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Inapetonto (Arresto domiciliario 63)

Inapetonto (Arresto domiciliario 63)

Hay carencias de las que uno se jacta como si fueran grandes cualidades. “¡Yo jamás abro un libro!”, balaba cierto amigo de la infancia, ya con dos matrimonios y treintaitantos años de vejez prematura, sin la menor necesidad de hacerlo pues de cualquier manera la barbarie no suele ser discreta. ¿Necesito decir, Cuarentenario atento, que no soy de los que levantan pesas? ¿Por qué entonces a veces me expreso como aquel ufano mentecato cuando desdeño la buena cocina?

Decir que tengo el tabique desviado suena bien a manera de explicación, pues ya se sabe que un olfato defectuoso dificulta de paso el sentido del gusto, pero no falta el día en que hablo del asunto cual si me envaneciera. “A mí nunca me da hambre”, solía yo alardear si alguien me recordaba que era ya de noche y no había comido desde la mañana. “Ten cuidado, porque ese güey no come”, aconsejó una vez una querida amiga y confidente a su hermano menor, antes de que éste viajara conmigo. Hasta que un día llegó mi hoy correclusa, que adora los rituales de la manducación pero a su vez tendía a confesarse, no sin algún orgullo improductivo, una absoluta nulidad culinaria. ¿No era Rocky Balboa quien creía en el amor como una conjunción de baches complementarios?

"Es fácil desdeñar lo que jamás faltó, o se creyó sobrante porque abundaban los satisfactores y uno daba por hechos los privilegios que ahora se le niegan"

Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas que mi correclusa, harta de soportar estos días oceánicos e ingratos, descubrió en la cocina un refugio a la medida de su desazón. O sea de la nuestra, pero de eso tardé en hacerme cargo porque antes he debido deshacerme de mí, ay, estúpida ufanía. La encontraba de pronto delante de la estufa, con su teléfono montado en un tripié, atendiendo a las diestras instrucciones de la autora de sus días en una videocharla larga y pacienzuda, y me decía que le haría bien, como si nada de eso me atañera porque como te digo, estaba de por medio mi prestigio de bicho inapetente.

Es fácil desdeñar lo que jamás faltó, o se creyó sobrante porque abundaban los satisfactores y uno daba por hechos los privilegios que ahora se le niegan, pero hoy que se halla triste y enclaustrado y nada de lo que hay parece contentarle, no sabes lo que pueden hacer por sus humores una sopa caliente con limón, salsa roja y cilantro, entre otros ingredientes menos conspicuos, y luego unas papitas de Cambray que bien podrías pedir para cenar si mañana tuvieras cita en el paredón.

"Si otros buscan remedios naturistas, éste resultó sobrenatural. En un par de minutos, era yo otra persona"

Hoy que pujamos por sobrellevar nuestro décimo fin de semana infinito, llegamos a las cuatro de la tarde reptando como náufragos en un islote yermo. Por si eso fuera poco, al vecino de atrás –no estaba muerto, como nos temíamos– se le ocurrió atacarnos con una larga salva de hip-hops. Al tanto del estado de mis fluidos y cansada de pelear con los suyos, corrió mi correclusa a la cocina y preparó unas flautas con crema, queso, cilantro y aguacate, más aquella bendita salsa roja que a gritos pide ya ser patentada. Aleluya, cantaron mis entrañas.

Si otros buscan remedios naturistas, éste resultó sobrenatural. En un par de minutos, era yo otra persona. Quiero decir que era otra vez persona, en vez de vil piltrafa inapetonta. ¿Te imaginas la clase de amarguras radiactivas que habría venido a vaciar entre tus páginas, de haberme conformado con una pinche bolsa de papas fritas? No te las imagines: mejor mira esas flautas exquisitas en la foto que guardé en mi teléfono, por si vuelvo a ponerme mentecato.

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