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Fleur Jaeggy: la vida fuera de la palabra

Fleur Jaeggy: la vida fuera de la palabra

En la página inicial de Los hermosos años del castigo (1989), Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) recordaba los años en los que fue alumna en un internado en Appenzell, “el lugar por el que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto…”. De haberlo sabido, habría recogido una flor para él. La vida, a menudo, es más verdadera en la conjetura. Quizá Jaeggy no pudo dedicarle esa flor, pero se ha ocupado de editar la obra de Walser en Adelphi junto a Roberto Calasso (1941-2021), editorial donde también se publicaron, en original italiano, las dos primeras novelas breves de la autora: El dedo en la boca (1968) y Las estatuas de agua (1980), las dos que precedieron a Los hermosos años del castigo y que se han publicado en Tusquets con traducción de Mª Ángeles Cabré.

"El lenguaje se reduce a lo esencial, a una lucidez de instantes punzantes propia de la aridez de los versos de Ingeborg Bachmann, unida a una visión repleta de un continuo Witz nihilista, como la de los personajes de Thomas Bernhardt"

El dedo en la boca está protagonizado por Lung, una joven de apenas veinte años a la que le gusta la naturaleza, ir en tren y pasear al aire libre; sabemos, también, que ha pasado algo de tiempo en una clínica. Su identidad y sus recuerdos son un poco ambiguos; aparentemente normal, aparentemente anormal: “Yo, Lung, tengo un defecto que cultivo bastante. Los demás lo formulan así: tiene la manía de chuparse el dedo”. Un detalle infantil a partir del que Jaeggy nos encierra con su prosa en una suerte de sala de espera de hospital imaginaria y nos mantiene aquí encerrados toda la novela. El olor a material esterilizado, a soledad, a enfermedad, a luz fluorescente, a la opacidad de las paredes amarillentas. Estamos encerrados, suspendidos en la nada, sentados en una butaca que se hace cada vez más grande y sólo guiados por frases heladas, cortantes, ardientes como trozos de hielo peligrosos que han dejado capturadas pequeñas naturalezas ahora muertas, cada una de las cuales encierra una verdad. En efecto, como señala Vila-Matas en su artículo Educando mujeres correctas: “Ese pavoroso desvelamiento siempre llega acompañado de la inevitable crueldad, jamás desligada de la rutinaria, aunque secreta, vida de la verdad”. Jaeggy no explica nada: observa, describe, nos hace “encuerpar” una psique mecanizada; recrea el vértigo de la pérdida de la verticalidad metafísica, obliga a habitarlo, a soportar el vacío, a sentir cómo se dilatan los espacios, a escuchar el ruido agónico de los huecos. La protagonista se chupa el dedo, pero más allá de este detalle sus personajes no saben qué hacer con el libre albedrío. Y en el eco de este vacío se pronuncia la ausencia de Dios. El lenguaje se reduce a lo esencial, a una lucidez de instantes punzantes propia de la aridez de los versos de Ingeborg Bachmann, unida a una visión repleta de un continuo Witz nihilista, como la de los personajes de Thomas Bernhardt: “Muchas veces pienso en cortarme el pelo; otras, en cortarme la garganta, otras en arrancarme los ojos”.

En Las estatuas de agua, dedicado a Bachmann, el joven Beeklam prescinde del sol, de los mortales, y se encierra en un sótano rodeado de estatuas, consagrado a aquello que sólo en la obra de arte permanece. “El dolor, la ralentización de la vida, hacen que el tiempo parezca demasiado largo; pero los años se van siempre con la misma rapidez”. Pareciera que Beeklam haya encontrado su propia respuesta a la pregunta que se formula en el Libro XI de las Confesiones de San Agustín: “¿Quién podrá detener el corazón del hombre para que se pare y vea cómo, estando fija, dicta los tiempos futuros y pretéritos la eternidad, que no es futura ni pretérita?” En las estatuas de agua, en lo inmóvil, esa atemporalidad de la eternidad se pronuncia, como sucede con la urna griega de Keats, cual inviolada novia del reposo. Y es muy difusa la línea que separa la urna de la muerte. La vida, el agua, parece pronunciarse en “ese Vacío que rechaza a quien se exprese o se aferre a su nombre”. Ese que parece decir: “La verdadera vida está fuera de la palabra”.

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Autor: Fleur Jaeggy. Título: El dedo en la boca y Las estatuas de agua. Traducción: Mª Ángeles Cabré. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.

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