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Grrr (Arresto domiciliario 26)

“El que se enoja, pierde”, reza un dicho muy sabio que da mucho coraje tener que escuchar. “¡Tranquilo!”, también dicen, para acabar de sacarte de quicio. ¡Ya sabré yo, pues, si me tranquilizo, y en todo caso no vine a consulta! Lo peor es que se sienta uno agudo cuando expresa su rabia en arrestos mordaces y belicosos, cuya misión consiste en desquiciar a aquellos que aún tengan el descaro de conservar la calma. Todos furiosos, luego todos idiotas.

"Una vez que he caído en las garras del épico entripado, me comporto como si fuera víctima de una conspiración"

El mal humor es un gusto tan caro como relativo. Hay un placer oscuro en darle rienda suelta, pero es como rascarse hasta sangrar porque tras el deleite viene la pesadumbre. “¿Cómo fui tan imbécil?”, te preguntas, nada más caes en cuenta del negocio de mierda que acabas de hacer. Esperabas cobrar unos centavos y acabaste pagando una fortuna. Y seguirás pagando, mientras se va el berrinche (como esas nubes negras que no desaparecen hasta haberte estropeado el día de campo).

Una vez que he caído en las garras del épico entripado, me comporto como si fuera víctima de una conspiración. No es que lo crea así, ni por supuesto que vaya a decirlo, pero hay días en que los sinsabores tienden a propagarse y coincidir en la cabeza del malhumorado hasta hacerle albergar supersticiones francamente gaznápiras, como esta sensación de que el vecino se lanzó a bombardearme con su música horrenda y estridente tan pronto vio que me senté a escribir.

Digamos que el impulso natural en estas circunstancias consiste en responder a la agresión con reciprocidad aún más estrepitosa, pero ello rara vez silencia al enemigo o ayuda a mitigar la irritación. ¿Alguien por ahí recuerda haber ganado un duelo de alaridos? Llegados a ese extremo, los contendientes saben que su triunfo consiste en la aniquilación del adversario, generalmente a costa de la propia, y lo cierto es que nada me encabrona tanto como enojarme a la hora del trabajo. Esto de sentir rabia por estar rabioso transforma al iracundo en fracasado: nada bueno saldrá de su cabeza, más le valdría regresarse a la cama.

"Tiende uno a encariñarse con sus propias rabietas, como el niño que llora con más ganas cuando nota que le escurre la sangre, para que no se diga que exageró"

¿Qué tanto nos contenta el descontento? Tiende uno a encariñarse con sus propias rabietas, como el niño que llora con más ganas cuando nota que le escurre la sangre, para que no se diga que exageró. Creer en días negros que ya nada ni nadie podrá deshollinar es condenarse a ser rehén del propio orgullo hasta engolosinarse en la derrota. Que esto suceda en tiempos de confinamiento —con la hiel rebotando entre los enclaustrados igual que una pelota de volibol— parece una tortura desmedida para quienes ya de por sí batallan por postergar su ingreso al manicomio. No está de más tratar de conservar la calma mientras pelea uno contra sí mismo.

Algo así he estado haciendo desde que resolví que me concentraría en seguir adelante con estas líneas lerdas y quejicas, en vez de responder al hip-hop criminal de los vecinos con tres granadas de fragmentación. “Lo hago por mí”, tendría que decir, mientras subo el volumen de mis audífonos de manera que el rapeo invasor no logre abrirme surcos en la materia gris. Apelo a esta sonrisa congelada para dejar constancia de mi excelente humor. Si alguien ve que la boca me espumea, seguramente es por el capuccino.

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