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Invisible

No fue un buen día. Lo pongo aquí para que no se me olvide que hay días malos y otros que son aún peores. La firma no fue todo lo bien que me hubiera gustado, pero esto, dentro de lo que cabe, es normal sin el apoyo necesario por parte de quienes deberían y sin el respaldo de la fama que otros —quizá inmerecidamente— poseen y hace el trabajo por ellos. A eso se le suma que soy de carácter más bien introvertido y poco hablador si no se me pregunta. Tiendo a la presunción —esto me lo dice mucho mi psicóloga— y mis pensamientos me llevan a caminos que no debería transitar porque anticipan situaciones que no pasarán y me producen una ansiedad que acaba minando mis ánimos y me arrastran al abismo. Eso es lo que sucede cuando te encuentras en una isla en mitad de un océano de libros —como un náufrago— y los barcos atestados de lectores pasan esquivándola. A media mañana opté por retirar el faro de mi cabeza y dejar de guiarlos con mis palabras hasta la mesa.

Una vez me deshice de aquello que llamaba la atención, me volví invisible. Sin embargo, no resultó un alivio. Porque, aun así, el tránsito seguía esquivando el islote y, de cuando en cuando, los tripulantes, navegantes en busca de horizontes culturales, apenas lanzaban miradas de soslayo hacia la extraña pila de libros que descansaba en esa mesa alta, como de bar, junto al taburete vacío. Sus miradas y la mía se cruzaban en un punto indeterminado y, al cabo, la de ellos me atravesaba y se desviaba en busca del Santo Grial que venían buscando y que poco tenía que ver con el despliegue literario que yo les ofrecía. Es una tarea ingrata. La mayoría de las ocasiones. Hay otras en que no. Lo reconozco. De momento, las que menos.

"Ella me mira con desdén y rabia y tira del brazo de su marido hacia la salida. Él me mira con ojos de cordero degollado, suplicando una ayuda que no le puedo ofrecer"

Cuando vuelvo a ser visible, me siento en el taburete y extiendo la mano hacia ellos, no como un zombi, sino como un mendigo. «Si no vais a comprar el libro, al menos dadme unas monedas», pienso. No hay mucha diferencia. No sería la primera vez que alguien compra una novela que termina sepultada, devorada y regurgitada por una montaña de ejemplares que esperan su turno para ser leídos. Les doy octavillas y marcapáginas para que me sigan en redes y (ojalá) compren mis obras. Si fuera peor vestido, de verdad que podría estar en la calle haciendo lo mismo y no habría mucha diferencia. O sí: quizá terminara el día con algunas monedas en el bolsillo. ¿Quién sabe?

Mi isla está frente a la única puerta del local, una de esas correderas automáticas. Hace calor y la luz que entra del exterior se expande hacia dentro de tal manera que proyecta sombras y yo apenas veo las siluetas de los clientes cuando cruzan el umbral. Sin rostro. Sin apenas forma. Estoy en desventaja. Ellos, aún sin el faro sobre la cabeza, me ven. Y pienso que, tal vez, también me veían incluso cuando era invisible. No tengo pruebas que lo confirmen, pero tampoco que lo desmientan. Se materializan ante mí como si se hubiesen teletransportado desde alguna nave espacial y sus caras reflejan curiosidad por el entorno antes de mutar en una suerte de rictus de buscador de tesoros. Pocos se acercan a mí si no les interpelo. Algunos me escuchan hablar de La sombra del nagual con indiferencia. «Yo también escribo», me dice uno. «A ratos, mientras espero en el coche en los intermedios del trabajo», apuntilla. «Yo he estado tres veces en Seattle», me dice otro. «¡Qué interesante!», me contesta un par más. Ninguno de ellos se lleva el libro. Uno me promete que volverá más tarde (spoiler alert!: no lo hace). Uno de ellos, además, me ha confesado que su esposa ha puesto límite a su voracidad lectora y, sobre todo, al número de ejemplares que deben ocupar su estantería. Me ha dicho que, a veces, deja libros por ahí, olvidados, o los presta a gente que sabe que no se los va a devolver, solo para tener más espacio, un hueco que poder rellenar, pero no siempre funciona. «Ella lo detecta». De hecho, es ella quien, paseando frente a la puerta de entrada, lo ve y acude rauda a separarlo de la tentación. Ella me mira con desdén y rabia y tira del brazo de su marido hacia la salida. Él me mira con ojos de cordero degollado, suplicando una ayuda que no le puedo ofrecer. Me encojo de hombros y esbozo una lánguida sonrisa antes de que desaparezca de la tienda y se mezcle con el bullicio exterior del centro comercial.

"En menos de dos horas, cuelgo el cartel de SOLD OUT y me retiro con una ancha sonrisa"

Vuelvo a casa. Como y regreso a la librería. Mis ánimos no se han repuesto y, de no ser por la inesperada visita de Jose y Lita, la tarde habría sido anodina, insulsa, deprimente. Me dicen que es un mal día, que todo el mundo está en las fiestas de no sé qué pueblo. La vez anterior, llovía. Así que me pongo a hacer lo que habitualmente hago: escribir. Lo que sea que sirva para ahuyentar todos esos demonios de la mente, para alejar de mí los fantasmas y atraer los monstruos. Funciona. Estoy más contento. Los espectros abandonan lentamente la sección de Espiritualidad, bajan las escaleras y,  lanzándome una mirada de rencor, se marchan por la puerta. Los monstruos empiezan a llegar. No son puro caos, pero tampoco todo lo contrario. Son ordenados y meticulosos y, sin embargo, dejan los libros que van hojeando manchados de sus excrecencias. Los dependientes están arrinconados tras el mostrador. Los pocos clientes que no estaban festejando en el pueblo de al lado se escabullen pegados a las estanterías de la pared hasta que consiguen escapar de la librería. El exterior les parece un lugar más seguro. Yo escribo y escribo y escribo. En su compañía, agradable y revitalizadora. Uno, el de los tentáculos de humo negro, estira la extremidad y alcanza uno de mis libros. Sonríe al verse reconocido tras el indio de la cubierta. Se lleva tres ejemplares. El resto de monstruos deja de toquetear el material escolar, los libros de fantasía y los muñecos cabezones de la esquina y curiosean las tripas de mi novela. En menos de dos horas, cuelgo el cartel de SOLD OUT y me retiro con una ancha sonrisa. Me despido de los dependientes, que están como si nada. Me limpio la baba con el dorso de la mano y echo un último vistazo a la isla de libros que descansa intacta en el mismo lugar de hace diez horas, con la misma cantidad de libros y el mismo nivel de interés para quienes aún pasan por al lado. Me marcho hasta otro día. Ya no soy invisible; no obstante, viendo el taburete vacío, con cierto pesar me digo que nadie notará la diferencia.

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