Hoy cambio las reglas del juego. Una película, The Searchers (Centauros del desierto) acapara el comienzo y el final. Necesariamente.
UN COMIENZO Y UN FINAL
Porque The Searchers (Centauros del desierto, 1956) comienza y acaba igual, pero de manera diferente. Lo que vemos al empezar la película es una pantalla en negro, que nos advierte que estamos en Texas en 1868. No en ningún otro lugar ni en ninguna otra fecha. Y eso condiciona toda la película. Porque en esa fecha, Texas formaba parte de los límites de los Estados Unidos, una tierra que fue España y que se convirtió en república independiente, luego unida a los Estados Unidos tras lucharla con los mejicanos del general Santa Anna, remember The Alamo. Pero los que no sabían nada de guerras entre blancos, ni de repúblicas ni de tratados, eran las tribus indias. Comanches, kiowas, apaches. Los primeros nómadas, siempre en movimiento, los apaches enclaustrados en un territorio hostil incluso a las especies animales más irredentas. Los blancos que quieran vivir en esas tierras tejanas saben que nunca podrán pedir cuartel ni darlo si deciden quedarse para construir un futuro. Nada de pueblos, sólo desiertos, cañones, ríos caudalosos, a veces buenos pastos, salvias, arenas rojizas, mesas, como restos prehistóricos de un tiempo sin humanos, horizontes inmensos, granjas, ranchos, cabañas fabricadas con madera, ramajes y adobe, aisladas, refugios precarios en una existencia difícil y eventual. Pero muchos de ellos, como los Pawley, los Mathison, los Jorgensen, los Edwards, seguían allí desafiando a la Naturaleza y a las tribus indias, reuniéndose de vez en cuando con motivo de una boda, un bautizo, más a menudo por un entierro, la llegada de un nuevo colono, la necesidad de erigir una cabaña, un granero, un establo. No esperan nada ni de un Ejército poco numeroso y disperso ni de unos Texas Rangers volátiles en sus andanzas.
1868. Más que una fecha, las consecuencias de un triunfo y una derrota, el final de la guerra civil entre Norte y Sur, entre la Unión y la Confederación. Para los del uniforme gris, los orgullosos y valientes sureños, Texas fue muy mayoritariamente pro Sur, muchas cosas quedaron mustias pero no muertas tras la rendición del Sur en Appomattox Court House en abril de 1865, tras cuatro años de guerra cruenta, fratricida. Algunos, como Ethan Edwards, nunca se rindieron ni entregaron su sable en Appomattox; siguieron on the road, haciendo cualquier cosa, como combatir por Maximiliano en Méjico, otra causa perdida, y, quizás, atracar un banco, una diligencia, hacerse con unas monedas de oro. Hijos pródigos renuentes por volver a casa pero sin olvidarla jamás.
Tras la pantalla en negro y el letrero de “Texas, 1868”, poco a poco entra soñadora, melancólica, la banda sonora de Max Steiner, repleta de melodías populares como “Lorena”. Pero lo importante es lo que viene a continuación. La pantalla en negro resulta que no es una pantalla en negro, sino una puerta que se abre ante nuestros ojos, dejándonos ver la hermosura salvaje de un desierto, el Monument Valley, el John Ford Country. Quien abre la puerta no es un personaje sin más, un mero recurso narrativo. Eso jamás tiene sentido para John Ford. Es Martha Edwards, el motivo de todo lo que va a suceder, el motivo por el que Ethan Edwards regresa al rancho familiar en Texas, que abandonó para irse a la guerra y por algún otro motivo que sigue guardado en su corazón.
Martha mira hacia el desierto, envuelto en bruma, barrido por el viento. En la lejanía entrevemos a un jinete, casi confundido con los matojos de salvia y los montículos de arena. Martha, desde el interior de la casa, ha sentido algo, algo la ha impulsado a abrir la puerta y a escrutar el solitario desierto tejano. Y de repente una familia, todos, poco a poco salen al porche, a la veranda de esa cabaña, el hogar de los Edwards. Ford construye el plano que los reúne desde un lateral del porche, una situación de la cámara que para una situación similar, el regreso del Pequeño Coronel, derrotado, harapiento, a su casa sureña, Griffith había empleado y descubierto en El nacimiento de una nación en 1914. El padre, Aaron Edwards, observa al jinete y parece extrañado, desconcertado, “¿Ethan?”, y su mujer, con las manos puestas en la frente como para asegurar la visión y no ser deslumbrada por el sol, muy levemente afirma con la cabeza. Sólo ella, y casi enseguida sabremos por qué, es capaz de reconocer al jinete lejano y solitario, y es que, como afirmaba Saint-Exupéry, sólo se conoce verdaderamente desde el corazón.
Homero en Tejas, Odiseo regresando tras viajes imposibles a Ithaca, aunque lo que veremos a continuación tiene que ver tanto con la Ilíada como con la Odisea, un descenso a los infiernos y un regreso de los mismos. Ese comienzo no estaba en la novela, magnífica novela, de Alan LeMay, publicada en España por Valdemar en su esencial colección Frontera, que adaptaron para el cine Frank S. Nugent y Jack Ford. Ni lo estaba en el guión. Lo decidió Ford en pleno rodaje en Monument Valley.
¿Una manera de abrir una narración, como si abriésemos las páginas de un libro, un método para introducirnos, hacernos cómplices como espectadores, desde el interior de la familia Edwards a la tragedia que se avecina, una manera de hacer nacer el cine, las películas, ante nosotros, un modo de decirnos que, así se lo confesó Ford a Bogdanovich en su libro de entrevistas (Hatari Books), Ethan Edwards era un solitario, alguien que nunca podría pertenecer y permanecer en el seno de la familia, un Odiseo que, como Sísifo, siempre que regresara a casa volvería a salir, negándose o siendo negado a quedarse en Ithaca?
No lo sé, pero lo que sí sé es que no hay manera más subyugante, más poética, más misteriosa de abrir una película; de introducirnos, de hacernos cómplices de sus imágenes.
Y claro, John Ford cierra en paréntesis armonioso Centauros del desierto. Ethan Edwards, a diferencia de la novela adaptada, recupera, tras cinco años de incesante busca, a su sobrina Debbie, raptada por una banda de comanches tras asaltar y devastar el rancho Edwards. Debbie es el único vestigio que queda de su familia, el único vestigio que le queda de Martha, la madre de Debbie, su amor perdido. Sólo sabremos de ello por cómo, abstraídamente, Martha acaricia amorosamente el capote confederado de Ethan antes de que éste vuelva a irse persiguiendo a una banda de indios, supuestos ladrones de ganado. Debbie ya es una mujer y ha compartido lecho con el jefe comanche Cicatriz, que devastó el rancho de los Edwards y, posiblemente, violó y asesinó a Martha, cuya cabellera pende de su lanza de combate. Por todo ello Ethan, si busca a Debbie, es para matarla, matar el dolor de la pérdida de Martha, matarse a sí mismo para hundirse en un abismo de autoaniquilación. Pero, de nuevo, ha podido más esa fibra misteriosa que es el corazón, porque cuando la toma en sus brazos, tras perseguirla, algo se remueve en lo más profundo de su ser, un amor renacido de entre las cenizas de lo perdido, de lo hollado por prejuicios, de lo odiado por perdido, y en ella Debbie, como en la secuencia de Vértigo en la que Scottie recrea a Judy, pero al revés, revive su madre Martha y todo lo que Ethan Edwards ha amado amargamente en su vida.
A caballo, Ethan Edwards, acunándola junto a su pecho, lleva a Debbie, no a casa —el rancho de los Edwards yace para siempre, como Manderley, consumido por las llamas del incendio provocado por la destrucción comanche, es imposible, inútil regresar allí, Alan LeMay lo describe maravillosamente en la novela—, sino a un lugar seguro, el rancho vecino de los Jorgensen, que la acogen como a una más de la familia. Pero Ethan Edwards no entra en la casa de los Jorgensen. Se queda fuera.
Como en una obra de teatro, como en la vida, uno a uno, los protagonistas de esta historia van entrando en la casa: el matrimonio Jorgensen, Martin Pawley, el hermano adoptivo de Debbie, otro huérfano de la furia de los comanches, y su amor, Laurie Jorgensen. La puerta, como al comienzo de Centauros del desierto, se cierra tras ellos ante nuestros ojos. Pantalla en negro. Afuera se ha quedado Ethan Edwards. Al comienzo de Centauros del desierto, Ethan cabalgaba hacia el rancho de su familia. Ahora que ya no existe, ya no tiene hogar ni referencia existencial. Se queda a la intemperie. Incluso el loco Mose Harper, que ha conseguido para su vejez lo que más ansía, una mecedora en un porche, un lugar junto al fuego, también se queda afuera, pero no a la intemperie, porque vive allí. Ethan Edwards lo ha perdido todo, como los personajes de El viento y el León, Al- Raisuli y el jerife de Wazan, pero a estos aún les queda la esperanza de volver al camino, vivir la aventura de existir gozosamente, ganarlo todo y perderlo. Ethan Edwards quizás haya pacificado su alma, haya labrado su salvación, pero ha quedado también vacío y será, desde entonces, de nuevo un solitario, pero ya, como quería Luis Rosales, la casa no está encendida, así que su vagabundeo por la frontera siempre en llamas estará envuelta en brumas, nieblas, el humus de los relatos, los cantares, las gestas de frontera que poco a poco pierden sus contornos reales y se difuminan románticamente.




Se te olvido comentar que ese personaje fué maravillosamente interpretado por John Wayne y eso no debiste ocultarlo