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Jordi Soler: «Hay una vitalidad en México de la que creo que se podría aprender en España»

Jordi Soler: «Hay una vitalidad en México de la que creo que se podría aprender en España»

Fotografías: ©Victoria R. Ramos.

Jordi Soler (Veracruz, 1963), español, mexicano, canadiense, irlandés… es la encarnación del mestizo nieto de emigrantes que soñaron con volver algún día a un país que ya no existía más que en sus recuerdos. Hoy escribe libros dedicados a rescatar la memoria de un lugar, La Portuguesa, escenario de su infancia, ahora arrasado por la modernidad. Ya no queda nada de aquel rincón de selva mexicana contenida a base de machetazos donde prosperaban las plantaciones de café de los güeritos europeos. En el escenario de su infancia, donde la vida latía desbocada y a punto de desmadejarse, a un segundo de la descomposición, donde todo era extremo, ya no queda nada. Hoy se alza un centro comercial junto a lo que antaño fueran fincas como La Portuguesa. Tal vez por eso, este heredero de varias generaciones que arrastraron la impronta del desarraigo como legado escribe hoy al escenario de su infancia. Es la forma de volver a ese lugar que ya no existe.

En La guerra perdida (Mondadori) reunió las tres novelas que dedicó a la guerra —Los rojos de ultramar (2004), La última hora del último día (2007) y La fiesta del oso (2010)—, basadas en los diarios de su abuelo Arcadi, quien tras cuarenta años fuera de España logró volver a su amada Barcelona para aterrizar en un lugar que ya no reconocía y donde él mismo resultaba un extraño, llegando a la conclusión de que era mexicano y de que uno termina siendo de donde son sus hijos. No es esta, pues, la primera incursión del autor y columnista en un terreno en el que parece sentirse particularmente cómodo: el de la reconstrucción autobiográfica, las sombras familiares y el pasado que le hizo, y nos hizo, ser quienes hoy somos.

Ciudadano del mundo, mira con vergüenza la situación que atraviesa Cataluña y destaca lo ridículo de tratar de reducirse a una comarca en la Europa del siglo XXI. Nada extraño en un hombre que siempre ha opinado que es mejor tener dos o cinco lenguas y países en lugar de uno, y que ve riqueza en el mestizaje. Hoy se considera barcelonés porque dice que es de donde son sus hijos, pero no hace mucho se definía como «ni mexicano, ni español», asegurando que lo que de verdad era «es un escritor irlandés».

Su último libro, Usos rudimentarios de la selva (Alfaguara), retrata en doce relatos que conforman una única historia y un todo argumental los usos que sus abuelos, esos burgueses que huyeron de la Barcelona de posguerra, tuvieron que adoptar al llegar a la plantación de café de La Portuguesa, en lo que fuera la selva de Veracruz. Tiempo después, a él le tocaría hacer el viaje contrario: con doce años salió de la plantación y vio por primera vez un ascensor. Sus hijos hoy no logran reconciliar aún la imagen de este señor cosmopolita y cultivado con la de ese niño medio asalvajado y lleno de bichos que correteaba por la selva y bebía guarapo y la de una familia que sobrevive en un ambiente hostil, asediada por bandidos, por guerrilleros, por nativos que los consideran invasores y por políticos corruptos (esta última parte no ha cambiado mucho).

Tal vez él mismo aún trata de reconciliar esas dos facetas de su ser, porque si su último libro habla de la violencia de un entorno donde todo se ganaba o perdía por la fuerza, donde quien no depreda es depredado y solo sale vivo quien da el primer golpe, hay a veces en su voz al hablar de aquellos años cierto tono de pragmática nostalgia, del que conoce la desmedida exhuberancia de una selva que se cobra su libra de carne para mantener el equilibrio y no sólo la acepta, sino que echa de menos, en ocasiones, esas reglas que parecen tener mucho más sentido que la violencia arbitraria y desmedida que hoy azota México.

Los lectores de El cuerpo eléctrico (Alfaguara, 2017) reconocerán algunos escenarios y personajes en este nuevo libro, a pesar de que discurre por distintos derroteros. Y es que al fin y al cabo la vida siempre es un circo y en toda habitación hay un elefante.

Se define como solitario y asegura vivir básicamente encerrado en su gabinete, donde no parece tener dificultad para evocar esas escenas de un realismo extremo, totalmente autobiográficas, con la fidelidad del que sabe que la memoria es ya el único resorte que le permite volver a recorrer el escenario de su pasado y la única forma segura de poder volver a casa. Los libros se han convertido así en una herramienta de autoterapia. Salvaje, áspera, siempre al borde de la descomposición, de la putrefacción, del latido desbocado, de la precocidad y la intensidad brutales en todo, la tierra que dibuja en sus relatos es una jungla que dista mucho de nuestra visión moderna occidental.

«Porque en aquella jungla, donde todo estaba excesivamente vivo, no había ningún respeto por la vida, se mataban insectos y animales grandes por cualquier motivo, pero sobre todo porque se sabía que, de otra forma, ese insecto o ese animal acabarían matándote a ti. Se mataba de manera preventiva, en defensa propia y en nombre de la propia integridad, y también se mataba porque sí»

—Escribe usted novela, poesía, relato corto… Y este último libro es una especie de relatos engarzados, más que una novela.

—Sí, exacto. No queremos llamarlo «cuentos», porque no lo son, son bastante autobiográficos, pero al final el resultado es que has leído una sola historia. No sabría decir qué género me aporta más. Con la poesía sufro, no me gusta, pero voy escribiéndola, y me veo muy cómodo en la novela y en el ensayo.

—»Un verso te salva la vida en ocasiones» es algo que usted declaró con respecto al movimiento de apoyo a las víctimas de la violencia en México encabezado por el poeta Javier Sicilia.

—Sí, y por eso estoy convencido de que el arte mayor en la literatura es la poesía. Faulkner decía que los escritores normales escriben novelas y los extraordinarios poesía, y estoy de acuerdo.

—En España parece que aún arrastramos esa idea del cuento como algo menor, infantil a veces, pese a esfuerzos de grandes autores como José María Merino o Cristina Fernández Cubas, mientras que en Latinoamérica goza de una reputación más sólida.

—Cada país tiene su tradición en esto. Aunque ahora no toque, hay una especie de «boom» del cuento en España. En Latinoamérica hay mucha tradición, y sobre todo en el mundo en inglés es un género muy respetado.

—Forma usted parte de la Orden del Finnegans. De hecho, el epígrafe de esta novela es de Joyce.

—Sí, es una orden de caballeros irlandesa de la que soy parte. Es un pequeño homenaje.

—Resulta interesante esa combinación de Joyce y Cervantes, esa mezcla de dureza con ironía. No llega a la deformación de los espejos de Valle-Inclán, pero hablamos de la crudeza de la pura realidad, que a veces parece delirante, pero que es así.

—Sí, exactamente, ni tampoco hay realismo mágico en este libro.

"Quien quiera conocer España tiene que conocer México, porque en México España creció de otra manera"

—No, pero lo que está muy presente a lo largo de todo el libro es la violencia. Es un mundo donde los niños quedan prematuramente expuestos a todo. Una jungla donde todo está excesivamente vivo, pero no hay ningún respeto por la vida; donde o depredas o eres depredado, pero al mismo tiempo parece que la misma selva te enseña a no matar… excepto para que no te maten.

—Sí, efectivamente. Esos son precisamente los usos rudimentarios de la selva que hay que entender para sobrevivir en un territorio como el que planteo en este libro. Hay una visión aquí de la naturaleza que va a contrapelo de la que tenemos en el siglo XXI. Hoy la naturaleza es vista como un ente benéfico, lo cual es una visión un tanto naïf de la naturaleza. Parece que tras pasear por un bosque sale uno siempre revivido con un risete en la cabeza, pero eso es solo si no te aparece un lobo por el medio antes. Una de las ideas de este libro es plantear la otra parte de la naturaleza, que también existe. Es nuestra madre, pero también nos quiere aniquilar a cada momento.

—También hay un claro componente autobiográfico.

—Claro, estas historias están basadas en mi propia vida. Yo nací en este sitio, La Portuguesa, un territorio donde tenías que defenderte, como lo enseñan estos cuentos, de los peligros de la naturaleza. Mi hermano y yo crecimos siempre llenos de parásitos. Había todo tipo de alimañas, de insectos, de fieras e incluso de población humana hostil a la familia que poseía y gestionaba la plantación, que encima eran extranjeros españoles. Es una familia que había nacido, crecido y estudiado en Barcelona, en una capital europea, que emigra a México tras la Guerra Civil y se encuentra de pronto inventándose una vida en uno de los territorios más hostiles de aquel país. De pronto se ven expuestos a esta nueva realidad y se dan cuenta de que si no aprenden los usos rudimentarios de la selva, la selva los va a aniquilar. Este es el motor del libro.

"En una selva de esa espesura no entra el sol. Es una especie de domo claustrofóbico dentro del cual todas las especies se consumen muy pronto. Todo se pudre muy pronto, incluso la vida humana"

—La visión de la selva como esa fuerza sorda que absorbe toda la luz domina durante todo el libro, es algo muy Corazón de las tinieblas.

—Son las tinieblas que existen en realidad en una selva de esa espesura, donde no entra el sol. Es una especie de domo claustrofóbico dentro del cual todas las especies se consumen muy pronto. Todo se pudre muy pronto, incluso la vida humana. La gente vive poco ahí.

—Además, es un libro escrito con una narrativa muy plástica. Las cosas se huelen y se tocan.

—Pues me dejas muy contento con esta apreciación, porque es cierto.

—Y lo que es oler… huele a podrido, te coloca en el límite de lo que se está descomponiendo, aunque sea la mente de un niño, porque la rabia, la violencia, los celos… todo es extremo.

—Todo es extremo ahí, efectivamente. Los niños no son como los de otras latitudes. Crecen demasiado pronto. Las mujeres tienen hijos en cuanto pueden. El sexo es una fuerza más de la naturaleza, equiparable a los asesinatos. Hay también escenas de cuerpos pasando por el río, que es lo que ocurre ahí.

—O los cocodrilos llevándose al jardinero, como algo cotidiano.

—Es parte del sistema. Es un sistema violento. Por eso existe. Su equilibrio consiste en eso, en ir devorando una parte a la otra.

—Por otra parte está el conflicto entre los güeritos, los indígenas, los negros, los chinos… el choque étnico frente al conflicto de clase. No sé cuál es más fuerte, o si se entremezclan.

—Bueno, estamos hablando de temas rabiosamente europeos. Son historias de inmigrantes, en el fondo, ¿no? Un grupo social nuevo, los chinos, se instala en una sociedad que ya estaba establecida, y se toma inmediatamente la iniciativa de hacerles pagar el peaje de trabajar en una plantación de café.

—Es el concepto del extrañamiento del otro, el echarle la culpa de todo, que seguimos viendo hoy en todas partes. No evolucionamos.

—No. En el fondo este libro, que está escrito desde un sitio geográfico específico, presenta una batalla arquetípica: hay inmigración, hay lucha de clases, hay resistencia frente a la violencia… Esto podría pasar en cualquier sitio. Cualquiera quizá no, pero en muchos sitios del mundo sí.

"Este libro es quizá uno más de los intentos por reconciliar, ya de manera personal, estas dos partes que tengo. He pasado de los usos rudimentarios de la selva a los usos civilizados de Occidente"

—Y luego está algo común a todas las historias de emigrantes, que es la sensación de desarraigo, ese acabar siendo un poco de todas partes y de ninguna.

—Esa es un poco mi realidad. Aquí hay una tribu de negros que intenta conservar la pureza étnica durante décadas —otro tema rabiosamente contemporáneo— hasta que el siglo XXI comienza a disolver esa pureza de manera inevitable. La idea es que el que emigra a un sitio acaba siendo de ese otro sitio. Esto a mí me queda muy claro, porque mi familia venía de un sitio, yo nací en otro, ahora he regresado al sitio de donde venía mi familia, y me he dado cuenta de que puedo ser de varios sitios y de que uno termina siendo, a lo largo de la vida, de donde son tus hijos. Mis hijos son barceloneses, no se conciben de otro sitio. Conocen perfectamente mi historia, porque hemos ido a lo que queda de La Portuguesa y se han aterrorizado. No se explican cómo un señor que pasa por ser de Barcelona, como yo, nació y creció ahí. Este libro es quizá uno más de los intentos por reconciliar, ya de manera personal, estas dos partes que tengo. Soy un niño que nació en el campo, un niño de pueblo, que luego se ha ido integrando a Occidente. He pasado de los usos rudimentarios de la selva a los usos civilizados de Occidente. 

"Este libro es la única forma de regresar a casa, a partir de la memoria y de lo que voy reconstruyendo, porque ya no existe, ya ha sido arrasado por la modernidad"

—Esto se refleja en el libro, a través de la infancia. ¿Hasta tal punto nos marca como personas?

—Pues no podría responder categóricamente a esta pregunta, pero desde mi punto de vista sí. Yo siento que cada día de mi vida está marcado por los doce años que viví ahí, en una comunidad donde no íbamos al colegio, no usábamos zapatos… Yo vi por primera vez un edificio o un ascensor a los doce años. El médico era una chamana, una señora que nos curaba. Todo eso ha determinado el resto de mi vida. De hecho, pienso que este libro es la única forma de regresar a casa, a partir de la memoria y de lo que voy reconstruyendo, porque ese sitio ya no existe, ya ha sido arrasado por la modernidad. Todos esos terrenos se vendieron, ya no existe nada. Es muy terapéutico para mí.

—Es el tema de la identidad, el más primordial que existe, la eterna obsesión del ser humano.

—Pues sí, en el fondo somos bastante básicos. Nos preocupan cuatro cosas.

—Quitando la vertiente más exótica y violenta, hay ciertos elementos comunes con la vida rural de hace varias décadas en España. Yo soy la primera generación de mi familia que ha cursado estudios superiores, y veo que hay detalles que, cambiando la terminología y aplicándola a jornaleros, terratenientes y demás, hace unas décadas serían perfectamente aplicables. Tampoco escaseaba quien vivía plagado de bichos. Sin embargo, parece que aquí hemos corrido un tupido velo sobre ciertos aspectos.

—Efectivamente. No solo eso, sino que yo noto una sensación de queja continua. En Barcelona hay una queja continua sobre la seguridad social, por ejemplo, y a mí me parece una de las grandes maravillas del mundo. Tú te puedes enfermar y el estado te rescata, te cura, te mantiene, no tienes que pagar las medicinas… En Canadá, donde yo he vivido, no es así. Ni en Irlanda. Esto es una cosa específica del sistema de bienestar español, del que la gente se queja. Me pongo a pensar del sitio de donde vengo, o de lo que era España hace unos años —porque España antes no era así como ahora, sino que era un país mucho más atrasado que México, y ahora está a la vanguardia de muchas cosas— y me parece doloroso que la gente no lo vea.

"México es hijo de España. Todas las virtudes y los defectos de España se han reproducido, se han espumado, en Latinoamérica. Todos los pícaros de Valle-Inclán son hoy los corruptos de México y a la vez los corruptos de aquí"

—»La corrupción florece donde se la tolera y donde además no hay herramientas morales para castigarla». ¿En qué se parecen las corrupciones de Barcelona y Veracruz?

—Las de allí son hijas de las de aquí. México es hijo de España. Todas las virtudes, que son un montón, y los defectos, que también hay varios, de España se han reproducido, se han espumado, en Latinoamérica. Alfonso Reyes, un ensayista mexicano muy importante, que además era muy cosmopolita —fue embajador de México aquí durante muchos años poco antes de la Guerra Civil—, decía con justa razón, porque es una cosa que he experimentado desde mis primeros viajes a España, que quien quiera conocer España tiene que conocer México, porque en México España creció de otra manera. Todos los «inputs» que forman el país se reprodujeron en México de una manera que te hace entender lo que pasa aquí. La corrupción es un ejemplo. México tiene una corrupción mucho más visible que la que hay aquí, pero la semilla está aquí. En México la corrupción existe porque aquí tenemos una tradición de corrupción que además exalta todo el tiempo la literatura. Todos los pícaros de Valle-Inclán son hoy los corruptos de México y a la vez los corruptos de aquí. Yo decía en ese artículo que aquí el corrupto es condenable cuando lo sorprende la justicia. Cuando no, es un héroe. Si a Zaplana no lo hubieran pillado con esos diez millones, pues sería un tío listo que ha sabido montárselo.

—Tal vez sea porque hay un porcentaje importante de gente que más que meterlos en la cárcel querría parecerse a ellos.

—Por supuesto. Esto se lo cuentas a un canadiense y te dice que estás loco. Que está mal robar.

—O que estamos locos por seguir votando a los de siempre.

—Sí, efectivamente. Y yo no creo que estemos locos, la verdad. Yo vengo de pasar un año en Canadá, que es el Primer Mundo absoluto, y yo aprecio mucho la vida española. Creo que no hay país en el mundo donde se viva mejor, a pesar de lo que está pasando. De verdad lo digo. Es la vida más saludable que conozco.

—Hay elecciones en México el 1 de julio, y este es el año más sangriento en la política del país: dos mil setecientos muertos hacia mediados de abril, ochenta de ellos políticos.

—Y el número en el sexenio pasa de cien mil. Es una barbaridad. Y en el sexenio anterior, ciento veinte mil.

—Eso por no hablar de la violencia contra la mujer. Las cifras son abrumadoras.

—Ese es otro tipo de violencia diferente a la de este libro. Aquí la violencia es siempre parte de la naturaleza, del sistema. Es la forma en que ese sistema opera: necesita una cierta cuota de muerte para que pueda haber esa vida exhuberante, es su contrapeso. La violencia del narcotráfico es otra historia, porque es la violencia hecha industria. Esto ya no hay por dónde cogerlo. Los usos rudimentarios de la selva tienen una lógica: si no te metes en ciertos sitios, si no te desplazas por ciertos caminos, no va a pasarte nada. Si sabes cómo protegerte, si va el perro delante de ti, si vas armado, tienes oportunidad de defenderte, pero ante la violencia industrial no hay nada que hacer. Que un señor te dispare en la cabeza no tiene ni sentido ni gracia ni manera de entenderlo. Es otra historia, que por supuesto desborda las pretensiones de este libro. Son historias contemporáneas, pero que podrían haber sido escritas en el siglo XVI o XVII, poco después de la conquista, porque todo sigue igual y el tiempo se ha detenido. No ha pasado gran cosa.

—En otro de sus artículos habla usted del comentario del recientemente fallecido Philip Roth, diciendo que si se quería entender lo de Donald Trump, que se leyera The Confidence-Man, de Herman Melville, publicada a mediados del siglo XIX.

—Sí, ahí está el hombre que hace chapuzas, eso es exactamente Trump. Creo que fue una entrevista que le hicieron a Roth en el New Yorker, en la que lo pillaron de bastante mal humor —ya estaba mayor, escribía poco—, y fue una idea tan luminosa que me dio para escribir un artículo. Trump no es un empresario ni un político, es alguien que ve la oportunidad y la coge para su propio beneficio.

—Y ha ganado unas elecciones.

—Y las volvería a ganar, según las últimas encuestas. En México parece que no va a pasar, pero una posibilidad es que vuelva a ganar el PRI. Remota, de momento.

"Hay una vitalidad en México de la que creo que se podría aprender en España porque, acostumbrada a muchos años de bonanza, España ahora está en una fase melancólica, donde todo está paralizado y nadie hace nada"

—¿Por dónde pasa el futuro de México?

—Es un país que ha vivido en crisis toda su época moderna desde después de la revolución, desde 1920 hasta acá, y que ha aprendido a sobrevivir las crisis, reinventándose un montón de veces. Se hunde el peso, el dólar se va a las nubes, las empresas se derrumban, los medios de comunicación quiebran, y siempre vuelven a salir adelante y hay trabajo. Hay una vitalidad en México de la que creo que se podría aprender en España porque, acostumbrada a muchos años de bonanza, España ahora está en una fase melancólica, donde todo está paralizado y nadie hace nada. Yo trabajo en un periódico aquí y lo veo en los medios. Veo cómo todo se derrumba y nadie mueve un dedo. Esto en México no pasa, porque inmediatamente se reinventan. Tengo un montón de trabajo en México —artículos, televisión— a pesar de ser un país en crisis permanente. Eso en España, que es un país rico, se podría hacer perfectamente, pero es que nadie sabe qué hacer. Con el dinero que hay aquí, un mexicano te lo pondría todo en orden en unos cuantos años. España tendría que beber de esa vitalidad. 

"Con el dinero que hay aquí, un mexicano te lo pondría todo en orden en unos cuantos años. España tendría que beber de esa vitalidad"

—Autores como Santiago Posteguillo suelen quejarse de la falta de lazos con la América hispana, especialmente a nivel de idioma. Que por cierto allí parece haber resistido con unas variantes más ricas.

—Y es verdad, cuando ya hay casi quinientos millones contra cuarenta y dos, y cuando además a América Latina se debe lo que es España hoy. Si no fuera por América Latina, España tendría el peso cultural de Polonia. 

—Parece que en lugar de mirar hacia el otro lado del Atlántico estamos siempre ocupados con nuestro complejo de inferioridad con respecto a Europa.

—Esta es mi discusión eterna. Tendría que haber una iniciativa de estado hacia otro estado, sentarse a hablar y ver cómo podemos beneficiarnos uno del otro, porque hay muchas maneras. De entrada, todos estos chicos españoles que yo he visto en México tratando de trabajar en prensa, eso podría hacerse de una manera más sistematizada y más amable para una gente que se está yendo a la aventura, como se hace en la Commonwealth con los países donde se habla inglés. Puedes nacer en Connecticut y acabar trabajando en Sydney. ¿Por qué no se hace esto en España, si hay ahí un ejército de quinientos millones de personas, que además se maravillan en cuanto España les habla amablemente?

—No sé si es producto de la desidia, la incompetencia o simplemente del deseo de que la gente se esté quieta y callada.

—Pues no sé si estamos tan quietos y callados, pero si lo estamos, no deberíamos.

"Si no fuera por América Latina, España tendría el peso cultural de Polonia"

—En otra columna, hablaba usted sobre redes sociales. La política se ha reducido a pantallas de plasma y a pildoritas en Twitter.

—Tú lo llamas pildoritas, pero una de esas pildoritas de Trump tiene más efecto que incluso lo que dice en un discurso o en una entrevista. Él mueve el mundo con un tuit. En otra proporción, aquí pasa lo mismo: Pablo Iglesias tira un tuit, y eso ya mueve mucho más que cualquier argumentación que pueda hacer. Es el mundo de hoy, y habrá que acostumbrarse. Y sobre todo, ejercitar el escepticismo, porque todo lo que aparece en las redes, sobre todo dicho con cierto tono o forma, parece verdad. Ser escéptico es un ejercicio de toda la vida que ya recomendaban los filósofos presocráticos, y que es elemental: no puedes creer todo lo que te dicen. En ningún contexto, y mucho menos en una red social.

—Y con el efecto burbuja, peor aún.

—Sí, porque acabas leyendo solo una antología de lo que te gusta a ti.

—Me llama la atención su frase sobre «la criatura postdarwinista y transhumana en la que van a convertirse nuestros descendientes».

—Sí, es un tema que me inquieta, porque tengo hijos jóvenes y porque esto está ya cambiando radicalmente la historia de la humanidad, y no nos estamos dando cuenta. Ya es normal que te operen del corazón metiéndote una camarita por una vena. Estamos a quince minutos de no morirnos. En cuantos descubran órganos internos artificiales…

—Bueno, quedan las enfermedades de la mente, que ésas…

—O no lo sé, porque la mente es materia, y por tanto susceptible de repararse. Todas las locuras, según el transhumanismo, todos los males de la cabeza, son un mal físico. La esquizofrenia está en una parte específica del cerebro, y en el futuro se podrá erradicar. A un loco encerrado ya no le van a abrir la cabeza, sino a meterle un filamento por un lado y sacarle la esquizofrenia por el otro. Y esto va a cambiar el mundo radicalmente. ¿Cómo nos vamos a comportar el día que sepamos que ya no nos podemos morir?

—Hay quien dice que es la muerte lo que da sentido a la vida.

—Sería lo normal, pero el transhumanismo apunta a un territorio no cartografiado.

—Pero la sociedad actual de aquí, no la de su novela, no está preparada para la muerte.

—Bueno, eso tiene que ver con el modo naïf con el que se ve la naturaleza ahora. Nadie quiere ver a la muerte que está lejos, ni tampoco que la naturaleza te quiere matar. De hecho, te mueres porque la naturaleza no te ama. Necesita destruirte para que no se desborde el planeta.

"Te mueres porque la naturaleza no te ama. Necesita destruirte para que no se desborde el planeta"

—Hace un tiempo probó usted la autopublicación, y después dijo que ahora entendía la necesidad del editor.

—No fue hace demasiado tiempo, ya tenía muchos libros publicados. Simplemente fue un experimento, por probar. Era una historia policiaca que había hecho en la radio treinta años antes y que no se terminó porque se acabó aquella estación de radio, y sentía que tenía una deuda con mis lectores, pero no tenía entidad de libro, así que la terminé y la publiqué en Amazon. Fue una experiencia interesante, y sí, lo primero que descubrí es que me hacía falta un editor, porque es una figura importante que ve lo que se le pasa por alto al autor. Mientras este está ocupado con la totalidad de la historia, el editor se preocupa por los detalles.

—¿Sigue creyendo que el papel es el formato del futuro, y aún del presente?

—Por supuesto, sin duda, y los números lo dicen. Quizá menos en el caso de los periódicos, por la impracticidad de no poder pinchar en un enlace, pero aún hay un grupo de compradores que los sostienen. Además, los números dicen que en Francia, y aún más en España, los libros electrónicos son un fracaso. Es un complemento mínimo, pírrico, de las ventas en papel. En Estados Unidos y Canadá, donde se vende mucho libro electrónico, no llega ni al veinte por ciento, así que tardará años en adelantar al papel. Yo uso el electrónico para libros en otras lenguas. Lees una reseña en el New York Times y puedes tener el libro descargado en veinte segundos. Eso me parece maravilloso.

—Dice que sus libros no entran por la puerta, que les gusta entrar ¿por la ventana?

—Bueno, eso significa que yo soy el que entra por la ventana y luego me ocupo de construir una puerta para mis lectores. Quería decir con esto que el enfoque que tengo sobre mis historias nunca es el habitual. Siempre tengo una mirada oblicua, y no solo en mis libros, sino en la vida en general, aunque siempre procuro representar la realidad, pero sin que pase siempre lo que tendría que pasar. Cuando tú esperas que pase algo con un personaje, a mí me gusta que no vaya por ahí.

«Tres o cuatro años después me sacaron de ahí, dejamos la plantación y fuimos a vivir a la ciudad, para que yo fuera a una escuela, para salvarme de los peligros de la selva y, sobre todo, del riesgo permanente de vivir en el trópico, de esa vida que late desbocada y que está a punto de desmadejarse, a un segundo de la descomposición y de la putrefacción, de esa vida extrema que acorta la vida de la gente, de esa intemperie atroz, de esa podredumbre que orilla a los niños a crecer muy pronto, a tener sexo muy pronto y a consumirse, y a vaciarse y a morirse demasiado pronto, y un día mi padre dijo que era crucial sacarme de ahí, para que no terminara alcoholizado a los quince años en la cantina, que era necesario buscarse otra vida en la ciudad, y vivir en un edificio, y caminar por una calle, y comer en un restaurante e ir al cine, esas cosas que se hacen normalmente en las ciudades y que no eran normales para mí, porque yo era un niño del campo, de la selva»

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