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Historia de una madre

Tienes que mirar, el último libro de Anna Starobinets, me hizo recordar casi desde que cayó en mis manos mi cuento favorito de Hans Christian Andersen, el desgarrador “Historia de una madre”. En ese falso cuento para niños, Andersen mostraba a una mujer desesperada porque su bebé agoniza. La madre, enloquecida de dolor, decide emprender en medio de la noche un camino trágico, una búsqueda imposible de la vida que se le escapa a su pequeño. Y sale a la oscuridad y recorre un mundo entero que parece doblegarse, servil, al poder de la muerte. La propia noche, un zarzal, un río, le van pidiendo un abrazo, su hermosa cabellera, su voz, si quiere saber dónde encontrar a la Muerte, para suplicarle por la salud de su hijo. Y la madre lo entrega todo, pero cuando llega hasta la temible asesina, esta le confiesa que es solo una empleada de una fuerza superior, una subalterna obediente. La madre comprende entonces. Su lucha no tiene sentido porque, por más que lo desee, no puede cambiar los designios divinos ni el destino de su criatura, y la deja ir.

"A partir de entonces deja de referirse a su hijo como “el bebé” y pasa a llamarlo “el feto”. La madre toma conciencia en ese sutil pero inexorable giro lingüístico"

La historia que relata Starobinets guarda mucho parecidos razonables con ese bellísimo cuento triste. Porque Andersen, al final, solo hablaba de lo humano, y volcó en un mundo de hermosura casi onírica uno de los peores temores, sin duda el dolor más insoportable que nos acecha como especie: sobrevivir a un hijo, ser incapaces de retenerlo aquí, en esta orilla, cuando la muerte decide llevárselo con ella. La autora rusa, conocida por su maestría en el género fantástico y la ciencia ficción, se vio atrapada en una auténtica pesadilla en 2012. Estaba embarazada de su segundo hijo y todo parecía ir razonablemente bien, pero durante una visita rutinaria al radiólogo este detectó que el bebé que esperaba sufría una malformación renal que hacía inviable su supervivencia. Starobinets comprende la dimensión del horror que la aguarda a partir de la transformación de las palabras que le dirige el médico, quien a partir de entonces deja de referirse a su hijo como “el bebé” y pasa a llamarlo “el feto”. La madre toma conciencia en ese sutil pero inexorable giro lingüístico de que algo va realmente mal. Todavía no sabe, no quiere creer que el daño es irremediable, pero lo cierto es que el niño comienza a acercarse a la muerte en ese mismo instante, cuando un doctor lo da por perdido, cuando determina para sus adentros que objetivamente nadie puede vivir con unos riñones hipertrofiados que invaden su cavidad torácica y aprisionan los pulmones. Desde ese día en que todo parece normal pero ya no lo es, Starobinets nos hace recorrer con ella un cuento de terror, una línea recta sin vuelta atrás, similar a la de la madre desesperada de Andersen. No hay posibilidad de refugiarse en los recuerdos de los días previos al diagnóstico, en esa normalidad idílica en la que vivían ella y su marido y su hija apenas unas horas atrás. No se puede volver allí, porque la vida empieza a asemejarse a una implacable cinta transportadora que empuja hacia delante a esa mujer que debe decidir en un tiempo récord qué hacer: si sigue adelante con el embarazo, sin ninguna esperanza de que el niño, en caso de nacer, lleve una vida normal, o si aborta, opción en la que descubre que el sistema sanitario ruso se desvincula de la madre con una crueldad inimaginable, como si cada sanitario con el que se topa la culpabilizara de un acto reprobable, en vez de ofrecerle el apoyo y el trato humano que merece alguien que se encuentra atravesando, sin duda, el peor trance de su vida.

"Hace frío en este libro, sí. Porque las últimas pruebas ofrecen un veredicto fatal"

Hace frío en este libro. Un frío atroz, de hospital y noches de insomnio, de visitas a consultas en las que la desconsolada madre jamás encuentra una palabra de ánimo, un consuelo. Starobinets parece haberse colado por error en uno de sus relatos, uno en que hombres y mujeres con bata de médico niegan sistemáticamente con la cabeza. “Aquí no hacemos esas cosas” es el mantra que repiten para zanjar su petición de ayuda, cuando asume que su hijo no nacerá y que debe interrumpir el embarazo cuanto antes. Starobinets narra con una prosa quirúrgica ese trayecto infernal, desquiciadamente blanco, el sufrimiento infinito de la mujer que camina por un laberinto lleno de zarzales, de oscuridad y ríos helados en los que nadie le ofrece una salida, una pista. Mientras tanto, siente cómo en su interior el bebé crece sin esperanza, se mueve, da pataditas. Sigue vivo, pese a todo, porque la naturaleza no se ha cansado de jugar con él, condenándolo a muerte pero permitiéndole vivir aún para que sea justo ella, la madre protectora encargada de resguardarlo durante nueve meses, quien deba decidir el instante exacto en que dejará de respirar.

Hace frío en este libro, sí. Porque las últimas pruebas ofrecen un veredicto fatal y Starobinets comprende que no podrá alumbrar a un niño condenado a pasar toda su existencia en estado vegetal. No, no hay una remota esperanza, no queda una sola posibilidad de futuro, aunque sea asistido permanentemente, para su criatura. Y así como estaba dispuesta a ayudarlo a vivir, así está dispuesta a cuidarlo en la muerte, a no dejar que sufra más de la cuenta.

"El calvario de Starobinets no concluye, desgraciadamente, el día en que se despide de ese niño al que no llegó a ver con los ojos abiertos"

En mi opinión, es un acierto que la autora haya optado por la narración en capítulos muy breves, que concentran el interés de los lectores en los diferentes episodios que componen su vía crucis personal. Cada visita médica, cada preparativo del viaje, cada momento previo al parto provocado, cada sensación que la invade durante el proceso y las que irán tirando de ella hacia un fondo que parece no tener fin tras interrumpir el embarazo, se relatan con una sobria concisión que no merma un ápice el impacto en todos los que nos vamos asomando a su historia, a su tragedia, tan solitaria en realidad, porque es una pesadilla vivida de cuerpo para adentro. Y esa guerra interna se libra mientras ella y su esposo buscan un hospital en otro país, un lugar donde la dejen vivir su tragedia con dignidad. En ese punto del camino aparecen los gestos solidarios de los amigos y familiares que les ayudan a juntar el dinero para el viaje, el apoyo de una amiga incondicional que los hospeda, el talante humano de cada uno de los profesionales de la medicina que los atienden en Berlín. Este punto me parece especialmente interesante, porque en cada detalle de esa clínica advertirá la periodista sagaz que también nota Starobinets diferencias trascendentales con respecto a los hospitales rusos, a la praxis de los médicos, al propio recinto. Su libro denunciará el sospechoso parecido que guardan los centros sanitarios soviéticos con cárceles que culpan a los pacientes de sus males, como si fueran delitos. En Alemania, en cambio, recibe un trato eficiente y compasivo que la sorprende a menudo, antes, durante y después del parto sin nacimiento, del parto para la muerte, que le practicarán allí. Hasta tal punto descoloca a la paciente esa atención personalizada, afectiva, que en ocasiones llegará a sentirse culpable por permitirse pequeños paseos o la degustación de una comida sabrosa, de un vino dulce, en lugar de permanecer postrada en su cama, atormentándose todo el tiempo que dura su estancia en la clínica.

El calvario de Starobinets no concluye, desgraciadamente, el día en que se despide de ese niño al que no llegó a ver con los ojos abiertos. Comienza entonces, con el regreso a Rusia, a la imposible normalidad que fingen los supervivientes, otra lucha, la de la madre contra sí misma, con sus remordimientos y una culpa incipiente de la que quizás no pueda librarse nunca. La toma de conciencia de que el ser humano sobrevive incluso a lo peor que puede ocurrirle, la incapacidad de los profesionales para ayudarla psicológicamente a aceptar algo tan terrible como que la vida sigue, pese a todo, se desgranan  en la parte final del libro, haciéndonos comprender que ese dolor no acaba, no ha muerto aún. Starobinets escribe con él aún presente, aprendiendo a soportarlo quizás, pero sin olvidar jamás que en un hospital berlinés hay un jardín que alberga las pequeñas tumbas adornadas con fotos y peluches descoloridos de todos esos niños que no pudieron llegar a nacer.

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Autora:  Anna Starobinets. Título: Tienes que mirar. Traducción: Viktoria Lefterova. Editorial: Impedimenta. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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