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Gómez de la Serna y el periodismo

No se puede entender la obra de Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888 – Buenos Aires, 1963) sin el periodismo. De hecho, gran parte de su inabarcable legado está publicado en papel de periódico. Ricardo Fernández Romero, en su estudio preliminar al volumen Color de diciembre y otras cosas (Renacimiento, 2018), cita a uno de los mayores expertos en la Generación del 27, Nigel Denis, para concretar que la obra de Ramón es un todo: “Su periodismo es artístico como su arte es periodístico”.

Ramón a veces se desesperaba con la prensa, a la que llegó a calificar de “latifundio”. “La revista y la prensa se niegan a toda obra verdaderamente personal”. Pero su fe ciega en “la labor social del arte” y su afán por que le entienda la mayoría —en palabras de su biógrafo Miguel Pérez Ferrero—, que todo el público se acostumbre a él y llegue a comprenderlo, vence todas las resistencias.

Ya en el año 1924, en Mi autobiografía, Ramón aclaraba:

“Mi periodismo es una cosa hija de mi convicción de que la literatura es una profunda hermana de la actualidad, aunque también puede serlo de la inmortalidad”.

En su Automoribundia (1888-1948) dejaría su definición, en forma de greguería, del artículo periodístico:

“Es un bistec de escritor que se corta él a sí mismo carneando de su propia anatomía”.

Ojalá pudiéramos decir lo mismo de los artículos de hoy. Leyendo los suyos —obras maestras del arte de escribir— uno se pregunta dónde está esa “hermana de la actualidad” en nuestra prensa. Aquella edad de plata de Ramón y sus compañeros, en coincidencia afortunada, fue también la edad de oro del periodismo. Sus escritos políticos, al manifestar su preocupación por la situación de España, muestran su maestría. Frente al pesimismo y las sombras de una tragedia inevitable, y bajo el expresivo título ¿Tiempos de desilusión?, escribe en mayo del 36:

“Lo único que no puede morir, porque es la vida misma, mientras la vida exista, es la voluptuosidad del mundo como imagen iluminada, como observancia lograda, como amorosidad expresada”.

Ya en 1931, con la llegada de la República, reflexiona sobre el papel del escritor en la vida pública:

“Junto a los programas políticos —recomienda—, hay que presentar rellenos de sentido los programas vitales, los que incumben al escritor libertario cuando ha sonado la hora de la verdad”.

E insiste en que el escritor…

“… sin que deje de vivir cierto apartamiento de la política conceptual y legisladora, debe cantar y propulsar, por medio de los actos líricos, esa libertad conseguida”.

Tras los graves sucesos de la revolución asturiana, desolado y pesimista ante lo que acechaba, lanza una severa advertencia en su artículo La ira y la resignación (1934):

“Vais equivocados, proletarios fanáticos, y vais equivocados, aristócratas excesivos, porque perdisteis la moldeadora generosidad, que es el sentido profundo de la plebe y de la aristocracia”.

Según se acerca la fecha fatídica, sus textos rezuman cada vez más pesimismo. Así describe la campaña electoral de las decisivas elecciones de febrero del 36:

“En estos días se agravan las comparsas, y este año más que nunca, porque coincide la víspera de Carnaval con vísperas de elecciones, y la mezcla de los dos estados premonitorios es terrible. Lo que más se debía evitar es que el estado de mascarada del pueblo caiga cerca de la época electoral. ¡Malo el revuelo de máscaras alrededor de las urnas! Baja el valor de los votos”.

La falta de diálogo en la política española —tan rabiosamente actual— ya la denunciaba Ramón en los prolegómenos de la gran tragedia. El 11 de julio del 36 escribe en Ahora:

“En esta época de preocupación, el monólogo adquiere una gran importancia (…). Hay muchos vociferadores de uno y otro bando, pero también hay muchos monologadores (…). El español que monologa hasta cuando conversa tiene exacerbado en estos momentos el sentido de la parlamentación solitaria y se pasea por sus habitaciones en pleno soliloquio (…). Así, un día, después de haber estado monologando los españoles durante una larga dictadura, los monólogos coincidieron en una votación que varió la Historia de arriba abajo”.

Y ya el mismo 18 de julio del 36, cuando todo está perdido, explica la que iba a ser su tan discutida postura ante la guerra. “En estos días de calígine pasional —escribe en Ahora— , lo mejor es una evocación plena de serenidad y distracción”. Ramón salió de Madrid “porque tenía miedo”, según explicaría Ignacio Ramos. Un miedo que delata su predilección por el orden y la estabilidad, lo que le acabaría aproximando al franquismo.

En el volumen Color de diciembre y otras cosas también aparece el Ramón risueño, divertido, el gran observador, el escritor capaz de convertir la cotidianidad en arte. Lo demuestra en descripción de los taburetes de los bares, que entonces —como ahora— se ponían de moda. Una enseñanza de cómo de algo tan nimio como el taburete se puede escribir un artículo sobresaliente, pura literatura.

“Vivir en zancos, beber en cucaña se llama eso; pero por ahí lo han complicado más, y hay bares de estos que se mueven con todos sus comensales y el mostrador, en un imitado “carrousel”, mientras el público sedentario de segundo término les ve dar vueltas. (…) Ya es la hora de bajarnos del taburete, inventado para que el bebedor celebre sus funambulismos congénitos. ¿Se puede?… Ese es el momento difícil, esa es la broma final del taburete, hecho para que guarden el equilibrio los que lo van perdiendo”.

En este Madrid, en que se cierran o se transforman templos mundanos de la ciudad (Cafetería Santander, Café Comercial, Bar El Zamorano), adquiere vigencia la actitud de Ramón ante el cierre de Botín.

“Madrid no ha podido sostener esa tradición que suponía la casa de comidas más antigua de la ciudad. Eso es sintomático de muchas cosas, de muchos pecados por abandono, de la gran desidia española”. (…) “¡Otra forma de dejarnos morir! Los claustros neutrales y fecundos de la vida, todo lo que atempera la colaboración va desapareciendo, y solo se acentúan las grandes divisiones…”

Su canto a los cines de sesión continua, que define como “una especie de hospital de urgencia para ensombrecidos”, es otra buena muestra de su asombro a lo que le rodea.

“Se presume que hay dormidos y hasta algún muerto que otro —escribe—, que han venido aquí a encabezar el sueño supremo (…). Es bonito ver las películas al revés —primero el final y luego el principio—, pues así se redobla la experiencia y se ve bien cómo engañan las apariencias y lo arbitrario que es el Destino”.

En los artículos de Ramón (sólo los grandes consiguen que les llamen por el nombre de pila), también hay reflexión sobre nuestras letras y la rivalidad cainita que contagia a nuestros escritores. Esta enumeración de insultos de unos a otros, publicada en 1935 en Ahora, es una auténtica antología del insulto y el fuego cruzado:

“Aquí, donde Lope de Vega dijo del Quijote que ni iban a servir sus hojas para envolver géneros ultra marinos ni aun para más bajos menesteres, y Ruiz de Alarcón llamaba a Quevedo “pata coja” y Quevedo a Alarcón, “corcovilla”, y Góngora a Quevedo, “pedante gafo, que, de pasión ciego, la suya reza y calla la divina”, y Quevedo a Góngora, en numerosos sonetos, cosas tan fuertes como “perro de los ingenios de Castilla”, “verdugo de vocablos”, “musa momia”, “famélica figura”, y Góngora, en el claro marginal de un libro de Lope: “Lopillo, eres un idiota, sin arte ni juicio”, además de otras muchas cosas por el estilo, no es posible congregar alrededor de la mesa a todos los poetas”.

En sus artículos encontramos greguerías que nos asaltan en medio de la lectura. Basten tres guindas de su ingenio desbordado:

“Ayer soñé que la Venus de Milo me abrazaba”

“No se necesita ser idiota para ser romántico”

“Gran almacén: El Hollywood de las cosas”.

El prosaico periodismo de hoy necesita una buena dosis de Ramón Gómez de la Serna. Para empaparse de su desbordante genio literario, sí. Pero también de su lucidez, manifiesta en sentencias tan vigentes y rotundas como ésta:

“Somos españoles nosotros mismos más por el idioma que por el suelo”.

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