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Frío en Alaska, un cuento de Valeria Correa Fiz

Frío en Alaska, un cuento de Valeria Correa Fiz

Entre los días 6 y 10 de junio el Instituto Cervantes celebrará Benengeli 2022, Encuentro Internacional de las Letras en Español, con la participación de unos 50 escritores del ámbito de la lengua española y con el realismo (sean o no sean realistas sus obras) como tema de base. Benengeli 2022, desarrollado por la sección de literatura del Instituto Cervantes y comisariado por Nicolás Melini, tiene lugar de manera presencial en 5 ciudades de 5 continentes (Sídney, Nueva Delhi, Toulouse, Dakar y Chicago), y en otras tantas por medio de podcast de radio y colaboraciones con instituciones (Buenos Aires, Lima, Bogotá, Caracas, La Paz, San Juan de Puerto Rico, San José de Costa Rica, Ciudad de Panamá, Las Palmas de Gran Canaria y Madrid). Las actividades de Benengeli 2022, que toma su nombre del personaje historiador que Miguel de Cervantes ideó para que divulgara las andanzas de Don Quijote, Cide Hamete Benengeli, se podrán disfrutar en la web del Instituto Cervantes: www.cervantes.es.

Zenda publica en las semanas previas al encuentro 5 propuestas de 5 de los autores invitados. Abre la veda la autora argentina Valeria Correa Fiz con un cuento inédito: “Frío en Alaska”.

***

FRÍO EN ALASKA

Allá por los años cincuenta mi padre y yo vivíamos en un pequeño asentamiento costero cerca del Círculo Polar Ártico. Yo tenía cinco años y no hacía mucho más que mirar los diferentes azules del hielo durante el día y contar estrellas por la noche. Mi padre trabajaba en tierra para las industrias pesqueras, en la Royal Seafoods Inc., y solía hacerme promesas de cómo nuestra vida cambiaría pronto.

—Ya nos iremos de aquí, Peque.

También me hablaba mucho de nuestras próximas vacaciones, de lo buenos que serían nuestros días cuando él hubiera ahorrado lo suficiente y pudiéramos hincharnos a langosta en los bares de las playas de Miami y dormir en una hamaca bajo el sol suave de la península de Florida en diciembre. Por las noches, veríamos las luces de los árboles de Navidad de los centros comerciales competir con el brillo de las estrellas. Santa Claus adivinaría todos nuestros deseos y secretos.

—Eso sí que es vida —me decía mientras se quitaba los guantes manchados de sangre de abadejo o de bacalao para rozarme la mejilla—; ya verás, Peque.

Antes de dormir me daba siempre un abrazo. Olía mucho a cerveza y a grasa de pescado y yo me escabullía debajo de las mantas para escapar de él. Mi padre no era un mal tipo por entonces.

La vida en la costa no era fácil.

Los hombres no tenían más distracción que el ruido del viento y el alcohol. No había mujeres, excepto por la propietaria del bar y su hija. Las dos se llamaban Masha. Creo que eran rusas o tenían parientes de origen ruso de cuando Alaska no era territorio estadounidense aún. Algo así. Llevaban el pelo corto y aplastado, como las plumas del pecho de un pájaro. Repartían las jarras de cerveza tan bruscamente que la espuma acababa volcándose sobre el mostrador. Yo tenía unos cinco años por entonces y hacía casi cuatro que vivía en Alaska, los años que mi madre llevaba muerta. No sabía muy bien cómo debía ser una mujer para ser considerada bella, pero estaba seguro de que sería todo lo contrario a las dos Masha.

En mi recuerdo, los días se amontonan helados con sus porciones diversas de aburrimiento y esperanza hasta que, durante el solsticio de invierno, sucedió lo del derrame de petróleo en el mar.

Fue el golpe que nos faltaba.

El gobierno suspendió los permisos de pesca por tiempo indefinido y el trabajo en tierra escaseaba. La Royal Seafoods Inc. redujo su plantilla a la mitad y toda esa gente se largó quien sabe dónde. Al resto de los empleados, la compañía les quitó la mitad del jornal. No digo más. Mi padre comenzó a beber mucho y ya no me prometía casi nada. El sueño de mis vacaciones navideñas fue muriendo lentamente, al igual que el sol del invierno en los cristales. Fue entonces cuando una de las Masha, la más joven, empezó a hacer otros trabajos.

Una madrugada la vi cuando salía del cuarto de mi padre. Tiraba de la falda hacia abajo sin ninguna gracia, lo que le daba un aire de albatros aireándose las plumas. Tenía las piernas muy delgadas y pálidas. Unas venas violáceas le recorrían las pantorrillas: eran iguales a unos largos termómetros que yo había visto cerca de los congeladores en las dependencias de la Royal Seafoods Inc. Estaba descalza y despeinada.

—Vuelve aquí —gritó mi padre desde la habitación y le arrojó una almohada que golpeó contra la puerta—. Te he dicho que vuelvas.

Estar cerca de mi padre cuando bebía era como meterse en uno de esos pantanos del bosque templado de Alaska: su ira lo engullía todo y la putrefacción parecía no tener fin.

—Regresa, puta, todavía no hemos terminado.

Esa madrugada o quizá otra, ya no lo recuerdo, mi padre volvió a hablarme:

—Mira bien este cielo nocturno, Peque. En unos dos meses o así nos largaremos de aquí, nos iremos de vacaciones permanentes a Florida.

Pero mi padre solo se dedicaba a beber y a endeudarse. Nuestra familia estaba deshecha y yo había tomado por hogar la idea partir. No hizo falta esperar dos meses para ello. Sucedió antes, mucho antes.

Los Servicios Sociales me subieron a un barco.

Me sacaron de allí, de la casa de mi padre para siempre, envuelto en una manta de un azul tan oscuro como el de las noches desesperadas de Alaska cuando no había estrellas y el cielo era una cúpula de frío.

Aún hoy recuerdo el sonido gutural de las aguas mientras nos alejábamos en el barco.

El alboroto de la espuma me evocaba constantemente a las dos mujeres rusas con las jarras de cerveza. Tampoco se me olvidan los gigantes bloques de hielo flotando en el mar como lápidas sin nombres, el gusto a sal en los labios resecos, ni la gritería de los pájaros cuando el aire se hizo más caliente y las costas de Alaska ya no se veían por la distancia, engullidas por la bruma marina que en ocasiones puede tener la consistencia de la arena del desierto.

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