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Ganador y finalista del concurso de #historiasdebicis

Historias de bicis, en Zenda

Manuel Martínez March, con Io sono Gino Bartali, ha ganado nuestro concurso de historias de bicis, en el que han participado más de 400 escritores. Y Baruch Ben Reshef, con Las bicicletas del ladrón, ha quedado finalista. El jurado de este concurso, dotado con 3.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola, lo han formado los escritores Espido Freire, Juan Gómez-Jurado, Ander Izagirre, Ana Malagón, Txani Rodríguez y Paula Izquierdo.

Este concurso no sólo ha coincidido con 73ª edición de la Vuelta a España sino también con la celebración de la Semana Europea de la Movilidad (SEM) 2018, que se celebra del 16 al 22 de septiembre bajo el lema “Combina y Muévete”.

Para participar, había que escribir #historiasdebicis en nuestro foro, entre el 24 de agosto y el 16 de septiembre. El ganador recibirá 2.000 euros, y el finalista, 1.000 euros. Bajo estas líneas reproducimos las historias premiadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro.  ¡Gracias a todos por participar!

GANADOR
Io sono Gino Bartali
Manuel Martínez March

La bicicleta es dolor. Que no te engañen. Cuando le regalas a tu hijo una bicicleta le regalas (es cierto) tardes de agosto, libertad, amigos… Pero quizá también le estés regalando cosas que no imaginas. Tal vez le estés dando la subida al Mortirolo bajo la lluvia, el polvo de una carretera y las caídas, el dolor en las piernas, ese dolor que es como un grito frío. Si no tienes cuidado puede le estés regalando la peor de las maldiciones: la de querer ganar siempre. A mí la bicicleta no me la regaló nadie. La compré con mi sueldo de mecánico en un taller. Un taller de bicis, claro. De qué si no. Así que se puede decir que fui yo mismo quien me condené.

Con veintidós años gané mi primer Giro. El del 36. Ocho años después: controles en las carreteras. Las patrullas dándome el alto. Para entonces ya era tan famoso que a veces llegaba la certeza, como un destello, de que existían dos Ginos. Uno era yo. El que estaba en casa, el que tenía amigos, familia, ideas. El otro era un extraño con mi cara. El que salía en los noticiarios del cine, el que ganó el Tour de Francia del 38, al que Mussolini usaba para colgarse una medalla más en su pecho de bufón desenfrenado. Me partía las piernas por aquellas carreteras de la Toscana y, al llegar al control, me daban el alto y entonces yo lo notaba. Allí estaba ese brillo de reconocimiento en los ojos de los carabinieri, que abrían una sonrisa como se cierra una navaja.

Sí, soy Gino Bartali -decía yo.
Pasa, camarada -decían ellos.

Y así era como funcionaba. Sin pedirme nada más que algún autógrafo. Sin registrarme.

Pero me adelanto. Antes de estas cosas vienen otras cosas. Cosas como que mi hermano Giulo se mató en una carrera ciclista. Con apenas veinte años. Eso es lo que regalas, quizá, en el peor caso, cuando regalas una bici. Vinieron cosas como que dejé la bici pero luego volví. Porque cuando regalas una bici, también regalas una adicción.

El Duce (yo nunca llamé así a aquel histrión pelado) quería éxitos para el fascismo. Así que la federación de ciclismo no me dejó correr el siguiente Giro. Me mandaron al Tour. Y lo gané. El del 38. Todos pensaron que yo llamaba Duce a aquel espantajo de uniforme. “Gino Bartali, emblema del ciclismo fascista”, decían los periódicos. Me callé. Gané otro Giro. “L´uomo di ferro” me llamaban. Cuanto más difícil era, más fuerte era yo. Y cuando todo parecía prepararme para una gloria que no sé si hubiese disfrutado, llegó la guerra. Y mi secreto.

Ahora que ya estoy muerto todo esto importa poco. Caerá sobre mí, como sobre todos, una losa de olvido. Así debe ser. Entonces, sin embargo, ganar era lo único que importaba. En el 48 gané el tercer Giro. El ciclismo de entonces no es como el que tú conoces. Las etapas eran largas y muchas veces por carreteras sin asfaltar. Si llovía, barro. Si no llovía, polvo. Las bicicletas pesaban y cuando pinchabas una rueda te la arreglabas tú mismo. Era duro y yo no tenía rival. Hasta que llegó Coppi.

Fausto Coppi, tan fino, tan elegante, tan distinto a mí en tantas cosas y al mismo tiempo más igual a mí que yo mismo. Todos pensaban que éramos enemigos. Italia necesitaba estar dividida y nos usó para estarlo. Él: joven, urbano, ateo, de izquierdas. Yo: ya adulto, campesino, católico, conservador. Él, contrarrelojista. Yo, escalador. Entre los dos ganamos cuatro tours y ocho giros. Todos pensaban que nos odiábamos. Qué necesidad tienen los hombres de aferrarse a ideas simples… No imaginaron que cuando Coppi se fue de safari a África y murió de malaria con cuarenta años una parte de mí se quedaba allí con él.

Después dejé la bici. Miento. Lo que dejé fue de competir. La bici siguió conmigo. Cada día. Fui director deportivo de varios equipos. También comentarista para la radio y la televisión. La leyenda en que me había convertido hablaba por mí. Ese otro Bartali. Llegué a viejo y, con ochenta y seis años, un infarto se me llevó por delante. Yo creía que me había llevado conmigo el secreto. Qué vanidad pretender que se pueden controlar las cosas…

Todo fue culpa de Giorgio Nissim y de su diario. Lo encontraron sus hijos años después de que muriera él y poco después de que lo hiciera yo. Allí contaba todo lo que hizo durante la guerra. Lo que hicimos. Fueron él y el cardenal de Florencia Elia dalla Costa quienes me convencieron para hacerlo. Habían montado una red clandestina por toda la Toscana para salvar a los judíos de los campos. En los monasterios los monjes y los frailes fabricaban los papeles falsos: pasaportes, documentos, visados… El problema era cómo mover toda esa documentación sin ser detectados en los controles. Y ahí entré yo. Ahí entró mi bicicleta.

Hacía unos trescientos kilómetros al día. Escondía los documentos dentro del cuadro de acero. A veces, de camino entre Torino y Florencia o entre Florencia y Prato, casi podía sentir cómo la bici iba llena de esperanza, de oportunidades, de vida. Era una sensación maravillosa. Entre 1943 y 1944 fingí que entrenaba y me dejaban tranquilo en los controles. Hay quien dice que le salvé la vida a ochocientas personas. Nunca se lo conté a nadie. Porque cuando le haces un favor a un amigo, lo haces en silencio.

Ahora que ya no estoy puedo verte. Tienes mis rasgos. Te me pareces de una manera vaga, que es el mejor homenaje que un descendiente nos puede hacer. Te veo con tu hijo, mi bisnieto, y me alegro de saber que, envuelta en papel de regalo, para su cumpleaños, le espera esa primera bicicleta. Porque, cuando regalas una bicicleta, además de todo lo que te he dicho, también me regalas a mí.

***

FINALISTA

Las bicicletas del ladrón
Baruch Ben Reshef

Mi abuelo, que era calderero en Nápoles, abandonó a su familia aprovechando la llegada de las tropas garibaldinas. No porque temiera represalias una vez que los borbones habían huido, sino porque el remiendo de ollas y sartenes, sus deudas debidas al juego de naipes y dar de comer a seis hijos le abrumó. Mi padre me contó que ese fue el verbo que usó, abrumar, cuando recibieron, muchos años después, una carta suya en la que les pedía perdón, matasellada en un pueblo de España llamado Fattriche, según pudieron averiguar por medio del único de mis tíos que había aprendido a leer. Y aunque en un primer momento se decidieron, él y sus hermanos, a ir en su busca para cobrarse venganza, movidos por el rencor que la abuela había sembrado en cada uno de ellos, al cabo de los días desistieron porque dudaban de la existencia de una población con dicho nombre y lo achacaron a una última broma del anciano progenitor en su lecho de muerte (Fattriche era una palabra del antiguo dialecto que significaba deshonra).

Yo, Placido, fui ladrón en Roma, no solo he heredado el nombre de mi abuelo, sino que he seguido de manera fiel la tradición familiar. Los varones escapamos de nuestro lugar de nacimiento por alguna causa justificada que nos abrume.

Si ahora, ya en plena madurez, me he convertido en un brillante carterista, en aquellos tiempos de posguerra, de anarquía y mercado negro, mi especialidad eran las bicicletas. En un cobertizo las acumulaba despiezadas, llantas y cuadros, por un lado, piñones y platos por otro, manillares más allá, gomas de caucho junto a la entrada para tenerlos a mano, pues era lo más sencillo de vender, ya que las cubiertas eran de mala calidad y se pinchaban fácilmente y llegaban a reventar tras cientos de parches. En un agujero a pocos metros de la choza estaban las pruebas del delito, allí había enterrado las placas de matrículas que se empezaban a usar en la ciudad.

En aquellos tiempos de hambre, robarle la bicicleta a un hombre era peor que robarle el alma. Recuerdo los sollozos, juramentos y desgarrados gritos de los dueños al verme huir sobre su máquina. Pedaleaba hasta perder el sentido y no conseguía alejarlos. Sus lloros me perseguían mientras la desmontaba y cuando miraba al cuartucho, repleto de los esqueletos metálicos, oía los distintos lamentos que parecían salir de la tierra y envolver los engranajes que se esparcían por el suelo. La grasa que impregnaba mis manos se convertía en sangre caliente de un asesinado imaginario que me obligaba a lavarme cuidadosamente en una laguna insalubre que se llenaba con las lluvias y no acababa nunca de secarse.

En una ciudad destruida, con las camisas negras tiradas al fondo del Tíber, los pañuelos rojos de la turba desafiante y los curas de mirada atemorizada, nada podía hundir más a un espíritu que perder el instrumento de locomoción básico para ganarse el pan. Recuerdo a un hombre que dejó su bicicleta en un árbol encalado hasta la mitad del tronco, inocente como un cordero recién parido. Ni siquiera se percató de que me alejé silbando Bella Ciao empujando el velocípedo con una sola mano. El infeliz se pasó todo el día buscándome y casi logró que la policía me capturase, de lo que solo me pude librar por la ayuda de unos compinches y un policía fácil de sobornar.

La venta de recambios apenas daba para comer, mi intención más profunda era construir la bicicleta perfecta. Separaba los trozos aprovechables de los viejos cacharros que conseguía robar, los lustraba y los apartaba del negocio a la espera de tener la colección completa, como si estuviera creando un Frankenstein herrumbroso. No era una tarea fácil, la mayoría de las bicicletas que conseguía eran carracas oxidadas y vejestorios dignos de museo. El trabajo de selección, desmontaje y limpieza era propio de un cirujano.

La conseguí acabar tras varios años de modificaciones, sustituciones de piezas que ya había dado por buenas, ensamblaje del biciclo desde el principio al no estar satisfecho con el resultado -esto ocurrió al menos seis veces-, lijados, repinturas y engrasamientos, en los que gastaba la mayor parte del día. Cuando llegó el momento en el que decidí que estaba finalizada, al conseguir el guardabarros con la figura del águila de una Bianchi accidentada, no sabía si en realidad había terminado mi obra o las circunstancias que me rodearon aceleraron la decisión y que en verdad había fabricado una chapuza y no tenía más remedio que engañarme a mí mismo. El caso es que llegó a los ambientes en los que me movía la noticia de mi afiliación fascista anterior a la guerra y pensé que mi vida corría peligro, recordé a Mussolini colgado cabeza abajo y me sentí abrumado.

Me subí en la bicicleta una mañana antes de amanecer y pedaleé hacia el norte, al anochecer había llegado hasta Livorno, al atardecer siguiente a la frontera francesa, dos días después había cruzado los pirineos por caminos boscosos para evitar a la guardia, y ya en Barcelona tras un fuerte soplo del viento tramontano la bicicleta se cayó a pedazos.

Lo tomé como una señal y allí me establecí, dedicándome a robar carteras en los tranvías. Un día sustraje una a un joven con aspecto de campesino que vestía traje de los domingos y calzaba alpargatas. Leí su documentación para combatir el aburrimiento que me producía robar a los que no llevaban ni una peseta encima. Cristino Sánchez había nacido en la Puebla de don Fadrique, entonces recordé la historia de mi abuelo, el odio que mi padre le profesó y, desalentado, pensé que, seguramente arrepentido, había pedido un perdón sincero.

No volví al negocio de las bicicletas, pero el águila del guardabarros culmina mi bastón de ébano, dándome la apariencia de dignidad en la pobreza, que es un disfraz útil para desvalijar a incautos.

 

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