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Formas de leer un libro

Formas de leer un libro

Ir a comprar un libro tiene algo de caza incruenta. El coto o la sabana de una librería nos sumergen en un tiempo sin relojes en el que, ensimismados y ávidos, seleccionamos piezas, sacamos volúmenes de las estanterías o cogemos alguno de los libros apilados en las mesas de novedades. En las librerías ralentizamos nuestros movimientos, como si nos rodasen a cámara lenta, pues nos desenvolvemos con la sensación de estar en un espacio sagrado en el que hablar alto merece miradas de reconvención. Antes de que sea nuestro, ojeamos el argumento, la biografía del escritor en la solapa —si no lo conocemos— y leemos la primera página. Esto es la prueba del nueve. Si el primer párrafo es un relámpago y los siguientes tienen cadencia y nos impelen a continuar leyendo, lo compramos. A la buchaca. Ya tenemos botín.

Sentados en casa, antes de la vista recurrimos a otros sentidos para posesionarnos de él. El olfato y el tacto. Olemos el papel y la tinta con los ojos cerrados, pasamos con lentitud las yemas de los dedos por sus hojas para calibrar la calidad del papel, y sonreímos. Esta exploración sensorial es especialmente gustosa si el papel de las guardas es de buen gramaje, tiene un color vistoso o reproduce un mapa o una imagen alusiva al contenido.

"Las dedicatorias. Me gustan las escuetas, las directas, y me horripilan las almibaradas. Camilo José Cela tiene dos gloriosas. La de La familia de Pascual Duarte —famosa— es un ajuste de cuentas: Dedico este libro a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera. "

A veces me gusta decirles a mis alumnos: «Seamos lógicos, empecemos por el final». Por eso, si el libro dispone de nota del autor —o agradecimientos—, comienzo la lectura siempre por ahí, pues suele estar en las últimas páginas. Es mi debilidad. Esto no desvela nada importante de la trama y me hago una idea, en los libros de historia o en las novelas históricas, de quienes de variada manera han colaborado en la conformación del libro, de los lugares que ha visitado el autor para documentarse y de las ligazones sentimentales que éste mantiene con algunas personas. Hillary Mantel, en los agradecimientos de su novela Una reina en el estrado (Destino, 2013), al referirse con gratitud a su marido, da en el clavo al decir de él «que ha compartido una casa con tanta gente invisible», en alusión a los personajes imaginarios o muertos hace siglos que copan la mente de los escritores y que conviven con ellos día y noche durante la escritura. Algo parecido hace el historiador militar Max Hastings en La guerra de Churchill (Crítica, 2010), al disculparse a su mujer por el tiempo robado porque ella «se siente condenada eternamente a compartir mi pobre existencia, cuyo espíritu vive en 1939-1945. Merece creer que algún día avanzaremos juntos hacia una vida real en nuestra verdadera época”». Una frase fantástica es la que introduce Antony Beevor en Ardenas 1944 (Crítica, 2015): «SAS el duque d’Arenberg, en cuya finca combatió la 116.ª División Panzer, tuvo la amabilidad de permitir que su mayordomo, M. Paul Gobiet, me llevara en automóvil a todos los lugares de interés». Antológico, envidiable. Estos agradecimientos o notas de autor eran anomalías hace años entre los autores españoles, quienes los han incorporado en sus obras por mímesis de sus colegas extranjeros —británicos y estadounidenses sobre todo—, quienes, a su vez, creo que los introdujeron como paralelismo de las películas, en cuyos títulos de crédito vemos pasar la cantidad de personas que participan en ellas.

Las dedicatorias. Me gustan las escuetas, las directas, y me horripilan las almibaradas. Camilo José Cela tiene dos gloriosas. La de La familia de Pascual Duarte —famosa— es un ajuste de cuentas: «Dedico este libro a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera». La de San Camilo 1936 tiene un haz y un envés: «A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro». Los zendianos somos una hermandad perezrevertiana, así que, para expresar la literatura como viaje en el tiempo y modo de vivir las vidas de otros, no encuentro ninguna dedicatoria más atinada que la de Corsarios de Levante (Alfaguara, 2006): «A Juan Eslava Galán y Fito Cózar, por el Nápoles que no conocimos y los bajeles que no saqueamos». Chapeau, señor Alatriste. Y hay una por la que siento predilección, la de Herman Raucher en Verano del 42: «A todos aquellos que he amado, en el pasado y en el presente». Ahora no puedo evitar que suene en mi cabeza la música de Michel Legrand.

Me disgustan los índices que no se sitúan al principio y prefiero las notas a pie de página agrupadas al final, justo antes de la bibliografía. En los últimos tiempos el colofón, caso de que el libro lo contenga, es burocrático, aséptico, y el santoral se ha visto apeado de él. La batalla. Historia de Waterloo (Destino, 2004), de Alessandro Barbero, tiene un colofón magnífico que indica que el tipo de letra utilizada lo diseñó John Baskerville en la década de 1750 y que el libro se terminó de imprimir el 26 de julio, aniversario del nacimiento en Dublín en 1856 de George Bernard Shaw, quien escribió: «La vida iguala a todos los hombres; es la muerte la que destaca a los eminentes». Una última hoja así es un flechazo al corazón.

"Los prólogos. Me los salto sin más, sin rubor alguno, y si me place, los leo tras concluir el libro. No sé por qué, pero creo que, fuera de la literatura académica, la mayoría de los prólogos son innecesarios."

El epígrafe, es decir, la cita de algún personaje colocada a modo de frontispicio, nos sirve para intuir el pensamiento del autor o como brújula para movernos por el contenido del libro. En muchas ocasiones la cita es pertinente y trasuda la solvencia intelectual de quien la ha elegido, pero en otras muchas guarda un sentido tan oculto que se nos escapa, o es una boutade o da la impresión de que el autor la ha elegido al pinto pinto gorgorito. Ejemplos de epígrafes sustanciosos son el de Joaquín Leguina en La luz crepuscular (Punto de lectura, 2010): «Acumulamos recuerdos para sentirnos menos solos en el momento de la muerte», frase del francés Michel Houellebecq; y el de Mario Vargas en El sueño del celta (Alfaguara, 2010): «Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes», del uruguayo José Enrique Rodó.

Los prólogos. Me los salto sin más, sin rubor alguno, y si me place, los leo tras concluir el libro. No sé por qué, pero creo que, fuera de la literatura académica, la mayoría de los prólogos son innecesarios, no aportan nada, y sólo me gustan los breves que descubren alguna faceta personal del autor.

Después de estas catas, entro en faena. Leo las novelas con las manos desnudas, mientras que los ensayos y los libros de historia lo hago con un bolígrafo. Salvo que se trate de una edición antigua o de lujo, no tengo un concepto fetichista del libro, por lo que me gusta subrayar y hacer anotaciones que me serán útiles para ulteriores trabajos. Uso marcapáginas y odio doblar una esquina de la hoja para saber dónde me he quedado. Me es indiferente la tapa dura o blanda o si el libro es de bolsillo, pero no termino de acostumbrarme al libro electrónico. No es por romanticismo ni zarandajas, sino que sencillamente proceso mentalmente mejor lo escrito sobre papel que los textos electrónicos. Soy más de Gutenberg que de software.

Hay veces que un libro se nos resiste y lo preterimos hasta mejor ocasión. No pasa nada. Quizá no lo habremos cogido en el momento adecuado, por falta de predisposición para un género determinado o porque nuestro estado anímico no es el que requiere una obra concreta, pues lo mismo que en ocasiones nos apetece ir de tapas otras nos apetece un buen restaurante. Unas veces el cuerpo nos pide Stephen King y otras Philip Roth. Es bueno darles una segunda oportunidad a los libros arrumbados. Ahora bien, si un libro definitivamente se nos atraganta, más vale quitárselo de en medio y coger otro. Ars longa, vita brevis.

"El inmenso Paul Auster dijo en una entrevista en XL Semanal que había leído El Quijote cinco veces y que cada novela sale de esa obra cervantina. Yo lo he leído tres veces y cada vez me carcajeo y emociono más."

Hay libros que nos entusiasmaron de jóvenes y que nos marcaron. Si intuyo que voy a decepcionarme y se me va a desmoronar un mito, no lo releo (me niego a emplear el palabro revisito). En cambio, las grandes obras nos descubren nuevos matices e interpretaciones conforme encanecemos y regresamos a ellas. No en balde, la genialidad literaria requiere la ordalía del paso del tiempo. La sedimentación de años es un inexorable decantador de los escritores que merecen pasar a la posteridad y los que merecen el olvido. El inmenso Paul Auster —al menos hasta El libro de las ilusiones, luego, uf— dijo en una entrevista en XL Semanal que había leído El Quijote cinco veces y que cada novela sale de esa obra cervantina. Yo lo he leído tres veces y cada vez me carcajeo y emociono más, porque ha de atesorarse experiencia vital, acumular fracasos y triunfos, para entenderlo mejor. Si vivir es firmar una entente cordial con nuestro pasado y buscar el equilibrio entre los sueños y la realidad, El Quijote es el Libro, la novela total y fundacional, y da igual por qué capítulo se abra —me río yo de Rayuela— para disfrutar en estado puro. Jamás he leído una declaración de lealtad y amistad más conmovedora que la que hace Sancho Panza de su señor don Quijote en el capítulo 13 de la segunda parte: «[…]no tiene nada de bellaco, antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga». Qué maravilla, Dios mío.

Cuando un libro nos encandila nos pasa como cuando estamos enamorados, que tenemos la apremiante necesidad de hablar de ello. Hablar de él es prolongar la atmósfera emocional que sentimos al leerlo, compartir con los demás lo mucho que nos gusta, anticipar las ganas de regresar a casa para retomarlo. No existe, por lo demás, una campaña promocional más barata y eficaz para fomentar la lectura y compra de un libro que esa pasión oral.

Los resortes de la memoria se pulsan cuando una lectura nos hace recordar sitios hermosos que hemos visitado, ciudades o paisajes en los que fuimos felices. Esta forma de leer es doblemente gratificante por unir evocación y sugestión. O puede ocurrir que el libro nos impela a visitar esos lugares si no los conocemos pero sentimos una nostalgia presentida al leer sobre ellos. Lugares donde se calma el dolor (Destino, 2009), de César Antonio Molina es perfecto para esto (con muchas páginas dedicadas a Italia), como también lo es el bellísimo artículo de María José Solano publicado en Zenda “Amore Amaro en Via Margutta”, la calle romana donde me he alojado las veces que he estado en la Ciudad Eterna. Y es que Roma non basta una vita.

"Y por último están los libros adquiridos en las librerías de ocasión, en la Cuesta de Moyano, en los verdes puestos de los bouquinistes parisinos a orillas del Sena. Comprar allí libros es rescatarlos del naufragio del olvido."

Cuando un libro nos ha abducido somos incapaces durante algunos días de centrarnos en otro. Su recuerdo es tan reciente que nos bloquea la capacidad de meternos en otra historia libresca, tenemos que releer de continuo párrafos porque no nos enteramos bien ya que nuestra atención sigue en modo retrovisor. Para curarme de esa melancolía desengraso con alguna novela ligerita o cambio de género literario hasta que, conforme tacho días del calendario, se rebaja la intensidad del excitado estado de ánimo que me dejó el libro contundente y soy capaz de adentrarme en el que tengo entre manos. Esos deslumbramientos que provoca la literatura son análogos a los de un viaje o una fulgurante persona que aparece en nuestra vida.

Y por último están los libros adquiridos en las librerías de ocasión, en la Cuesta de Moyano, en los verdes puestos de los bouquinistes parisinos a orillas del Sena. Comprar allí libros es rescatarlos del naufragio del olvido, sacarlos del purgatorio, como si redimiésemos cautivos en la Edad Moderna. Porque los libros usados, los de páginas amarillentas y viejas cubiertas de piel recuperan la libertad al volver a tener dueño.  Abrimos sus páginas con respeto, como si les hablásemos de usted, al estilo de nuestros abuelos cuando conversaban con conocidos. Leerlos es una forma de otorgarles una segunda vida, sensación que se acrecienta si disponen de exlibris o el nombre del antiguo poseedor escrito con estilográfica y caligrafía inglesa.

Los letraheridos tasamos nuestra vida en los metros cúbicos de nuestra biblioteca, en el paisaje doméstico de anaqueles atestados de libros atesorados, en la desinteresada felicidad otorgada y mundos materializados en nuestras mentes gracias a ellos.

Leemos lo que vivimos. Y vivimos lo que leemos. No conozco otra forma.

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Emilio Lara publica en octubre su nueva novela, El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa), la historia de un hombre tan real y fascinante como desconocido para la mayoría de los lectores. Un hombre que no sólo creará los dos relojes más famosos del mundo, tal como los conocemos actualmente, sino que sorteará todo tipo de dificultades para lograr su sueño.

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