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Flores para Lola: Una mirada queer y feminista sobre La Faraona

Flores para Lola: Una mirada queer y feminista sobre La Faraona

Coincidiendo con el centenario del nacimiento de Lola Flores, las editoriales Dos Bigotes y Egales se han unido para lanzar este homenaje a la Faraona. Varias autoras, entre las que se encuentran Nerea Pérez de las Heras, Pepa Blanes y Lidia García (de cuyo texto reproducimos aquí un fragmento), ponen el foco en el lado más queer y feminista de la gran artista española. Carlos Barea ha sido el responsable de compilar los breves ensayos reunidos bajo el título Flores para Lola.  

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“Lola… (por supuesto que) sí” de Lidia García

«Mama, cuéntame otra vez lo de la Lola Flores». Y mi madre me lo volvía a contar. Yo no me cansaba de escucharla. Esperaba con emoción los momentos álgidos de la historia, sabía de memoria qué venía a continuación. En realidad, era como escuchar un cuento, solo que ni Blancanieves ni Pulgarcito tuvieron nunca nada que hacer: ninguna de sus aventuras me cautivaba tanto como la dicha de oír por enésima vez la historia de cuando Lola Flores vino un año a cantar a mi pueblo. «Si vieras con qué brío salió… Los aplausos retumbaban en toda la calle de la iglesia». Fue en las fiestas de agosto, claro, en un tablao de madera que montaban en la puerta del mercado. No sabía decirme el año. Daba igual; lo importante era que aquella mujer radiante, excesiva, hipnótica que ensanchaba mis ojos infantiles cada vez que salía por televisión había actuado en el mismo sitio que mi madre frecuentaba cada jueves con el cometido sagrado de averiguar quién traía los mejores tomates. Daba igual que hiciera tanto tiempo de eso que nunca recordara la fecha: el caso es que había ocurrido. El mundo en que me había tocado vivir y el mundo con el que soñaba se rozaban en aquella historia y yo —que en ese momento no sabía que Lola había recorrido con su arte la práctica totalidad de los pueblos de España— me tomaba aquello como una señal. Era, no lo dudaba ni un segundo, una evidencia palmaria de que mi temprana devoción por ella era inevitable. Cuando Lola Flores murió, ni siquiera creo que yo alcanzara a entender realmente el concepto mismo de la muerte, pero bien que lo sentí. Por aquel entonces el único alivio de mi luto de niña mitómana era, como sigue siéndolo hoy, escuchar una y otra vez sus canciones.

El lerele, mismamente, siempre me ha parecido una cosa de otro mundo. En su Historia de la canción española decía Álvaro Retana —autor también de deliciosas novelas libertinas y de no menos deliciosos cuplés— que la letra de El lerele era «incongruente, disparatada y caprichosa». En realidad, esta zambra de Monreal y Currito es una colección algo deshilvanada de cierto imaginario al que siempre estaría vinculada Lola: uno cuajadito de tópicos exóticos, orientalismo y embrujo. «Vengo del templo de Salomón, / traigo las leyes del faraón», arranca la primera estrofa sin dejar lugar a dudas. Meneo de caderas, tintineo de monedas y un buen par de ojos negros; a lo largo de su dilatada trayectoria Lola sería muchas cosas, pero nunca dejaría de ser eso. Hasta su faraónico sobrenombre contenía ecos del espíritu de este Lerele. Lo mismo sucedía con la falsa hechicería que, en su mítico papel de Cora Benamejí, ejecutaba en la película El balcón de la luna (Luis Saslavsky, 1962) o en la indumentaria oracular que, ya en los noventa, lucía para entrevistar a distintas personalidades en la sección «La bola», con que finalizaba el programa televisivo Ay Lola, Lolita, Lola. No sin atisbos de autoparodia, el lerelismo no la abandonó nunca. Y conquistó a más de un descreído. El propio Retana, pese a sus reticencias, acababa reconociendo que El lerele encerraba «un poder mágico para permitir a una cupletista revelarse como artista fuera de serie». «Y Lola Flores, que lo es, armó un verdadero alboroto cantándola», concluía el escritor. Aquel alboroto sería el primero de muchos: El lerele tuvo un rol fundacional en el caminito al éxito de Lola.

Hacía tiempo que, siendo una niña todavía, había dado sus primeros pasos artísticos en su Jerez natal y hasta lo había intentado en Madrid. Mucho sabía ya por aquel entonces, a principios de los años cuarenta, del traqueteo de los caminos: mientras cantaba en una larga gira por los cafés del norte, esperaba esa gran oportunidad que creía inminente tras su participación en la película Martingala (Fernando Mignoni, 1940), pero que se resistía más de lo esperado. La oportunidad le llegó de la mano de la malhadada Mari Paz, una cantante muy prometedora que en su momento amagó con ejercer de rival de la mismísima Concha Piquer, pero que falleció trágicamente con tan solo veintidós años. Mari Paz contrató a la joven Lola Flores como una artista de relleno para su espectáculo Cabalgata, de Quintero, León y Quiroga. En una ocasión Lola los convenció para interpretar una canción de otros autores, una que no estaba ni de lejos incluida en el programa, pero que ella había comenzado a cantar hacía no mucho: El lerele. Era el 6 de julio de 1942 y esa noche la función iba a beneficio de la Asociación de la Prensa, así que allí se congregaba lo más granado de Madrid y un nutrido grupo de periodistas que al día siguiente se hicieron eco de lo inevitable: el teatro se vino abajo cuando aquella tal Lola Flores cantó su Lerele. El número de bises que el público le pidió ese día variaba dependiendo del furor con que la Faraona recreara la anécdota. Es bien sabido que la precisión es ajena a la naturaleza de la folclórica; en este caso, la cifra solía oscilar entre cuatro y siete. Lo cierto es que aquel fue su primer gran éxito y que El lerele quedó para siempre unido a su mito.

Indisociable de ella es también La Zarzamora, de Quintero, León y Quiroga. Lola hasta se imaginaba su propio entierro al son de sus compases: «Mucha gente. Ni caballos ni plumas ni coronas ni cintajos. Nada de eso. Todos mis admiradores ¡y una banda tocando La Zarzamora con aire de domingo!», llegó a decir. La Zarzamora, la legendaria cantaora del Café de Levante, siempre se había burlado de los hombres… hasta que llegó él. Resultó ser un señor casado, pero ella —hasta las trancas como estaba— ya no podía dar marcha atrás: «Lleva anillo de casao, / me vinieron a decir, / pero ya lo había besao / y era tarde para mí». Le daba igual que publicaran su «pecao» e incluso que muchos la dieran «de lao»… Nótese cómo con mucho fundamento se barruntaba que el estigma del adulterio de él se lo iba a acabar comiendo ella.

Este tema también fue un éxito tremendo. Lola Flores lo cantaba en el espectáculo Zambra, con el que revolucionó la España de los años cuarenta junto a Manolo Caracol. Fue ella quien contrató al cantaor, con quien ya había trabajado siendo apenas una cría en una precaria gira por los pueblos de Sevilla. El dinero para sufragar el espectáculo —lo contó ella misma en esa barbaridad que es El coraje de vivir (Luis Sanz, 1994)— lo consiguió a cambio de acostarse con un rico anticuario. La pareja Flores-Caracol se convirtió en todo un fenómeno por su categoría artística y su química sin parangón. Así lo recordaba la futura Faraona en sus memorias, Lola en carne viva (Tico Medina, 1990): «Media España cantaba esa Niña de fuego y la gente se daba cuenta además de que allí pasaba algo aparte de lo que se estaba viendo en el escenario». Como que estaban juntos, pese a que el cantaor, al igual que el tormento de la Zarzamora, también estaba casado. Y no solo eso:

Es verdad que Manolo me pegaba. Era una voz popular, se decía por las calles, por las esquinas: «¿Sabes que anoche Caracol le pegó una paliza muy grande a Lola Flores?». […] Si había un hombre que me gustara, tenía que bajar los ojos. En cambio, yo sí tenía que aguantar que él mirara a la mujer que quisiera. Lo que hace el amor… y también lo que hace el miedo.

Aunque Caracol solía decirle que no sería nadie sin él, Lola acabó por poner punto final a la relación. También a la profesional. Lola no solo lo fue todo sin él en el mundo de la música, sino que también triunfó en el cine con películas como La niña de la venta (Ramón Torrado, 1951) o Morena Clara (Luis Lucia, 1954), un remake del clásico de Florián Rey gracias al que había logrado aquel primer papel en Martingala, ya que en su audición impresionó a Mignoni recitándole el trabalenguas de Imperio Argentina, que la joven Lola sabía de memoria. Aunque la Flores no llegó a ser «la Anna Magnani española» que soñaba, llegó a ventajosos acuerdos con Cesáreo González —el magnate de Suevia Films— y cosechó gran éxito también en las pantallas latinoamericanas. Precisamente una película mexicana que protagonizó junto a Agustín Lara, La faraona (René Cardona, 1955), le brindó el sobrenombre con que sigue siendo conocida.

Cuando llegó el declive de las peinetas, Lola supo reinventarse y transitar, como si fuera la cosa más natural del mundo, de la furia dramática de La Zarzamora, Pena, penita, pena o A tu vera al cachondeo protorrapero de Cómo me las maravillaría yo. Siguiendo el sendero de la celeridad de aquel trabalenguas de Morena Clara que abriera a Lola las puertas del cine, este tema de León y Solano acababa desembocando en un festín lleno de celebración y autoparodia al que la Faraona se entregaba sin ambages. La película en la que la interpretaba, Casa Flora (Ramón Fernández, 1973), era en sí todo un monumento a las más refinadas y delirantes mieles del camp cañí. En ella Lola cantaba también —amén del famosísimo número del teléfono con una siempre camp, nunca incamp Estrellita Castro— una canción llamada A mí me gustan los hombres. Toda una declaración de intenciones. En su papel de madame reconvertida en gerente de un hotel improvisado, Lola señalaba uno por uno a los distintos clientes mientras cantaba:

Este me gusta por guapo,
ese por darme castigo,
aquel por majo chulapo
y tú… por lo que no digo.

Por aquel entonces Lola tenía más que bien cumplidos los cuarenta; no nos aventuraremos a cifras concretas, además de porque no hace ninguna falta, porque, como ella misma le dijo a Tico Medina: «Hay quien dice que nací unos años antes, pero yo no me lo creo. Mi madre, que en paz descanse la pobre, me lo habría dicho». En cualquier caso, la Lola de Casa Flora ya no era la muchacha de la Danza de los deseos (Florián Rey, 1954), esa que bailaba frente al mar como inconsciente de su propia sensualidad.

En aquella ya distante película interpretaba a una jovencita huérfana que se había criado en un islote solitario, ajena al mundo… pero ahora ya no hacían falta esas coartadas de «buena salvaje»: Lola era una mujer madura hablando por derecho de su propio deseo. Y lo hacía en un mundo en el que a una mujer se le suponía —según tocara— disponibilidad, sumisión o exhibición, pero nunca verdadero deseo. Eso seguía considerándose poco menos que territorio exclusivo de la masculinidad. «No lo puedo remediar / y me voy a condenar / porque a mí […] / me gustan los hombres», concluía la canción. Pero esa supuesta condena, parecían decir los ojos de Lola mientras la cantaba, bien merecía la pena.

El deseo como condena es tan solo uno de los cientos nodos que amarran la experiencia de las feminidades transgresoras a la de la comunidad LGTBIQ+. Nuestra Lola abrazó con entusiasmo la tradicional asociación entre las divas folclóricas y todo aquel que no cupiese en la estrecha veredita de la respetabilidad. Paseó su constante vinculación con el colectivo —estética, artística, públicamente enunciada— por escenarios y platós y hasta cantó en los Tanguillos de la abuelita una receta-sortilegio que bien pudiera leerse como una génesis algo faltona de la bujarronería misma:

Mi abuelita metía en la bola
los hocicos de una mona tonta,
un loro, ajo y perejil,
un poquito de hierbaluisa, canela y limón,
y moviendo moviendo las manos
de la misma olla salió un maricón.

Cosas más raras contaban los mitos griegos…

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VV.AA. Coordinador de la edición: Carlos Barea. Título: Flores para Lola. Una mirada queer y feminista sobre La Faraona. Editorial: Egales y Dos Bigotes. VentaTodos tus libros, Amazon, FnacCasa del Libro.

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