[16-29 Junio]
Últimos días en Nueva York. El tiempo se acelera. Ya todo suena a despedida. Incluso los paseos por las calles y las visitas a los museos. No puedes quitarte de encima la sensación de que ya no hay otra oportunidad, ya no puedes dejar nada para el día siguiente. Y esa sensación, en lugar de intranquilizarte, te relaja. Ya está todo hecho. Lo que te encuentres, bienvenido sea. Lo que no, ya no importa.
El tiempo de relax posterior sentado frente al Flatiron —a pesar de los andamios— y el oldfashioned con vistas al Empire State cierran el día perfecto.
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El martes por la mañana, escribes tranquilo en casa. El atropello de Washington te ha pasado factura y te sigue doliendo la cadera al caminar. Por la tarde, tras despedir a la visita, te acercas a Brooklyn a la presentación del último libro de Catherine Lacey. Te gustó Biografía de X —aunque se hizo algo largo de más— y quieres ver lo que ha hecho en The Möbius Book, una mezcla de ficción y no-ficción que parece cuestionar todos los géneros.
La librería está a rebosar. Todo el mundo parece salido del casting para una película independiente. Jóvenes atractivos, tatuados, vestidos a la última. Te enamoras de todos y todas. Sentado en una esquina de la librería, te ves como un antropólogo tratando de explorar la conducta de un grupo extraño, observador externo de un mundo literario lejano en el que solo tienes cabida como lector. Por eso, en las cervezas de después, cuando conoces a Lacey, es así como te presentas: admirador de su obra. Aunque también escribas. Pero eso es lo de menos. Aquí escriben todos.
Está también Elisa. Su agente la acompaña y la presenta a todos en el bar. Recomienda su libro. Te alegras por ella —porque te ha encantado conocerla—. Pero no puedes evitar un pinchacito por dentro. Es normal, te dices. También te gustaría a ti.
Regresas al apartamento con una sensación agridulce. Aunque bien reposicionado. Te lo guardas bien dentro, una espina útil, por si en algún momento el ego se te desmadra.
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El último día tenías pensado acudir a otra presentación. Pero te quedas en casa tranquilo, escribiendo el diario de Zenda y terminando de hacer las maletas. Has tenido que comprar otra para que te quepan los libros. Sabías que iba a suceder. Siempre te ocurre. El goteo continuo.
Por la noche, cenas en el italiano junto a la casa y, después, te acercas al muelle de Hoboken para despedirte de la ciudad. Por fin ha dejado de llover y el cielo se ha despejado. El río está en calma y una brisa suave te acaricia cuando te apoyas en la baranda para mirar la ciudad al fondo. Las luces encendidas. El Empire State en el centro. Todo detenido, como en un cuadro romántico. Te ves desde fuera, una figura de espaldas, el personaje de un cuadro de Friedrich frente a la ciudad iluminada.
No sabes el tiempo que te quedas allí. Sin nadie a tu alrededor. Tratando de grabar a fuego este momento en tu memoria. La última noche. La última imagen. El tiempo expandido. La escena que condensa este viaje que tanto te ha enseñado.
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Antes de dormir, recibes un mensaje de American Airlines. Puedes cambiar el billete si lo deseas: mañana habrá tormenta eléctrica y no está claro que el avión pueda salir.
Al día siguiente, el sol pica más de lo normal y el calor húmedo anticipa la tormenta. A mediodía comienza a diluviar y los rayos sobre el skyline parecen sacados de una película de invasiones extraterrestres.
Llegas justo al aeropuerto y cruzas los dedos para que el temporal remita. Te fuiste de España con un apagón y regresas ahora con una tormenta eléctrica.
Con dos horas de retraso, el avión consigue despegar. El capitán se arriesga a hacerlo en plena tormenta. Tu miedo al despegue se extiende ahora durante todo el vuelo. Al menos has conseguido un buen sitio y puedes estirar las piernas. Intentas dormir, pero no lo logras. Así que lees. Tenías un manuscrito pendiente: la novela de un amigo, en la que consigues entrar enseguida y que lees prácticamente del tirón.
Llegas a Madrid por la mañana. Has perdido el tren a Murcia y no hay otro hasta la tarde. Afortunadamente, Antonio se acerca al aeropuerto, te lleva a comer a Barajas, charla contigo sobre literatura y hace que todo sea más llevadero.
En el tren, por fin, consigues dormir. Te despiertan tus propios ronquidos. Supones que a ti y a todo el vagón. Pero, por una vez, no te avergüenzas. Continúas la siesta.
En la estación, te espera Raquel. La has echado de menos. Aunque de modo diferente a cómo antes se echaba de menos a la gente. Al fin y al cabo, la has visto por videoconferencia prácticamente todos los días. Así que no has sentido la ausencia de la imagen. Faltaba el cuerpo, por supuesto. Pero esta misma tarde pones remedio.
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Cuando despiertas al día siguiente, casi al mediodía, no sabes dónde estás. Pasan varios segundos hasta que consigues orientarte.
Por la tarde, visitas a la Julia. No cesa de llorar. Creía que no te iba a ver más. Y cuando le dices que no has estado en Barcelona, sino en Nueva York, comienza a llorar de nuevo. No me engañes más, te dice. Aunque después reconoce que si llega a saber que estabas tan lejos se hubiera muerto seguro. Pero no me engañes más, repite.
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El domingo regresas a la normalidad. Entras en tu despacho. Y, por fin, puedes leer. Te esperan los libros que han ido llegando durante tu ausencia. Tienes claro por dónde empezar: Ahora y en la hora, el último de Héctor Abad Faciolince.
Pasas el día abducido por su prosa hermosa y precisa, pero, sobre todo, con el corazón encogido por la dureza del relato: la invasión de Ucrania, la muerte de la joven periodista Victoria Amélina, la culpa del que sobrevive a la catástrofe, la responsabilidad del testigo, la necesidad de contar… Y también —y quizá sobre todo— la carga de vivir con la idea de que tal vez era a uno mismo a quien le tocaba morir.
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El lunes, temprano, planificas la semana y también el verano. Tienes que regresar a la novela. Así que, antes de nada, imprimes la versión que acabaste en Art Omi. Es lo primero que debes hacer, leerla. Aunque hoy no puedas comenzar a hacerlo. Tienes que volver a la universidad.
El buzón de la Facultad también está lleno de libros que han ido llegando estos meses. Te falta verano para leerlo todo.
Después, reencuentro con los compañeros y elección de horarios para el próximo curso. Se te va la mañana en esto, pero escoges bien. Por fin, horario de catedrático. Aunque ya intuyes que te faltará tiempo para escribir.
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Ves terminar con Raquel Hacks y The Studio, dos de las mejores series de este año. No has querido verlas solo. Hay series que se disfrutan mejor en pareja. Sobre todo, las comedias. Siempre es mejor reír con alguien al lado. Compartir la risa, incluso más que el llanto —que a veces prefieres guardar para ti—.
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Lees todo lo que llevas escrito de la novela. No recordabas muchos de los pasajes. Y eso te gusta. No escuchas tu voz de autor, sino la de la protagonista que narra la historia. Eso, al menos, funciona.
La experiencia de lectura, sin embargo, es —como siempre en el primer borrador— una montaña rusa. Hay momentos que te entusiasman. Y justo después, caídas en picado. Frases torpes, pasajes flojos, decisiones vagas. Y al final, la duda. La inseguridad más absoluta. El no saber si sirve. También la imposibilidad de juzgar con claridad. La falta de distancia. Esa bruma que cubre el texto cuando uno todavía está demasiado dentro.
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El miércoles, fin de curso del Club Renacimiento. Después de la charla virtual de Elena Ramírez, cerveza con los “talleristas” en La Santera.
Momento de orgullo cuando ves a los integrantes del taller todos juntos. Se lo dices a Leo. Este año han salido buenas novelas de ahí. Dos premios importantes. Libros que van a ver la luz en editoriales serias. Una cantidad de cuentos que merecen la pena. Pero sobre todo una comunidad que lee y escribe, que se junta a hablar de literatura y que disfruta con lo que hace.
Después vienen Rafa, Yayo y Jota. Os abrazáis. Has regresado a Murcia. La noche se alarga. Tú no dices a nada que no. Y cuando llegas a casa, tarde, sabes ya que la resaca del día siguiente te va a costar pasarla.
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El día siguiente lo pasas dormitando y con dolor de cabeza. Has perdido la costumbre.
Te saca del letargo la lectura de Una separación, de Katie Kitamura. En Art Omi, todo el mundo hablaba de ella. Su última novela, Audition, estaba en todas las librerías. No sabes cómo has llegado tan tarde a su obra. Pero agradeces al menos haberlo hecho.
Entras rápidamente en su mundo. En su forma de abordar las emociones. En su aparente simplicidad. Te captura su voz y comprendes enseguida que va a afectar a la voz de tu protagonista. Intentarás mantenerla a raya.
Por la tarde, inauguración de Alejandra Freymann en Art Nueve. También ella cuenta historias con sus cuadros. Pequeñas narrativas fragmentarias en las que, a diferencia de sus series anteriores, ya no hay figuras humanas. En Descanso en la huida —así se titula la exposición—, solo queda el paisaje. Ya nadie va a ningún lugar. Lo único humano es el ojo de quien mira, quien entiende el paisaje como espacio de reposo.
Tras la inauguración, se presenta el libro que conmemora los 25 años de la galería. No entiendes tu trayectoria como crítico sin ese espacio. Terminaste la carrera de Historia del Arte el mismo año en que la galería abrió. Y desde entonces no has dejado de escribir sobre sus artistas y exposiciones. Tampoco de asistir a sus inauguraciones. Art Nueve forma parte de tu vida. De la profesional, pero también de la afectiva. Eso es lo que has intentado dejar claro en el texto que has escrito para el libro y lo que comentas cuando te toca hablar esa tarde. Uno no elige los lugares que lo conforman. A veces simplemente los reconoce cuando tiene que mirar atrás.
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El viernes por la mañana, escribes. Comienzas a corregir poco a poco la novela. Te cuesta ahora entrar en el tono. Apenas cambias unas pocas palabras y confías que la inspiración vaya llegando. A media mañana, lo dejas y sales para la radio. Regresas al estudio de la SER y, en tu sección del Hoy por Hoy Región de Murcia, recomiendas el libro de Héctor Abad.
Después, comes con Raquel y celebráis por fin la vuelta. También el cumpleaños y la cátedra. Continúas la celebración con Yayo y, poco a poco, se van sumando amigos. Una tarde que esperabas tranquila acaba en una noche que se va de las manos. No recordabas que no podías saltar y vuelves a lastimarte los gemelos. Regresas a casa cansado y dolorido, pero con una extraña felicidad.
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El sábado dormitas. Lees. Visitas a la Julia. Regresas enseguida al aire acondicionado. Hacía tiempo que no sentías un calor tan asfixiante.
Comienzas a ver Tierra de mafiosos. Es una especie de Succession sin pretensiones. Guy Ritchie en estado puro. También te recuerda algo a Ozark y Banshee. Acción trepidante y violencia gratuita. Justo lo que necesitabas para levantar el día.
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El domingo tienes un evento en Moratalla. Pero estás cansado y no te apetece asistir. Antes, hubieras ido sin pensarlo. Pero, de un tiempo a esta parte, has comenzado a abandonar los compromisos. A decir que no cuando el cuerpo y las ganas no acompañan. Hoy, sin duda, quedarte en casa ha sido la mejor decisión. Entre otras cosas, porque quieres estar presente cuando Raquel acabe de leer el manuscrito de la novela. Es la única persona a la que puedes mostrárselo en el estado que está, lleno de corchetes y reiteraciones, con todas las costuras abiertas y muchas voces aún sin asentar. Pero necesitas que lo lea. Solo así podréis empezar a hablar de la trama, del personaje. Solo así podrá comenzar la conversación.
Te ha ido dejando caer algo mientras leía estos días. Lo que funcionaba del personaje, lo que no veía claro, las expresiones que cambiaría de su vocabulario…
Esperas a que termine en el despacho, como quien espera la nota de un examen. Y al final parece que lo pasas. Dice que funciona, sí. Aunque no es demasiado efusiva. Tampoco podías esperar otra cosa. Te recuerda a su reacción ante la primerísima versión de Anoxia. A veces piensas que no deberías enseñar nada hasta que estuviese más terminado. Porque estás mostrando el esqueleto, los brutos, los hilos sueltos del traje. Y así es difícil disfrutar de la lectura. Sobre todo, en este caso, cuando las diversas capas de significado y los juegos metaficcionales solo adquirirán sentido cuando todo esté encajado. Mientras tanto, se puede apreciar algo del sabor, la capa más evidente, pero nada más.
Aun así, a ese primer nivel, parece que la novela pasa la prueba. Pero todavía queda mucho trabajo por hacer. Muchísimo. El tipo de trabajo que convierte un libro aceptable en algo que merezca la pena. Siempre lo has dicho: es ahora cuando comienza el verdadero desafío. Cuando las ocurrencias y la inspiración se dan la mano con el pico y pala, con los quebraderos de cabeza para que todo encaje, con los recortes y añadiduras. Es ahí, en ese campo de tierra, donde se juega la literatura.
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