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Ganadora y finalistas del concurso #HistoriasdePioneras

Ganadora y finalistas del concurso #HistoriasdePioneras

La ganadora del concurso de relatos #HistoriasdePioneras, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Clara Sánchez, con su cuento El suelo de Sor Juana, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas son José Luis Rodríguez, por Eutimia, y Lola Sanabria, con Una entre todos, que recibirán 500 euros cada uno.

El jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.

En este enlace se pueden consultar las bases de este certamen en el que han participado más de 450 autores con sus historias. A continuación reproducimos los textos del ganador y los dos finalistas.

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GANADOR

El sueño de Sor Juana

Clara Sánchez

Con la frente perlada de sudor, la respiración entrecortada y las manos temblorosas, se incorporó del lecho, rauda como una centella, presa de una agitación febril. Aquel sueño, casi una visión, le había desvelado profundidades insondables del entendimiento que sentía que debía transcribir antes de que el olvido, cruel emisario de Cronos, causara estragos en su memoria. Y así, sin apenas atusarse los cortos cabellos enmarañados, se dirigió a su escritorio, en el que reposaban algunos magnos volúmenes sobre saberes divinos y humanos y por el que se esparcían hojas sueltas de manuscritos rebosantes de versos, su más preciado tesoro. Con una agilidad envidiable, pese a su patente nerviosismo, logró encender la palmatoria, alisar una cuartilla limpia y humedecer la pluma en cuestión de segundos. Mientras se serenaban sus sentidos, las palabras comenzaron a brotar, como pececillos en un límpido estanque, y a cobrar significado ante sus ojos. “Piramidal, funesta, de la tierra/nacida sombra, al Cielo encaminaba/de vanos obeliscos punta altiva,/escalar pretendiendo las Estrellas…”

Aunque no había despuntado el día, el horizonte se teñía de tono purpúreos, presagiando la venida de la aurora. A través de la ventana entreabierta, el aire le traía fragancias vírgenes, aún no adulteradas por la mano humana ni por los rigores de la estación estival. Aquel ambiente de sosiego, preñado de misticismo, tan solo quedaba roto por los amortiguados tañidos de las campanas del convento, que tocaban a maitines. Pronto, sus hermanas acudirían en tropel desde sus celdas para asistir a los oficios y un revuelo de pasos menudos resonaría por el patio porticado del claustro, hasta entonces silencioso. Sonrió con alborozo. Tras años de insistentes súplicas y de constantes disputas, sus compañeras terminaron por aceptar que su inclinación a las letras le exigía una dedicación pocas veces compatible con la observancia de las reglas monásticas y, por consiguiente, no tuvieron más remedio que dispensarla de algunos de los servicios religiosos que celebraba la comunidad. Todavía hoy recordaba las reprimendas que recibió por su aparente laxitud para con sus obligaciones, poco después de su ingreso en el convento. Sin embargo, aquella situación cambió, en vista de los elogios que cosechaba con sus escritos y del interés que despertaba su prodigioso intelecto entre las altas esferas. Con el tiempo, adquirió tal renombre que incluso las monjas se jactaban de albergar a una celebridad entre sus muros, pues ello garantizaba el prestigio de su cenobio y les permitía disfrutar del favor de los virreyes.

Lo que quizá contribuyó a acrecentar su fama, aparte del hecho insólito de que como mujer se atreviera a escribir con tanta maestría, fue su condición de monja, que la convertía en una rara avis en el terreno de las letras. Y, además, una monja que cultivaba poesía amorosa con bochornosa asiduidad, alejándose así de las tendencias místicas que más se ajustaban a su rango. No conforme con eso, también se dedicaba a filosofar y, más grave si cabe, se entregaba a sesudos debates teológicos, completamente vedados a las mujeres. Contra ella se alzaron voces discordantes, temerosas del poder que ocultaban sus palabras. Por todas aquellas razones, tuvo que cuidarse de las habladurías y rehuir la labor inquisidora del arzobispo de México, un hombre adusto cuya extrema sobriedad y recelo hacia las féminas alcanzaban unos extremos que rayaban lo enfermizo.

Recluirse en aquella celda rodeada de libros representaba, entonces, un ejercicio de libertad y un acto de rebeldía frente a la encorsetada sociedad de la Nueva España. Sin embargo, en ocasiones le sobrevenía una soledad tan desgarradora que ni siquiera su consagración a los estudios la reconfortaba. Hacía ya varios años de la partida de la virreina María Luisa, su querida amiga, confidente y mecenas, la cual hubo de regresar a España por orden real. La carencia de su compañía la sumía en arrebatos nostálgicos de los que se recuperaba con dificultad. A ella, a quien había entregado las riendas de su inspiración, le debía la gloria y el reconocimiento. ¡Ah, aquellos benditos y fructíferos años! Cómo no extrañar las tertulias en el locutorio, amenizadas con la lectura de algún nuevo soneto, los paseos vespertinos por la huerta bajo un sol abrasador, las confidencias en la celda, el intercambio de regalos a través del enrejado y, en fin, el incansable trajín de poemas dedicados a su nombre. Aguardaba siempre un reencuentro, pero temía que no se efectuaría en este mundo. Se consolaba con mantener una relación epistolar con la que, al menos, reducir las distancias.

Ya hacía tiempo que habían cesado los cánticos y los rayos solares incidían sobre los objetos, arrancando reflejos anaranjados. ¿Por qué no escribir unas líneas a su bienhechora? Las acompañaría de algún soneto y quizá incluiría el Sueño, si lo concluía.

 

Querida Lisi:

Ten a bien recibir estos humildes pliegues, fruto de mis entrañas que tu fiel servidora ha concebido para deleite propio y para provecho del mundo. Cuando estos renglones arriben a tus eximias manos, guárdalos con mimo, como fragmentos de mi alma y permite que, como un pequeño quetzal, aniden entre los fastos de la corte madrileña. No sobran los halagos con los que alabarte, émulo de Febo. Así resplandezcas, triunfante, hasta que lo ineludible sople sobre tus llamas.

Tuya,

Sor Juana Inés de la Cruz.

 

Se contentó con no extenderse en confesiones más ardorosas y personales y se limitó a adherirse a la ampulosa retórica tan en boga en el Barroco, por temor a la censura si interceptaban la misiva, de modo que la selló con un lacre y anotó la fecha.

Caía la tarde y la incipiente oscuridad arrojaba sombras alargadas que dotaban a la estancia de un cariz fantasmagórico. Contempló con satisfacción el trabajo realizado. Apenas quedaba por rematar la última estrofa. Aunque le escocían los ojos, se inclinó con fuerzas renovadas.

 

El aliento decisivo y…

“Hermana Juana, la requieren las novicias para su lección de coro”.

¡Aquella irrupción al borde del final! ¡Del despertar del sueño!

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FINALISTAS

Eutimia

Autor: José Luis Rodríguez

“Padre, yo no voy a bajar a río a lavar las tripas del marrano, que baje el José o el Vicente…”. Una sonora bofetada tumbó a Eutimia en el suelo.

“No me respondas cagon diola, eso es cosa de mujeri. Bien limpias las quiero”.

Cogió el pesado barreño con aquel amasijo pestilente y sin decir una palabra más aligeró el paso para terminar cuanto antes. El frío de la mañana cortaba y pensaba en cómo estaría el agua del río, nunca tan gélida como las bofetadas que, si no eran por una cosa, eran por otra, se llevaba con cierta frecuencia.

“¿Pandi vá?”

“Al río a lavar esto”

“pero Eutimia, te se van a helar las manos, calienta un poquino de agua en la lumbre y…”

“Dice padre que en el río”, cortó la conversación y avivó el paso.

Al terminar el día, y después de lavar artesas, preparar comidas, echar de comer a los borregos, cortar tallos, en definitiva, de hacer cosas de mujeres, y de hombres, Eutimia cansada se sentaba en su colchón y arrimaba un candil para, bajo su temblorosa luz, escribir torpemente historias y poesías que siempre buscaban salir de su cabeza.

“Eutimia, trae el vino”.

“¿No has oído a José?, que traigas el vino”.

“Yo ya estoy acostá padre, que lo coja él”.

“Cagon diola, la muchacha ha salío rabúa, como el abuelo Antonio…”, dijo sin separar los dientes y enfurecido se levantó y fue a buscarla a su habitación. La sorprendió escribiendo en papeles sucios, y sin mediar bofetada esta vez, arrancó los papeles de sus manos, rebuscó debajo del colchón y encontró cientos de papelitos con poesías, historia y cuentos, con mala caligrafía y peor ortografía, pero eso él no lo sabía.

Lo tiró todo a la brasa que quedaba todavía bajo el caldero, reavivándose en altas llamas, como si el mismísimo diablo agradeciera ese manjar.

“Ya le diré yo a Don Servando que se dedique a dar la misa cuando venga por el pueblo y que no se le ocurra enseñarte a escribir más,  si no las hostias las voy a dar yo. Que no vales pa ná, que tienes la cabeza cocosa, ¿tú ves que tus hermanos necesiten leer o escribir pa trabajar?”.

Hubiese preferido un bofetón, o cien.

El candil se apagó, como queriendo desaparecer de escena, y a oscuras, sola y en silencio lloró.

Notó la aspereza de sus manos en la cara y pensó si existiría otra vida lejos de aquella alquería.

“Madre, me voy”

“¿Y pandi vá?, es mu trempano pa ir ande a las borregas, entoavía no habrán parío…”

“A Plasencia, madre, a servir a la posada de tío Manuel”. Cortó en seco la posible conversación.

“Pero muchacha”, apenas atinó a decir la madre, “padre te mata”.

“Padre y el José y el Vicente llevan años matándome, como a usté”.

Oyó los sollozos de la madre antes de cerrar la puerta, pero no miró atrás, salió rápida y viva de paso, como ella solía caminar, como si siempre tuviera prisa. Por veredas que conocía perfectamente cruzó el monte hasta llegar a Mohedas y allí unos viajantes la llevaron en mulo hasta Oliva, por turnos. Un trayecto largo. Desde allí, sin tomar descanso, caminó hasta Plasencia.

En la misma plaza está, porque todavía está, la posada “El Español”, muy transitada, sobre todo por la soldadesca del regimiento de infantería. Allí llegó Eutimia, cansada del viaje y con mil historias y poesías en su cabeza, para escribir en cuanto tuviera un trozo de papel y un lapicero.

“Tío Manuel, me manda padre pa que sirva con usté en la posada”. Mintió.

“¡Pero tú eres la Eutimia!, ¡qué grande estás y qué moza!, casi no te conozco, ¡entra que te vea tía!”.

Acordaron que trabajaría haciendo de todo, como siempre, a cambio de comida y cama.

Pero ella estaba feliz porque tendría tiempo para escribir sus poesías y sus cuentos.

Desenvuelta, no tardó en hacerse con el aprecio de una clientela que valoraba su diligencia, y la tropa, cómo no, que no le apartaba el ojo y la llenaba de cumplidos, groseros en su mayoría, que ella sabía perfectamente cómo manejar. Sin embargo, había un cabo, Francisco, educado y respetuoso que la trataba con delicadeza y cuando aparecía por la posada ella veía el cielo. Sí, se prometieron y quisieron casarse.

Volvieron al pueblo para pedir permiso al padre, del que no había vuelto a saber nada. Ante la solicitud de mano de la hija de un cabo de Infantería del Ejército español, el padre no tuvo los redaños de negarse.

Y Eutimia cambió padre por marido.

Enseguida estalló la guerra y Eutimia, embarazada regresó al pueblo, tan recóndito, que ni la contienda se acordó de pasar por allí. Mientras Francisco iba de frente en frente.

Eutimia escribía, dibujaba y decidió dejar de hacer cosas de mujeres y de hombres, hasta que todo acabó y estableció familia en la capital y el cabo, ya sargento por méritos de guerra, cortó sus alas de nuevo. Las mujeres están para otras cosas, sólo tienes pájaros en la cabeza.

Aun así, sorteando un calvario diario, Eutimia pudo escribir miles de poemas y de historias, pintó cientos de cuadros, sin manejar técnicas, ni perspectivas, dos dimensiones.

Nunca nadie la enseñó ni a escribir, ni a pintar y nunca escuchó de quienes la rodeaban, una palabra de apoyo, de ánimo. Se enseñó a sí misma, aprendió de ella, de lo que veía y sentía.

“Abuela, he conseguido que publiquen tu obra, mira, aquí la tienes”.

“¿Tú quién eres?”, preguntó anodinamente mientras miraba a través de la ventana, en dirección hacia donde se escapaban sus recuerdos.

Eutimia cogió el libro, lo mordió y dijo que no quería más y que iba a bañarse al río.

Eutimia ya no estaba.

Una entre todos

Lola Sanabria

Hay un alboroto de jóvenes acercándose a la puerta. Ríen y saltan, excitados. Ella contiene el temblor de sus manos abrazando los libros contra su pecho. Dentro bailan las letras, se reúnen en danzas de palabras que engarzan párrafos. Las comas, los puntos y comas, las comillas, los puntos y los puntos y aparte. Grandes familias de relatos que guardan los conocimientos como tesoros en sus páginas. Y los números se suman y restan, se descomponen, despejan incógnitas, dan sentido al universo, se ordenan y desordenan. Camina despacio, aunque tiene hambre de saber. Ganas de llegar a las aulas. Pero también de sentir sus pasos en la mañana aún fresca, el batir de alas de algunas palomas, su zureo en el alféizar de los ventanales, entre cornisas y estatuillas, entre escudos y frases en latín. «Conserva celosamente tu derecho a reflexionar, porque incluso el hecho de pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto», recuerda a Hipatia de Alejandría mientras avanza un pie y luego el otro, amordazados en zapatos de hermano.

Pasa una mano por la cabeza y siente las puntas como pajas pequeñas. Por un momento echa en falta su pelo largo. Al cruzar el umbral baja la vista, los ojos húmedos por la emoción. Y siente agradecimiento hacia su abuela, la loca bruja que le enseñó las letras bajo las llamas del candil, que supo desde mucho antes que ella misma, que lavar ropa en el agua helada del río, cocinar en el caldero para todos sus hermanos, ser criada y no señora de sí misma, no era futuro para su nieta.

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