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Irene Vallejo en El Infinito

Irene Vallejo en El Infinito

Foto: Jorge Fuembuena

Cuando leemos libros muy buenos sucede como cuando leemos libros muy malos: no dudamos de que lo son. Afortunadamente, El infinito en un junco pertenece a los primeros. Irene Vallejo, que hasta la fecha había publicado diversas novelas y ensayos en editoriales aragonesas, ha dado el salto a Siruela con una autentica explosión de talento. Desde las sorprendentes primeras páginas, advertimos que no nos encontramos ante un libro convencional, sino frente a una hibridación de géneros literarios: el ensayo, la narrativa, el manifiesto, las memorias, el periodismo…

El infinito en un junco arranca con un relato al más puro estilo peplum: las huestes del faraón Ptolomeo I de Egipto trotan por el cercano Oriente cual si fueran a entrar en batalla. Como en las epopeyas, escuchamos los cascos de los caballos sobre el desierto, pero a los pocos párrafos, del modo más irónico, la autora nos informa de que los temibles guerreros… “buscan libros”.

De súbito, el relato marcial se interrumpe e Irene Vallejo se presenta a sí misma ante el folio en blanco. No sabe cómo empezar a escribir el libro —nos cuenta—. Se trata de un delicioso comienzo, más próximo a la novela que al ensayo, y también es el punto de partida de una serie de intervenciones de la autora que, si bien ocupan una pequeña parte de la obra, resultan apasionantes por la íntima relación con los temas abordados.

"A lo largo de las páginas se van sucediendo capítulos breves en los cuales se despliega la magia de los primeros relatos orales, la creación de los libros, el nacimiento de las bibliotecas"

¿Qué libros buscaba el ejército del rey?, se preguntará el lector. Todos los que puedan arramblar mediante las más diversas técnicas —incluido el saqueo, el robo y el asesinato—, con la finalidad de nutrir la naciente Biblioteca de Alejandría, capital de Egipto cuyo nombre nos remite a Alejandro Magno, de quien Ptolomeo había sido lugarteniente.

El infinito en un junco se estructura en dos partes. La primera, titulada “Grecia imagina el futuro” versa principalmente sobre la Biblioteca de Alejandría, desde sus albores hasta su destrucción a través de varios incendios acaecidos en tiempo de la Republica y el Imperio romanos. La biblioteca, en el marco de la historia de Grecia, se convierte así en paradigma de muchas cosas. En primer lugar del nacimiento del libro, cuyo primer soporte fueron los rollos de papiro.

Irene Vallejo da cuenta de cómo los juncos de los papiros comenzaron a utilizarse en la fabricación de láminas flexibles para la escritura. Describe su manufactura y, al mismo tiempo, la metaforiza en el título del libro, porque si un junco puede contener el infinito, es porque con él se crearán los libros y se escribirán las artes y las ciencias; en particular, y por lo que más interesa a la obra: se escribirá la historia de la literatura.

A lo largo de las páginas se van sucediendo capítulos breves en los cuales se despliega la magia de los primeros relatos orales, la creación de los libros, el nacimiento de las bibliotecas, la difusión de la lectura y el origen de los libreros. Leer comienza siendo un privilegio al alcance de reyes y plutócratas para ir, paulatinamente, llegando a otras capas de la sociedad.

Pero quizá lo mejor de El infinito en un junco no sea el discurso histórico, sino que la autora, siguiendo la tónica de sus columnas semanales en el diario Heraldo de Aragón, compara situaciones del pasado con el presente y, de pronto, irrumpen en el relato comparaciones de hechos de la antigüedad con la literatura de Paul Auster, con la música de Iron Maiden, o con el cine de Quentin Tarantino. Todas estas audacias, que combinan el presente con el pasado, o el narrador omnisciente con la apelación al lector en segunda persona, contribuyen a romper la monotonía y a dotar de originalidad al conjunto.

"Desde el comienzo, Irene Vallejo da cuenta de su pasión por la literatura, que se inicia cuando su madre le leía cuentos en la cama: ella era la rapsoda; yo, su público fascinado"

La Biblioteca de Alejandría, no solo fue el mayor proyecto cultural de la antigüedad, sino que, todavía hoy, se muestra ante nosotros como un paradigma lejano de la globalización: trabajaron allí o la visitaron grandes sabios de todo los reinos; se intercambió el conocimiento. Los enormes fondos bibliotecarios fueron abriéndose, con el paso del tiempo, a públicos más amplios. La repercusión de Alejandría en la antigüedad puede compararse con el fenómeno actual de internet y, en particular, con el proyecto de la Wikipedia.

Si Grecia fue la cuna de la cultura occidental, Roma estableció un imperio político mundial que vino a consolidar, del modo más megalómano, mediante la conquista y la depredación, el legado artístico y científico de los griegos. De todo ello nos da cuenta la segunda parte del libro, titulada “Los caminos de Roma”, que se inicia con las fechorías de Rómulo, quien cimentó el crecimiento de la ciudad gracias al rapto masivo de mujeres destinadas a la procreación. Desde ese instante inicial hasta la caída del Imperio se produce la expansión de las bibliotecas y de la lectura, y la conversión de los papiros en códices, antepasados del libro que hoy conocemos.

Desde el comienzo, Irene Vallejo da cuenta de su pasión por la literatura, que se inicia cuando su madre le leía cuentos en la cama: “Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia (…). La suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día (…). Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso (…). Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento (…): el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos tras la puerta (…). Leer era un hechizo, sí”.

La imaginación fue su refugio cuando, entre los ocho y los doce años, sufrió el acoso escolar… “Además de mi familia me ayudaron cuatro personas a las que nunca he visto (…): Stevenson, Ende, London y Conrad. Gracias a ellos aprendí que mi mundo es solo uno de los muchos mundos simultáneos que existen (…). Descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio (…). Esa revelación cambió mi vida”.

Me pregunto si esa marginación en el colegio fue solo la causa, o también el efecto de que Irene Vallejo morara en mundos imaginarios. A menudo, la forja del escritor exige durante la infancia cierto desprecio de la realidad, que no se compadece de quienes la practican. Por suerte, los patitos feos se convierten a veces en cisnes, y esa metamorfosis tuvo lugar durante la adolescencia, de la mano de una profesora.

“Para mí, el griego empezó con voz de mujer (…). Entonces yo era una adolescente decidida a vender muy cara mi admiración. Esperaba profesores carismáticos, seguros de sí mismos (…). Pilar Iranzo rompió las alambradas de mi escepticismo (…). Recuerdo el placer (…), la asombrosa alegría de mi aprendizaje (…). Mientras estudiaba la carrera, solía visitar a Pilar (…). Cuando se jubiló seguí viéndola en una cafetería (…). Hablábamos durante horas, saltando el tiempo desde el presente a nuestros asuntos de la antigüedad (…). Pilar echaba de menos las palabras de las escritoras perdidas, sus poemas nacidos en el silencio.

"El paso por Oxford de Irene Vallejo nos parece una búsqueda, una inquisición acerca de si misma"

El siguiente relato no ficcional de El infinito en un junco se inicia cuando la autora es becaria de investigación: “Viví una de las etapas más extrañas de mi vida en una ciudad habitada por millones de libros (…). Recuerdo mi primera mañana en Oxford, con todas las credenciales en orden”. Cuando trata de acceder a la biblioteca Bodleiana, un ujier la toma del brazo y la hace pasar a un cubículo. Como en una novela de Javier Marías, se trata de un calvo misterioso que la interroga sin mirarla acerca de sus pretensiones. Cuando se cansa de recabar información llega “el juramento”. Debe jurar no dañar, no robar, no desfigurar ningún libro; no prender fuego a la biblioteca. Más tarde es registrada, debe vaciar su bolso. Y, al cabo, solo puede entrar en determinados lugares… a determinadas horas…

No puede mezclarse con quienes moran en las bibliotecas de Oxford, seres anacrónicos que practican ritos de un peculiar histrionismo; sin embargo, le permiten entrar en estancias desde las que se puede fisgar por el ojo de una cerradura; o en otras de tamaño asfixiante, donde su cabeza choca con el techo. La falta de espacio en las bibliotecas oxonienses obligó a la construcción de túneles subterráneos. “En la bruma de cada mañana, cuando me aventuraba por las calles borrosas, sentía que la ciudad entera gravitaba sobre un mar de libros”.

El paso por Oxford de Irene Vallejo nos parece una búsqueda, una inquisición acerca de si misma. Desea tocar esa miríada que son los libros, la lectura; pero solo consigue coger unos pocos volúmenes cada día, leer unas pocas páginas en comparación con lo que la rodea: el infinito libresco y el infinito lector.

"Solo me resta recomendarte, lector, que leas sin prisa, pero sin pausa, los apasionantes ciento cuarenta y ocho capítulos de El infinito en un junco"

Como quien ha profesado sus votos, será más tarde en Florencia, en la Biblioteca Riccardiana, cuando a la autora se le permita tocar un fondo bibliotecario realmente valioso. Se trata de un Petrarca del siglo XIV. El relato que hace la autora está colmado de un misticismo laico: “Quería rozar y acariciar ese libro (…) tan severamente custodiado por los guardianes del patrimonio (…). Nunca olvidaré aquellos minutos de intimidad —casi erótica— (…) con (…) manuscritos de valor incalculable (…). Tal vez el impulso de escribir este ensayo nació entonces, al calor de ese ejemplar de Petrarca que susurraba como una suave hoguera”.

Seguiría escribiendo más y más páginas sobre El infinito en un junco, un libro que podría no terminar nunca porque, pese a sus cuatrocientas páginas, siempre podrían añadirse más capítulos de anécdotas grecorromanas, de reseñas de películas de cine o de instantes de la vida de la autora. En esta reseña he tratado de mostrar a Irene Vallejo en dos planos distintos: por un lado, como ensayista de la historia de los libros y la lectura; por otro, como personaje no ficcional de su propia obra.

Solo me resta recomendarte, lector, que leas sin prisa, pero sin pausa, los apasionantes ciento cuarenta y ocho capítulos de El infinito en un junco. Si lo haces, sabrás que César Augusto deterioró la nariz de Alejandro Magno al tratar de besar su momia; o que el primer ministro italiano Romano Prodi recibió un regalo bomba: la novela El placer, de Gabriele D’Annunzio. Y seguiría escribiendo más y más párrafos, pero corro el riesgo de que ésta, que pretendía ser humilde crítica, se convierta en reseña infinita.

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Autora: Irene Vallejo. TítuloEl infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo. Editorial: Siruela (Biblioteca de Ensayo). El texto de la autora pertenece al prólogo del libro. VentaAmazon, Fnac y Casa del Libro.

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