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Javier Ortiz, no apto para intolerantes

Javier Ortiz, no apto para intolerantes

Un caluroso día de julio de 1989 se presentó en la especie de camarote de los Marx donde sudábamos en un empeño titánico: fundar un periódico. Había enviado, como si fuera un estudiante, su currículum. Sus méritos resultaban entre apabullantes y desconcertantes: la relación con ETA y la estancia en la cárcel se mezclaban con su labor en el efímero Liberación español. Tenía 41 años y yo 31. A los dos minutos de conversación, supimos que —pese a la abismal diferencia ideológica— pertenecíamos a la misma raza profesional. Javier Ortiz era el redactor jefe perfecto, el Lou Grant que toda redacción necesita, alguien que supiera a la vez ser organizador, corrector, guía, paño de lágrimas, colega, padre y hermano. La autoridad que le proporcionaban su edad y su currículum le convertían en el jefe de remeros perfecto. Sería el engranaje preciso entre una dirección bisoña y una entusiasta redacción de pipiolos.

La reciente aparición del libro Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista (Foca) me permitió reencontrar al compañero y amigo que —por las inanes urgencias de entonces— dejó El Mundo, y el mundo, sin tiempo para despedirnos. Han pasado diez años, ya, de su muerte, y Mikel Iturria —celoso guardián de su legado— ha reunido una selección de textos del periodista vasco, desde conferencias a asientos en su web, pero sobre todo los centenares de artículos en El Mundo y los pocos que le dio tiempo a escribir en su etapa final en Público.

Ortiz fue uno de esos periodistas con los que uno acaba entendiéndose con la mirada. Era puntilloso hasta la extenuación. Su obsesión por la pulcritud en la redacción, por la escritura aseada, resultó decisiva en un equipo que dejaba traslucir sus carencias. Habían sido eliminados los correctores y la autoedición imponía un trabajo sin red. La única red era Javier que, con más ojos que una medusa, se leía el periódico entero antes y después de publicarse.

Su ambición no llegaba a que la redacción escribiera como Gay Talese o Chaves Nogales. Se conformaba con una escritura límpida, clara, de sujeto, verbo y predicado. Este párrafo, tomado de uno de los artículos recogidos en el libro, demuestra su amor por la lengua. Recuerda la época (año 84) en que, por azares del destino, el poeta y cantautor Chicho Sánchez Ferlosio ejercía de corrector en el diario Liberación.

“Menudeaban las erratas —escribe Ortiz—, las frases retorcidas por el cuello, los verbos plurales con sujeto en singular (“¡Qué plural tan singular!”, le oí exclamar para sí un buen día mientras corregía un artículo) y las parrafadas interminables, de líneas y más líneas sin una puñetera coma, destinadas obviamente a acabar por asfixia con los sufridos lectores”.

El posicionamiento político de Javier Ortiz es difícil de concretar, pese a que en su obituario, escrito por él mismo, deja claro que se siente comunista y a que muchos le encasillaran con etiquetas superficiales. Serios encontronazos con Carrillo, Marcelino Camacho, nacionalistas vascos o el propio entorno de ETA descoloran a sus enemigos. Era, ante todo, inconformista. Y lo confirma su persistencia en distinguir entre la lucha por la democracia y la lucha por la libertad —su lucha—, refiriéndose a sus años de resistencia antifranquista. Cuando nadie se atrevía a decirlo —porque casi nadie lo pensaba—, él repetía una y otra vez que la transición había sido un fiasco. Aunque, eso sí, era un poco más condescendiente con la letra de la Constitución, “tan invocada y tan poco asimilada”, en sus propias palabras.

Su condición irrenunciable de vasco y sus denuncias de la guerra sucia, las torturas, la represión, hicieron que muchos le tacharan de independentista. Lo negó  con rotundidad en uno de sus artículos.

“Jamás he tenido vocación separatista. Soy de natural conviviente. Es más: me caen bien —genéricamente— todos los españoles, lo sean por voluntad propia o por obligación. A decir verdad, me cae bien toda la Humanidad. Pero, para llevarme bien con alguien, hace falta que se deje. Es una condición muy elemental, pero imprescindible”.

Pese a su inequívoca militancia izquierdista, es imposible catalogar a Javier Ortiz. Probablemente porque era un soñador lúcido y su pensamiento se nos escape entre los dedos, como su querida Jamaica, ese nirvana en la tierra. En una intervención pública en 2001, explicó que tenía:

“… los sentimientos contradictorios de alguien que ya no conserva demasiada fe en la posibilidad de transformar el mundo de pies a cabeza, pero que, a cambio, hace lo que puede por ser fiel a sus convicciones… Entre ellas, la convicción de que, sea como sea, hay que seguir intentándolo”.

Javier Ortiz tuvo una vida marcada por los amores, entre los que ocuparon lugar preponderante las mujeres y, después, el periodismo. Cuenta Mikel Iturria en la introducción del libro que Javier distinguía dos etapas de su vida: “una como periodista militante y otra como periodista comercial”. Me cuesta admitirlo. Tras convivir con él durante más de diez años intensos, no puedo concebir a Javier como un periodista comercial. Incluso en un periódico burgués y de derecha como El Mundo. Admito que fuera su imprescindible fuente de alimentación —aunque Javier era espartano, afrontó muchos gastos en su vida—, pero doy fe de que se entregó al periódico con el “puro fanatismo” del “periodista enganchado”, utilizando sus palabras. Jamás calló —callar a Javier era imposible— lo que pensaba, hasta el punto de que sólo una columna de las cientos que escribió le causó problemas, una referente a Botín que también se recoge en el libro. He oído muchas veces a Javier presumir de la pluralidad del diario, del que era subdirector de Opinión, y admirarse de que le admitiera en sus filas.

Era un periodista antipoder, contrario a todo pensamiento dominante, que se lo cuestionaba todo hasta el punto de ser cansino. Recuerdo el escándalo que provocó una columna suya en El Mundo que hoy pondría los pelos como escarpias, y sería impublicable por atentar contra la corrección política actual. Reflexionaba a propósito del caso de un profesor que se había fugado con una muy joven alumna.  En ella, Ortiz defendía con pasión las relaciones sexuales consentidas con menores, y sentenciaba que cualquier represión sería coartar la irrenunciable libertad del individuo. Su forma de entender el columnismo es una de las más bellas, y claras, definiciones de periodismo que haya leído:

“Lo importante es razonar… Vas tú y dices cómo ves las cosas, para que los demás hagan lo mismo, y así tratamos de ir aclarándonos”.

Ortiz dejó la redacción de El Mundo, donde había ejercido de todo —redactor jefe, subdirector en el País Vasco, responsable de Opinión—  en el año 2000. Y explicaría tiempo después el porqué de su decisión.

“Cuando me sentí ajeno y superado por el hábitat del poder, abandoné mis responsabilidades ejecutivas en El Mundo y elegí una especie de exilio interior”.

Dejó el edificio de Pradillo, 42, pero siguió publicando sus columnas durante siete años más hasta que abandonó definitivamente las páginas del periódico en septiembre de 2007. Cerraría su carrera con las nuevas posibilidades del periodismo individual que ofrecía Internet (su web, su blog, La patera, Mis pedradas) y sus columnas en un diario nuevo, Público, otro efímero sueño de un periódico de izquierda.

“… algunos inadaptados —escribió, cada día más encerrado en su mundo— nos montamos nuestros exilios particulares, discretos, sin mucha más pretensión de sobrevivir en una sociedad para la que obviamente no estamos hechos, en una época que, definitivamente, no es la nuestra, cualquiera sabe por culpa de quién, si culpa hay”.

Faltan muchas piezas en el puzle, pero hay una inexcusable: la música, ese “marcapáginas” de los sentimientos. Sin banda sonora, el retrato quedaría incompleto. En su despacho siempre sonaba la música, primero en su radiocasete, luego ya a través de los cascos, Bob Dylan, Lluís Llach, Leonard Cohen, mucho, muchísimo country y Paul Simon y su himno I’m A Rock: “Soy una roca. Soy una isla. Una roca no sufre. Una isla nunca llora”. Al releer sus columnas, uno tiene la sensación de visitar esa isla que fue Javier Ortiz. No es Jamaica, pero se aproxima mucho.

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Autor: Javier Ortiz (edición de Mikel Iturria). TítuloJavier Ortiz: Talento y oficio de un periodista. Editorial: FOCA. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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