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Javier Sierra: «Sin lo mágico esta vida sería un completo infierno»

Javier Sierra: «Sin lo mágico esta vida sería un completo infierno»

Javier Sierra (Teruel, 1971) disfruta contando historias, algo que me demostró en esta entrevista. Afirma que le gusta mucho más hablar de otros temas que de sí mismo, como yo le animé a hacer en nuestra conversación, pero el relato de sí mismo y de su pasión sigue siendo una historia. Una historia muy interesante para el que la escucha, como lo sería para cualquier de sus lectores.

Pudimos hablar muy cerca de la Montaña Artificial del Retiro, en Madrid, que es el eje de una de sus más famosas novelas, El fuego invisible, con la que ganó el Premio Planeta en 2017.

Se percibe en su forma de hablar, de expresarse, el gran amor que siente Javier Sierra por lo que hace, una pasión que logra contagiar a su interlocutor, si éste no la sentía ya.

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—Tú desde niño tienes la vocación de contar historias.

"Empecé a escribir a los 8 años mis primeros relatos, y luego a los 12 di un salto mortal metiéndome en la radio"

—Sí, mis recuerdos más antiguos vinculados con esto los puedo refrendar con cuentos que escribía, ilustraba, encuadernaba y que conservo hasta hoy. Empecé a escribir a los 8 años mis primeros relatos, y luego a los 12 di un salto mortal metiéndome en la radio. Con 12 años se emitía en Teruel un programa infantil que invitaba a niños de toda la ciudad, los sábados por la mañana, a dedicar discos a los profesores o a los compañeros de clase. Yo fui a ese programa como invitado, pero en vez de dedicar un disco les conté una historia, porque a mí me encantaban las historias, en este caso las de misterio.

—¿Qué historia les contaste?

—Les conté una sobre el triángulo de las Bermudas. Y se quedaron tan impactados con el relato y, supongo, con ver a un crío tan pequeño contándoles algo así, que me invitaron a la semana siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente, y al cabo de unos meses estaba llevando el programa. Fue mi primera incursión en la comunicación profesional, y ya de ahí no me bajé nunca.

—Sigues haciendo radio.

—Sigo haciendo radio; todavía sigo colaborando, por ejemplo, con Carlos Herrera todas las semanas. Me sigue fascinando la radio, especialmente la radio de noche, que es la que te permite desarrollar bien un relato, casi como si fuera la tradición de los viejos chamanes alrededor de un fuego que te cuentan algo sagrado. Y de la narración oral pasé casi de forma natural al periodismo. Estudié Periodismo en la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense. Y de ahí, cuando el periodismo se me quedó corto, pasé a la literatura, es decir, volví a los cuentos de los 8 años.

—¿Para ti cuál es la diferencia entre periodismo y literatura?

"En el periodismo no tienes ni espacio ni tiempo para poder ahondar en la personalidad de los que construyen la noticia"

—La diferencia es la profundidad psicológica. En el periodismo no tienes ni espacio ni tiempo para poder ahondar en la personalidad de los que construyen la noticia. En la literatura, sí. En literatura tú puedes entrar en el alma de los protagonistas. Puedes darle una dimensión más completa a la información que quieres transmitir a través del relato literario, y te da un radio de acción que es infinito respecto al periodismo. En éste me sentía muy limitado, muy atado, y en la literatura en cambio encontré alas.

—La literatura te permitió ir más lejos de lo habitual.

—Cuando entré en la facultad descubrí que casi todos mis compañeros querían  hacer o información deportiva, política, o presentar el telediario. Yo no quería ninguna de las tres. A mí lo que me gustaba eran los grandes enigmas sin resolver, las historias que, en fin, habían desafiado a la ciencia, o a la Historia, o a la psicología… o a cualquier rama del saber, y que podían ser rastreadas en tiempo contemporáneo con personajes que estuvieran implicados en ellas. Pero esas historias que a mí me interesaban eran las que ocupaban las últimas páginas de los periódicos, con suerte algunas en las revistas de información general, y faltaba un periodismo especializado en lo que a mí me interesaba. Y ese periodismo apareció.

—¿Cómo sucedió?

—El mismo año que empecé a estudiar en Ciencias de la Información, apareció en los quioscos la revista Más allá de la ciencia, que fue un mensual que impulsó Fernando Jiménez del Oso, el famoso psiquiatra de los misterios de la tele, de la Transición. Esa publicación me permitiría desarrollar como reportero las cosas que me interesaban de verdad. Al final terminé siendo su jefe de reporteros, y director durante siete años. De alguna manera me sirvió para encontrar el periodismo en el que me sentía a gusto.

—¿Qué ocurrió después?

"Con el tiempo ese periodismo también se me quedó corto, porque si quería ser riguroso solamente podía plantear preguntas a mis lectores, no podía plantear soluciones"

—Con el tiempo ese periodismo también se me quedó corto, porque si quería ser riguroso solamente podía plantear preguntas a mis lectores, no podía plantear soluciones. Si las planteaba entraba en el terreno de la especulación, ya no era periodismo, era otra cosa. Y en la literatura encontré, en mis primeros pasos, un espacio donde poder dar esas respuestas sin temor a caer en la especulación. En la literatura cabe todo.

—¿Qué debe tener un tema para que te atraiga y le quieras dedicar un libro?

—Debe aportar alguna luz, por pequeña que sea, a alguna de las tres grandes preguntas sobre las que se construye el pensamiento de la humanidad: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Esas tres preguntas que hoy casi no se formulan, que las enterramos porque nos provocan desazón, y que a mí en cambio me obsesionan desde que era niño. Si el tema ofrece alguna luz, alguna claridad, a alguno de esos interrogantes, ya tiene lo suficiente para que me introduzca en ellas.

—¿Por qué crees que piensas así?

—La literatura se inventó para resolver grandes preguntas. La primera manifestación literaria de la humanidad fue la epopeya de Gilgamesh, que es un texto de cinco mil años de antigüedad que se escribió para intentar resolver la pregunta que se hace un rey imaginario, que estando en la cima se cuestiona porque él ha de morir igual que mueren sus súbditos. El más humilde de sus súbditos tiene al final el mismo destino que él.

—¿Qué ocurre entonces?

"El Retiro se convirtió, para mí, en mi jardín del Edén particular cuando llegué a Madrid a finales de los 80"

—Como esa pregunta no tiene respuesta, hace un viaje imaginario (y ahí es donde surge la novela) al Edén, al territorio de los dioses, para increpar a esos dioses y pedirles lo que él cree que es la vida eterna. Los dioses le engañan, le devuelven a su reino sin la vida eterna, pero nace la novela. Y eso a mí me resulta muy evocador, porque de alguna manera mis libros son nuevas epopeyas de Gilgamesh. Todos tratan de resolver una pregunta irresoluble, a través de un viaje, a través de un proceso de transformación de los personajes, que yo creo que está omnipresente en mi obra.

—Estamos haciendo la entrevista al lado del parque del Retiro, en Madrid. El Retiro es muy importante para ti. ¿Por qué?

—El Retiro se convirtió, para mí, en mi jardín del Edén particular cuando llegué a Madrid a finales de los 80. Viví el final de la Movida Madrileña. Ya casi no quedaban ecos de aquel momento; eso me lo perdí. Madrid era complicada, sobre todo para un adolescente como yo, y el Retiro se antojaba como un pequeño reducto de paz. Estaba cerca de los museos que me interesaban, de los lugares que más me atraían de la ciudad, y se convirtió en mi pequeña obsesión. Soñaba con vivir algún día cerca del Retiro. Tardé años en conseguirlo pero al final lo logré, y ahora tengo mi casa cerca del parque y escribo teniéndolo en mi ventana.

—De hecho vives muy cerca de la Montaña Artificial.

—Sí, está muy cerca. Por eso la Montaña Artificial forma parte de El fuego invisible. Quería demostrarme que no hay lugar vulgar, que hay muchos sitios en los que no nos fijamos porque son demasiado cotidianos, demasiado próximos, pero si haces el esfuerzo de cambiar el punto de vista y consigues dotarlos de significado, y un significado grande, entonces encuentras tu madera de escritor.

—De hecho yo, cuando leía este libro, El fuego invisible, pensaba precisamente en eso, en que en Madrid hay muchos lugares cotidianos que podrían dar mucho juego literario. Todo tiene significado si se investiga y trabaja.

"Existe una gran literatura, enorme, en la segunda mitad del siglo XX, sobre Barcelona"

—Hay algo que ha ocurrido en el siglo XX que es para reflexionar. Existe una gran literatura, enorme, en la segunda mitad del siglo XX, sobre Barcelona. Es decir, Barcelona como epicentro de infinidad de novelas. Y sin embargo, Madrid se ha quedado rezagado. Desde Galdós, desde esa época de Valle, de Unamuno, cuando venían a la capital y se deslumbraban con ella y contaban en sus crónicas algunas cosas de la ciudad, ésta fue perdiendo fuelle literario. Creo que en esta última etapa del XX y en estas dos primeras décadas del XXI se está recuperando potencia.

—¿En qué lo percibes?

—Vuelve a resultarnos interesante escribir de Madrid, evocar sus rincones, no sólo los nobles, como pueden ser los palacios o los jardines, sino también los barrios. ¿Cuántas novelas hay ya ambientadas en Chamberí o en Vallecas, o en casi cualquier barrio de la ciudad? Y eso tiene que ver mucho con una transformación de nuestra mirada. Madrid ya no es únicamente, aunque lo sigue siendo, la capital política del país, sino que sobre todo es un ecosistema donde se cruzan muchas vidas. Y eso merece literatura.

—A mí Madrid me recuerda cada vez más a Nueva York, desde el punto de vista de la gente, de los turistas, de los extranjeros, de esa riqueza humana.

—Madrid se ha convertido en un cruce de caminos importante. De cara a los extranjeros se ha convertido en un polo de atracción de primer orden. Lo fue Barcelona, pero Barcelona, por las circunstancias políticas, ha ido perdiendo mucho de ese atractivo turístico. Lo mantiene, evidentemente, gracias a la literatura, porque ¡cuántos turistas hay que viajan a Barcelona por La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón! Es incalculable el efecto que tiene esa novela en el mundo. Yo lo he visto. Pero Madrid está ganando también terreno, y espero que sea gracias también a la exposición literaria que está viviendo.

—En esta novela tuya, El fuego invisible, tiene un gran protagonismo Madrid. Es asombroso.

"Ahora la Montaña Artificial ya está restaurada, ya se puede visitar, los turistas entran a diario en ella, y me consta que algunos de ellos lo hacen con el libro debajo del brazo"

—Sí, transcurre entre Madrid y los Pirineos. Pero el suyo es un Madrid mágico, un Madrid que no vemos habitualmente. Cuando escribí El fuego invisible y coloqué la acción alrededor de la Montaña Artificial ese rincón del Retiro llevaba más de diez años clausurado al público, abandonado a su suerte, y era un cerro casi de derribo. Aún así yo conocía su historia y sabía de los usos extraños que tuvo en la época de Fernando VII.

—¿Cómo era aquella historia?

—Aquello fue una especie de montaña mágica, hueca, con un castillo de fantasía en la cumbre, que había sido utilizado probablemente para alguna ceremonia medio secreta, de las que tenían en la corte. Y decidí rescatar aquellas sugerencias para la novela y convertirla en algo vivo. Ahora la Montaña ya está restaurada, ya se puede visitar, los turistas entran a diario en ella, y me consta que algunos de ellos lo hacen con el libro debajo del brazo, cosa que me satisface mucho, claro.

—¿Pero tú no tuviste algo que ver para que la arreglaran?

—Hice algo de ruido en la medida de mis posibilidades para que la arreglasen. De hecho, recuerdo que cuando salió el primer ejemplar de imprenta del Premio Planeta lo envié inmediatamente al Ayuntamiento con una nota, haciéndoles ver que el eje de la obra era la Montaña, y que llevaba demasiado tiempo en estado ruinoso, que había que recuperarla. También me integré en la Asociación de Amigos de los Jardines del Buen Retiro, que se constituyó por aquellos años pensando obviamente en que se rescatara la Montaña. Al final se consiguió. No lo he conseguido yo, sino una sensibilidad política, pero algo he contribuido a que esa sensibilidad exista.

—¿Tú sientes lo mágico, la magia?

"No hay nada casual, todo es causal. E intento comprender las razones que unen las distintas cosas que nos suceden"

—Sí, claro. Está por todas partes. Es más, me aferro a lo mágico, porque sin lo mágico esta vida sería un completo infierno. A diario trato de ver cómo todo está conectado a nuestro alrededor. No hay nada casual, todo es causal. E intento comprender las razones que unen las distintas cosas que nos suceden. En ese esfuerzo, que es un poco borgiano (Borges tendría un poco esa visión) yo disfruto mucho, porque hallo sentidos a los sinsentidos. La vida está llena de ellos, pero si le encuentras una lógica, aunque sea una lógica subjetiva, te ayuda a vivir.

—A seguir adelante.

—Totalmente. El realismo, el exceso de materialismo, nos empuja hacia la depresión. Lo mágico en cambio nos mantiene alerta. No saber si a la vuelta de la esquina te vas a encontrar con un unicornio, te mantiene con la ilusión de poder ver lo extraordinario. Eso es importante.

—¿Y tú los ves?

—No. Pero los imagino y los cuento en mis libros.

—Me acuerdo que Sánchez Dragó hablaba mucho de las sincronías.

"Cuando estaba escribiendo ese libro Dan Brown estaba ultimando El código Da Vinci. Ni él ni yo sabíamos el uno del otro"

—Sí, las sincronicidades. Fernando fue muy junguiano. Yo también. Carl Gustav Jung, famoso discípulo de Freud, teorizaba sobre la existencia de una especie de inconsciente colectivo. Pensaba que los seres humanos, todos, nos conectamos a una especie de nube (hoy hablaríamos así, en términos informáticos) de la que descargamos las ideas. Por eso hay veces que trabajamos al unísono creadores en conceptos que son el mismo estando en distintos puntos del planeta. A mí me pasó con La cena secreta. Cuando estaba escribiendo ese libro Dan Brown estaba ultimando El código Da Vinci. Ni él ni yo sabíamos el uno del otro, ni tampoco sabíamos que nos estábamos fijando en aspectos del mismo personaje histórico.

—A ti te han llamado el Dan Brown español.

—Sí, ojalá a Dan Brown lo llamaran el Javier Sierra americano.

—Yo también pensé mucho, leyendo La cena secreta, en El código Da Vinci. También pensé en la novela de Brown cuando leí El fuego invisible.

—Es por el componente de thriller con trasfondo histórico.

—Los símbolos también.

—Claro, a Dan Brown y a mí, y a muchos autores, nos interesa el tema de la simbología. Y las múltiples capas que tiene un símbolo, y cómo en el mundo antiguo, antes de la invención de la imprenta, un símbolo era algo que las sucesivas generaciones iban cargando de significados.

—¿Qué ocurrió cuando surgió la imprenta?

"Ahí está la verdadera fuerza del símbolo. Un poder que, para expresarse, necesita de la palabra y de alguien que la use. Como los escritores"

—Cuando aparece la imprenta y podemos difundir nuestras ideas negro sobre blanco, de una manera lo más próxima posible a nuestros pensamientos, ya no caben interpretaciones, ya no necesitas símbolos, lo que haces es alfabetizar a la gente. Pero ese proceso de alfabetización paradójicamente provocó que nos alejáramos de la interpretación de los símbolos. Y estos siguen ahí. Están en el arte, en la arquitectura, en el diseño de las ciudades… Están en muchos sitios, sólo hay que ir a verlos y tratar de arrancarles sus múltiples significados.

—No sé si lo recuerdo mal, pero creo que Jung decía que nuestra mente se construía también mediante todo esto, ¿verdad?

—Sí, claro, nuestra mente es simbólica. Por ponerte un ejemplo, cuando nos acercamos a un lugar como la montaña de Montserrat, a las afueras de Barcelona, que lleva sacralizada mil años, muchos sentimos algo especial. Como un cosquilleo en el estómago que nos dice cuán especial es ese lugar. Hay algo telúrico, geológico, en esa sensación, pero también es el resultado de “cargar” el lugar durante siglos con historias, leyendas y ritos. Aunque no las conozcas, es como si impregnaran el ambiente y las respirases. Ahí está la verdadera fuerza del símbolo. Un poder que, para expresarse, necesita de la palabra y de alguien que la use. Como los escritores.

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