganaderos cuando protestan por el abaratamiento de los lácteos. No se trata solamente de desmentir la versión oficial sobre la gestación del Estado liberal a principios del s.XIX. Eso puede ocurrir de pasada en mi intento por impugnar la falaz frontera entre historia y literatura, entre documento y leyenda. Tampoco quiero reescribir la historia desde el bando de los vencidos y ocupar —Dios me libre— un lugar cívico y pedagógico, como dice Isaac Rosa. No intento generar un contrarrelato al que adherirse en oposición al relato hegemónico. Mi relato sobre los sucesos ocurridos en Madrid en febrero de 1816 no quiere atalayarse en una posición dialéctica de vanguardias. No quiere dirigir; lo que quiere es crear, dentro de los límites temporales y espaciales de su argumento (y dentro de su normalizado idioma, y dentro de la mucha, poca o nula pericia de su autora) un marco de referencia emancipado del preexistente, a saber, aquél que consagra a los constitucionalistas del diecinueve como defensores de la libertad y que cifra esa libertad en derechos. Aquel marco de referencia que asienta las nociones de patriota y ciudadano sobre las que emergerán esas otras de estado y nación; el mismo marco de referencia que, en resumidas cuentas, constituye el primer gesto eminentemente burgués de eso que llamamos España y españoles y del que somos sus tristes herederos.

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Autora: Cristina Morales. Título: Terroristas modernos. Editorial: Candaya. Venta: Amazon y Fnac

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