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Herido leve, de Eloy Tizón

Herido leve, de Eloy Tizón

¿Cómo lee un escritor? ¿En qué aspectos se fija? ¿A qué abismos se asoma? ¿De qué manera las ficciones atrapan y modifican nuestra mirada? Narradores clásicos y posmodernos, consagrados y malditos, retratos de escritores y sus fantasmas, mitos y curiosidades, desfilan por estas páginas que constituyen un libro de libros en un barrido de treinta años de memoria lectora. Una especie de mapa para orientarnos o para perdernos. Una autobiografía intelectual del propio Eloy Tizón, «herido leve», trazada desde su amor inagotable a la literatura.

Eloy Tizón nació en Madrid en 1964. Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas y forma parte de numerosas antologías. Ha sido incluido entre los mejores narradores europeos en la antología Best European Fiction 2013, prologada por John Banville. Colabora con medios de comunicación y es profesor en Hotel Kafka y editor en RELEE.

Zenda publica el prefacio de su obra, Herido leve, publicada por la editorial Páginas de Espuma.

Prefacio

Hay libros que persigues para escribirlos y libros que te persiguen a ti. Hay libros que esquivas y libros que te avasallan. Libros precoces y tardíos. En principio, no estaba en mi ánimo publicar en este momento un libro de ensayos literarios, que, sin embargo, a la larga ha resultado ser para mí uno de los más gratificantes. Su historia, creo, es peculiar. Todo se origina en cierto día de comienzos de 2018, cuando, a mi regreso de un viaje a Cartagena de Indias, en Colombia, me encontré atascado con el libro de ficción que tenía entre manos. ¿Qué hacer?

Como me resulta difícil permanecer ocioso, para llenar el vacío de esas mañanas no se me ocurrió nada mejor que canalizar mi energía en curiosear sin un propósito claro en un disco duro antiguo, que no revisaba desde hacía años, a ver qué me encontraba.

Abriéndome paso entre la clásica maraña de archivos más o menos arcaicos, fotos pixeladas de los fantasmas del pasado que fuimos y la consabida estratificación de fósiles y reliquias que todos acumulamos en nuestros ordenadores, tropecé con una carpeta que despertó mi interés: contenía una cantidad considerable de reseñas y artículos literarios realizados por mí tiempo atrás, entre otros medios, para Revista de Libros, en la que fui colaborador asiduo durante años.

Me intrigó. Apenas recordaba su contenido. Además, estaban escritos en un programa informático que usaba entonces y del que ya no dispongo, de modo que para poder simplemente acceder a ellos, lo primero que hice fue descodificar esos pictogramas sumerios a un idioma legible y limpiarlos de toda la hojarasca tipográfica con que suelen ensuciarse estos trasvases, con intención de volver a leerlos con calma, sin más pretensiones.

Solo quería leerlos.

A ello me dediqué a lo largo de un par de semanas. Mi interés fue en aumento. No me parecieron desdeñables. En el trascurso de la lectura, de hecho, me cruzó por la mente una pregunta: ¿Y si los publico?

Ahí pensé por vez primera que tal vez fuese posible reunirlos en un volumen, y comencé a soñar. Esto me llevó a tirar del hilo y remontarme a otras reseñas muy anteriores: mis primeros trabajos publicados –casi balbuceos– en los suplementos culturales del diario El Mundo, todavía en activo, junto al desaparecido periódico El Sol y la también extinta revista literaria El Urogallo, en esa época dirigida por Encarna Castejón, cuando yo tenía veinticinco años.

Casi todos teníamos veinticinco años. O menos. En aquel entonces, sin una formación académica específica y sin experiencia, recién licenciado del servicio militar y la universidad, no me pareció sorprendente que profesionales cualificados a quienes tuve el atrevimiento de dirigirme sin conocerlos de nada, aceptaran publicar en sus cabeceras de tirada nacional los artículos de un novato como yo, junto a nombres consagrados; nunca se lo agradeceré lo suficiente. Hoy día, viéndolo en retrospectiva, lo considero asombroso.

Tengo mucho que agradecer, y al final del libro lo haré con nombres y apellidos. De esas primeras colaboraciones no conservo copia digital, pues a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando comencé mi andadura como colaborador en prensa (¡remunerado!), carecía aún de ordenador en casa, por lo que entregaba mis artículos en folios mecanografiados, que se quedaban en la redacción del periódico y no volvía a recuperar, conservando yo únicamente el recorte del artículo, en el momento en que aparecía impreso en el medio que correspondiese.

La verdad, me acordaba vagamente de haber guardado en su día todos esos recortes de prensa en una carpeta, pero ¿en cuál? No estaba seguro. Hacía demasiado tiempo de aquello. Varias mudanzas (unas seis o siete), con sus correspondientes zarandeos vitales y sentimentales, volvían enojosa la tarea de localizar esa carpeta o carpetas. No sería raro que se hubiese perdido en cualquier curva del camino, o hubiese sido pasto de la humedad, o las llamas, junto a tantas otras cosas.

No me resigné. Cuando me propongo algo, no me rindo con facilidad. Insistí. Rebusqué en las cajas de cartón apiladas en el trastero de mi piso actual, y al final, no sin trabajo, obtuve mi recompensa.

Resultó que había sobrevivido.

La configuración de este libro ha tenido, también, cómo no, su hora detectivesca.

Llevé la carpeta a mi estudio, para examinarla mejor. La abrí: había muchos más artículos de los que yo recordaba. Los hojeé vagamente por encima, con aprensión y sentimientos encontrados, que oscilaban entre el pasmo, la curiosidad y el rechazo. No me sentía capaz de leerlos tal cual estaban, en papel. Prefería hacerlo en pantalla. Para ello, me enfrentaba a la temible tarea de tener que escanear o teclear un centenar largo de páginas con opiniones sobre literatura que supuestamente yo había vertido desde hacía treinta años. ¿Cómo afrontar tal reto? No me veía con fuerzas. ¿Y si al final resultaba que no merecía la pena tanto esfuerzo para recuperarlas?

Ante la duda, recurrí al asesoramiento de mi editor y amigo Juan Casamayor, a quien le expuse mis inquietudes y que de inmediato se mostró interesado en el proyecto. Vio ahí un libro potencial. Me animó. Debatimos sus pros y sus contras. Con buen criterio, Juan me recomendó a una persona de entera confianza y con experiencia editorial, a quien yo ya conocía, Cris Montes Ortego, como posible responsable de digitalizar las páginas de papel de las distintas publicaciones.

Cris aceptó mi encargo con entusiasmo y no sé si un punto de inconsciencia. Le entregué la voluminosa carpeta, que ella se llevó a su casa. Cris ha sido la persona que ha trasladado minuciosa- mente cada palabra impresa al formato digital de manera impecable, escrupulosa, e incluso corrigiendo las erratas que detectaba. Cada cierto tiempo, yo recibía un e-mail suyo con una veintena o más de estas reseñas trascritas por ella. El siguiente paso era leerlas con atención, tras lo cual decidía si las incluía en el proyecto o si las descartaba y las apartaba fuera de él.

Para mí, era como leerlas por vez primera. Un descubrimiento. No recordaba haber dicho tales cosas de tales libros. En algunos párrafos me reconocía y en otros no. Algunas ocurrencias me hacían sonreír: ¿había escrito yo eso? Hacía afirmaciones que hoy día me costaría apuro mantener, sin al menos someterlas a una contundente reformulación teórica, con matizaciones que las dotasen de mayor precisión y nervio. A eso me he dedicado. En el caso de los artículos que he dado por válidos (los que a mi parecer han superado la barrera del tiempo, una vez agotada la urgencia de su novedad), salvo unos pocos que he mantenido iguales, la mayor parte ha pasado por un profundo proceso de cirugía.

Cuando Cris dio por finalizado su trabajo y por fin reuní todas las piezas del puzle, empezó la siguiente fase. Que consistió, más allá de revisarlas con lupa una por una, en acertar con una estructura orgánica para el conjunto, que evitase la simple aglomeración informe de encargos dispersos en diferentes épocas y medios; decidido a impedirlo, buscaba articularlas en un organismo coherente.

Esa labor fue espinosa, pues descubrir la planificación interna de mis libros es siempre para mí la parte más ardua. Barajé diversas modalidades: cronológica, geográfica, por proximidades estéticas… Ninguna me satisfizo del todo. Quedaban descompensadas. De algunos apartados reunía muchos artículos, mientras que de otros apenas ninguno. Le daba vueltas. No acertaba con la clave del acertijo.

En este punto resultó providencial un almuerzo con mi amigo Andrés Neuman, a quien mostré impreso el índice. Generoso y lúcido como siempre, Andrés detectó de inmediato los puntos débiles de mi esquema. Me sugirió vertebrar el libro siguiendo el argumento de un relato basado más en constelaciones temáticas o afinidades atmosféricas, evitando la férrea cuadrícula disciplinaria en la que yo, por algún motivo, me había obcecado hasta entonces. Por descontado, Andrés llevaba razón.

Los días y semanas siguientes reordené todos los materiales partiendo de cero, abandonando mi pretensión inicial, y adoptando la propuesta de Andrés de una nueva clasificación, más libre, para lo cual tuve que descoyuntar el libro primitivo, olvidarme de él y aprender a pensar de otra manera, desde otros parámetros mentales diferentes.

Junto a los artículos originales, he agregado escritos recientes (uno de hoy mismo), algunos prólogos e inéditos que considero dignos de ser rescatados.

El título se me impuso de manera natural, sin forzar nada: Herido leve.

A partir de ahí, el libro tomó forma y dirección. Lo vi crecer ante mis ojos. Se expandió. Me estimulaba la idea de dar visibilidad a unos textos míos olvidados que pocos leyeron en su día pero que forman parte de mi intimidad como escritor y lector y de los cuales no reniego. Sin este trabajo concienzudo de cribado, actualización, montaje, poda, edición, reescritura y en definitiva mejora, no habrían salido de su caja de cartón. Seguirían allí por tiempo indefinido, calculo que hasta perderlos la pista y acabar borrándose en un limbo de plazas de garaje y trasteros cada vez más lejanos, lo cual me habría apenado.

Lo que empezó siendo un libro involuntario, inducido por una carambola de vicisitudes fortuitas, al final ha derivado en un empeño apasionante, que me ha tenido atrapado durante el último año. He invertido en este libro la misma fe ilimitada que pongo al escribir cualquiera de mis ficciones. He dado lo mejor de mí. He disfrutado mucho creándolo.

La mayoría de estos ensayos, me parece, sonarán nuevos a los oídos lectores. En su forma actual, pueden considerarse inéditos. Con el fin de favorecer la fluidez de su lectura, he agrupado toda la información relativa a datos históricos, tales como lugar y fecha de nacimiento y muerte de los autores, año de publicación de las obras, etcétera, al final del volumen, donde el lector podrá consultarla en los índices alfabéticos. Asimismo, por igual motivo, los libros comentados tienen su referencia bibliográfica en un apéndice final, junto a la fecha de origen de los textos.

Durante su composición me ha sucedido algo que juzgo representativo del modelo cultural en que vivimos, sometido al relativismo. Al revisarlos, me he topado con obras de autores publicados en las mejores editoriales, jaleados como imprescindibles por los suplementos culturales hace apenas tres décadas que hoy hemos olvidado y fulminado del canon por completo: no están. Esas ausencias son llamativas. Y también me ha ocurrido resucitar títulos descatalogados que son tesoros artísticos de belleza y dignidad que merecerían estar aún disponibles en las librerías.

Muchas cosas han cambiado. El concepto de justicia e injusticia, aplicado a la literatura y al arte, no deja de ser problemático. La idea de salvaguardar y reivindicar determinadas gemas desconocidas que anime a posibles lectores y editores a recuperarlas y a darles una segunda oportunidad, estimo que es justificación más que pertinente para este libro, si es que necesitase de alguna.

Siempre he amado la literatura. Dejar constancia de este amor me parece un empeño hermoso y noble.

Por último, la confección de Herido leve también ha implicado, hasta cierto punto, al menos para mí, una meditación sobre el sentido del tiempo y la memoria lectora, tanto individual como colectiva, afectadas por todo tipo de vaivenes, tensiones y caprichos, con conclusiones a veces exaltantes y a veces melancólicas. De todo hay. No hay que perder de vista que estas páginas proceden de un arco cronológico concreto, moldeado por los parámetros ambientales predominantes en cada momento, en constante evolución, con sus limitaciones y también –ojalá– con algún que otro destello de grandeza. Algo, imagino, propio de un territorio tan escurridizo y raro como es la literatura.

No te puedes aislar ni un minuto. Del roce permanente con el mundo exterior surge todo: lo bueno y lo malo, la arena y la catástrofe, el jersey y la llama, la ternura y el precipicio.

Si cuento todo esto no es por ningún afán de puntillismo numismático, que no me incumbe, sino porque estoy convencido de que los entresijos de un libro también determinan su génesis, su coloración y su ADN, y por eso conviene explicarlos. Para el lector común –al que me dirijo en estas páginas– puede resultar instructivo vislumbrar cómo, desde la intuición inicial por lo general brumosa hasta su consumación, se extiende un largo pasadizo invisible –que a veces dura años o décadas–, lleno de puertas y sombras, en el que intervienen muchas manos, ojos e inteligencias, que es preciso apurar hasta el fondo para que el libro se acomode a su forma y encuentre la respiración que le es propia.

Ese pasadizo es el libro. Este libro. Todos los libros. Me atrevo a afirmar que en este mundo de incertezas y posverdades fluctuantes, una sola cosa es segura: el libro sabe esperar.

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Autor: Eloy Tizón. Título: Herido leve: 30 años de memoria lectora. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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