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He puesto a mi entusiasmo la careta de un payaso que ríe continuamente

He puesto a mi entusiasmo la careta de un payaso que ríe continuamente

Si el libro que leemos no nos despierta como un puño
que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos?
¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos
felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera
necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos
hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos
libros que se precipitan sobre nosotros como la mala
suerte y que nos perturban profundamente.
 

Franz Kafka a Oskar Pollak 

Nos han engañado. Han puesto delante de nosotros una pantalla configurada con forma de oasis. Nos han hecho creer, y hemos creído, que allí seríamos felices. Pero la pantalla es solo un cristal —ni siquiera eso: son una serie de materiales que dan la sensación de cristal— y no hay agua. Ni palmeras. No hay alimentos. Tampoco el aire nos roza la cara.

Estamos sentados delante del ordenador. Con suerte, en nuestra propia casa, si es que podemos permitirnos pagar el Internet. Y escribimos, pintamos o cantamos o tocamos la guitarra en ese oasis inventado. Mientras, las cuentas del banco siguen vacías. Mientras, esperamos que nuestros padres (o ella) nos den dinero para comer. Un mes más.

"La autora traza el perfil de aquellos y aquellas que hemos optado por, que tratamos de, ejercer con las palabras como nuestras únicas herramientas"

Nuestro oasis se llama entusiasmo, y hasta él hemos llegado por una especie de pulsión, algo que punza, por un deseo de crear que hierve dentro, que es una llaga, un ardor profundo y de origen desconocido: “Para quienes lo hayan sentido, este entusiasmo propio de la creación siempre vuelve, como motor que anima a la práctica de una pasión o como recuerdo que moviliza por haberla experimentado. Es persistente y merodea cerca, movilizando o doliendo; una y otra vez se filtra como el agua entre las grietas, en hilos finos o en bocanadas que nos sumergen”.

Un libro negro ha caído en mis manos. Su interior es todavía más oscuro

“Maldita Remedios”. Ahora lo siento, pero durante la lectura de El entusiasmo (Anagrama, 2017), de Remedios Zafra, he maldecido, casi en cada página, a la autora. Maldecirla a ella por lo escrito en este ensayo sobre la precariedad y el trabajo de los creadores en la era digital era el único escudo ante el retrato que la escritora y ensayista española ha hecho de mí y de tantos con los que cada día «compito» por una parte del pastel del trabajo creativo de un mercado tan inmenso como pequeño que habita en la red.

Página a página, la autora traza el perfil de aquellos y aquellas que hemos optado por, que tratamos de, ejercer con las palabras como nuestras únicas herramientas, con trazos u otro tipo de habilidad denominada artística o creativa. Por eso solo queda maldecirla —perdona, Remedios—, porque sitúa a los entusiastas en el punto exacto en el que el vagón de la montaña rusa ha dejado de subir y, liberado de raíles mecánicos, está a punto de comenzar el frenético descenso hacia la nada. Una nada controlada, esta, pero que no impide que los miedos se te salgan por la boca en forma de gritos. Por eso: “Maldita Remedios, maldita seas por poner el espejo delante de mi cara”.

"La crisis es un monstruo que ha llegado para comerse como aperitivo la vocación"

En su ensayo, la autora plasma los terrores del mundo del creador en la era digital: la precariedad laboral; la lucha —injusta— con otros que deberían ser compañeros, o al menos aliados, por lograr un hueco; la vida pospuesta una y otra vez con la promesa autocomplaciente del “ya llegará”; la realidad inventada en forma de perfiles sociales; el silencio; el miedo y, por fin, la terrible sensación de comprobar que las facturas siguen llegando, que las arrugas comienzan a agruparse en el punto de fuga de los ojos y que la oportunidad no llega, aunque seamos incapaces de «matar» al entusiasmo. La crisis es un monstruo que ha llegado para comerse como aperitivo la vocación.

Eso no es trabajo

Uno de los primeros puntos de análisis en los que se basa la propuesta es la de la «desprofesionalización» del trabajo creativo. Para la autora, “en los últimos tiempos (…) ha ocurrido que la valoración del ejercicio artístico se ha socializado del lado de la afición y el placer como aquello practicado en tiempos ociosos y considerado difusamente como actividad laboral”.

Es cierto: incluso resulta incómodo responder a la pregunta de “a qué te dedicas”. ¿Al periodismo cultural? ¿De veras los pocos euros que llegan a mi cuenta a final de mes —y en eso, joder, llego incluso a ser un afortunado— pueden ser considerados como el pago por un trabajo? ¿Cuentan acaso las horas preparando propuestas en pdf, adjuntando currículos y escribiendo infinitos e-mails que en su mayoría quedan sin respuesta? ¿Es trabajo la lectura de unos cuantos poemarios, las breves y a menudo desacertadas opiniones sobre ellos?

La respuesta sería un sí rotundo si no fuera por la cara de aquellos que preguntan. Esa incómoda apertura de ojos que quiere significar que escribir «cuatro bobadas» en un documento de Word para una revista cultural no es un trabajo porque no produce, porque no genera, porque no cambia.

"Pero el entusiasmo sigue vivo, es una llama ardiente que te hace decir, con Cohen, que hay una grieta en todo, que ya llegará el momento"

“Con excesiva frecuencia”, continúa Zafra, “nos viene a la mente esa dicotomía presente en la relación entre creación y precariedad. Me refiero a la que presenta enfrentados el dinero y el saber, el interés comercial y el interés cultural, la creación mundana y la espiritual. (…) Toda creación siempre es atravesada por las cosas cotidianas de la vida: el trabajo, el dinero, los espacios que habitamos, nuestros cuerpos y deseos, esa maldita preocupación”.

Así, por esa preocupación que otros producen en nuestro interior, comenzamos a ver, de un modo inevitable, que lo que nosotros consideramos trabajo es, tan solo, un hobby que no nos va a dar de comer. Casi sentimos que sería impropio hacerlo, porque somos muchos haciéndolo, porque apenas nos diferenciamos. Porque valemos poco más que nada en este mercado de entusiastas que buscan lo mismo que tú y que yo.

Una vida pospuesta por el entusiasmo: cuando se aprovechan de tu vocación

Pero el entusiasmo sigue vivo, es una llama ardiente que te hace decir, con Cohen, que hay una grieta en todo, que ya llegará el momento, que solo hace falta esperar un poco, un poco más todavía.  Esa ilusión de un futuro a la altura del hambre creadora del individuo es otro de los horrores del sistema precario en el que estamos sumergidos.

Dice Zafra: “Comienza así una vida permanentemente pospuesta, una cesión del tiempo de creación al futuro, una encadenada y constante inversión para lograr recursos mínimos pero suficientes, proporcionando algo de dinero y restando a esa pulsión sentida gran parte del tiempo, cedido ahora al sustento y a la apariencia”.

Porque cuando el hambre aprieta, hay que dejar de lado el entusiasmo; porque cuando la cesta de la compra siempre la paga ella, la sensación de que lo estás haciendo mal se te pega a los labios y hay que arrancársela con algún tipo de recuerdo vago de lo que se está intentando o, en el peor de los casos, con ayuda de las benzodiazepinas.

Entonces buscas un trabajo que en nada se parece a lo que quieres ser. Una gran cadena de librerías se convierte, en ese momento, casi en el sueño idílico del que desde siempre ha deseado trabajar en Disneylandia. Solicitas el puesto, pero la respuesta es un lacónico “RECHAZADO” que hace que tus aspiraciones vayan bajando y bajando hasta que aceptas un puesto en cualquier otra cosa que remotamente tiene que ver con escribir.

"Me siento indefinido porque cada vez más me delimita esa respuesta que me avergüenza dar: Soy periodista cultural"

Y cometes el error: estableces que hay un salario económico y un salario emocional. Y que las horas que pasas en esa oficina son solo una puerta de libertad (cuando realmente solo te está robando las horas) para poder dedicar el escaso tiempo libre que tienes a tu verdadera pasión, a la que llegas cada día más cansado y con menos ganas, con menos entusiasmo.

Pero sigues ahí, en la brecha, generando la falsa ilusión de que el momento llegará, de que no lo haces tan mal y que incluso este y aquel otro medio te pagan más que justamente por tus textos, aunque juntando las cuatro colaboraciones que haces al mes no te den para pagar siquiera la inflada factura del gas que en esta ciudad tan fría llega en invierno. Al menos, eso te han contado. Temes, aunque ella se encargará de todo y puedes sentirte afortunado en este bonito despacho de tu bonito piso de alquiler.

Sin trabajo, tu rostro es una obra de Bacon

Miro a menudo los retratos de Bacon. A veces pienso que es un tópico y tecleo en Google el nombre de Paula Bonet o incluso el del murciano Lucas Brox. Me gustan esos rostros «sin rostro», la indefinición de lo que debiera estar definido.

Siento la ilusión de que alguna vez me miraré al espejo y veré algo parecido. Me siento indefinido porque cada vez más me delimita esa respuesta que me avergüenza dar: “Soy periodista cultural”. Si no escribo en un gran medio periodístico, si no recibo una nómina que asegure que puedo comprar los próximos cuatro libros sin usar los 50 euros que ella mete en mi cartera cuando cree que no me doy cuenta, ¿cómo puedo llamarme así?

El trabajo marca, la profesión precisa un perfil. Y no tenerlo —o no tenerlo del todo— hace que el trazo que nos dibujaría cada vez sea más vago.

Esa es otra de las preocupaciones que ataca directamente a esta generación de creadores y que Zafra recoge —esta vez sí, de un modo casi científico, en su libro— a través de la figura de Sibila, una metáfora de todos nosotros: “A menudo la diversidad de cosas a las que se dedica Sibila la hace olvidar si acaso que su ser existe más allá de lo que hace, de lo indefinido de su dedicación difuminada en mil prácticas”.

Nos diluimos con cada negativa, se nos escapa la sangre por los huecos cada vez que nos dicen que “no”, o que tenemos que competir con alguien en nuestras mismas circunstancias, una compañera incluso a la que admiramos, pero en cuyo lugar nos pondríamos casi sin mirar el daño que le ha hecho caer desde lo más alto de la montaña rusa, antes de que comience el descenso libre una vez más.

Esto, si cabe, es peor, en la tesis de Zafra, en el caso de las creadoras mujeres, a las que les dedica, y es justo, gran espacio de la reflexión de El entusiasmo: “La forma en que las mujeres intervienen en la red participa activamente en este prosumo online, pero sigue estando implícito, transversalizado o tematizado, ese otro prosumo de cuidados y trabajo doméstico que ha marcado identitariamente a las mujeres de distintas culturas”.

También nosotros somos una máquina: llenar el carro de la compra de likes

“La pasión creadora, lo sentido que moviliza, el reconocimiento que compensa, la vanidad, descubrir su nombre en una lista de admitidos sirve a Sibila durante un tiempo muy breve, cada vez más breve”.

A los entusiastas, a los que hemos pospuesto la vida que «nos ha sido señalada por la vocación», nos (mal)alimentan los likes. Ver cómo crece el número de seguidores en una red social en la que escribimos —gratis, claro— algunas opiniones sobre la edición, comprobar casi cada hora el número de visitas a nuestra web (con la satisfacción de que ha crecido exponencialmente respecto a los seis meses anteriores, signifique eso lo que quiera significar), son una especie de pago que nos hemos impuesto, que no engorda tanto el ego como alarga la vida del entusiasmo.

"Y si el like es el salario, es que nosotros ya solo somos entes digitales, cuerpos desmaterializados"

Porque “cuesta aceptar con resignación que la precariedad sea el destino esperado para muchos que apuestan por su pasión creativa con un entusiasmo sentido, que la «ceguera» sea la única forma de sobrevivir huyendo hacia delante, llevados por la desidia y aceptando las condiciones tramposas de un sistema que promueve el trabajo temporal camuflándolo de inversión vocacional, que entretiene en la gestión online del uno mismo y limita la concentración (esa vida subterránea del pensamiento)”.

Maldita Remedios.

Y si el like es el salario, es que nosotros ya solo somos entes digitales, cuerpos desmaterializados que vivimos la ilusión de ese oasis que sería para nosotros una vida únicamente digna a través de los elementos que conforman la pantalla de nuestra computadora. En esta bonita habitación de esta bonita casa que paga ella. Con la luz del flexo como esa que rompe la grieta, que grita un “no te rindas” cada vez más abstracto, apenas inteligible ya.

Qué miedo

Cierro El entusiasmo, este trabajo de Remedios Zafra que se hizo con el Premio Anagrama de Ensayo por su capacidad de retratar el oficio de creador en la era digital. Miro mi rostro en el espejo y compruebo que aún reconozco los rasgos. Aun siento cierto ardor en el estómago. Junto a las benzodiazepinas tomo omeprazol cada día, de modo que solo puede ser que dentro de mí sigue hirviendo un poquito de entusiasmo.

Cierro el libro. Maldigo a Remedios —discúlpame de nuevo, por favor— una vez más y bajo las escaleras de la bonita casa que paga ella para dejarlo en el sitio que le corresponde en mi pequeña biblioteca, creada casi desde cero en honor a una vocación que me nació tarde, pero que arrasó con todo.

Tengo miedo. Me atemoriza que jamás acabe la espera. O peor: que cancelen el vuelo y tenga que volver a casa con las maletas cargadas de entusiasmo.               

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