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José Daniel Espejo: debajo del dolor

José Daniel Espejo: debajo del dolor

Un terremoto que desnuda los pilares de cualquier hogar. Versos como hojas de cuchillo, causando heridas en un espacio al que no llegan las herramientas de sutura. Y pese a ello, pese a los muros tambaleándose y al cuerpo en llamas de sangre, la calma, una forma orgánica de asumir del dolor, de integrarlo y aceptarlo como parte de la biografía.

También las imperfecciones y errores que están en el origen de nuevos tajos sobre la piel son material de trabajo. Porque hay que decirlo, asumir la realidad con el propósito de no desdibujar la silueta.

Y en el hombre hay corrupción, desgarro, miedo, ausencia, grito.

Hay una piedad —una verdad— por uno mismo que nace en poema:

Me hizo una entrevista en agosto del 16
el periodista Antonio Arco para La Verdad de Murcia
buscando el “interés humano”. Contesté
la serie habitual de estereotipos: una historia luminosa,
salpicada de drama, con final feliz
sobre el tipo que enviuda y aprende a cuidar de sus hijos
(uno autista) en solitario, con la ayuda de la poesía
(¡en serio!) y de su buen corazón. La pieza
rápidamente empezó a compartirse
(a esto lo llaman viral, no por nada) y me topé
en la ciudad semidesierta con bastantes personas
que me saludaban mostrándome la historia
en sus teléfonos inteligentes y usaban los nombres
de mis hijos y el mío, incluso el de Charo,
perdida hacía tanto. Una chica
me pidió una foto (“no, pero que salgamos todos”) y tras
tomarla me la enseñó. No supe quiénes éramos.
No supe quiénes éramos. Todo el rato
sonreíamos, sudábamos como culpables,
pero culpables de qué. Aún hoy
soy incapaz de releer la entrevista
que alguien respondió en mi lugar
el 4 de agosto del 16. Tampoco ese alguien
sabrá demasiado de lo que ocurre en mi casa
cuando cerramos por dentro.

Ante todo, desmaquillar lo negativo, desliteraturizarlo para hacer de ello una literatura nueva; una forma de contar que sea verdadera, que acabe con el estilismo, con el lugar común, compartido y esperado, con la imagen. Así escribe José Daniel Espejo (Orihuela, 1975), con una sinceridad casi en cueros. Por eso sus poemas, que no son bellos ni feos, que no están plagados de imágenes imborrables, que son el resultado de un electrocardiograma biográfico, se quedan rodeando la cabeza del lector como en una nebulosa que causa un vértigo similar al que ataca al estómago segundos antes de vencer la gravedad en el punto más alto de una montaña rusa.

Cuando se leen libros de poemas como Mal, editado por Balduque en 2014, o Los lagos de Norteamérica (Pre-textos, 2019), una especie de vergüenza privada aniquila cualquier otro sentimiento: los textos de Espejo atacan sin quererlo porque son en sí un ataque del autor contra sí mismo. Desnudos de impostura, repletos de certeras palabras de fango, presentan a un hombre que ha sabido serle honesto a la página y que, con ello, enfrenta a los lectores a algo poco habitual: el delicado momento en que la encarnadura trabaja por cicatrizar una herida que tiene vocación de Eternidad.

¿Por qué escribir así? Porque no conoce otro modo. Porque reconoce al final de cada palabra “una sombra, una angustia, /una búsqueda de algo poco claro. / Esa búsqueda soy yo”. Esa búsqueda es él, ese hombre extraño y bueno, y borracho y solo, y cuidador y cuidado. Y atemorizado ante la palabra MUERTE. Y fuerte ante la palabra HIJOS. Y triste ante la palabra ENFERMEDAD. Y feliz, tras la palabra NOSOTROS.

Préstame tu tiempo, entrégame tus manos

Los cuidados. Sobre eso va Los lagos de Norteamérica, el libro con el que el poeta oriolano ganó el I Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil y que fue también destacado como el Libro Murciano del Año.

En ese libro, el escritor “explora el yo con una catana”. Las páginas están manchadas de mierda: abre de par en par las puertas de su casa para que el lector escuche los llantos, los gritos de unos y otros; y para que vea los trastos por en medio, sienta estupor ante un padre que no puede más y no puede más y no puede más y pese a todo. Y sin quererlo. Porque cuidar de dos niños —uno autista— no es un camino llano, con vacas pastando al fondo y un sol amable de marzo: es incertidumbre, es miedo, es desesperación, es hablar con fantasmas a los que preguntas por qué a mí, por qué a nosotros.

El poeta quiere tiempo, necesita de otras manos para vencer la autocompasión, el dolor que esconde dentro de las paredes de la casa. Tal vez ni eso: siquiera para soportarlo, sobrellevarlo mientras los días se evaporan y se intenta la felicidad una y otra vez.

Vivo con Martín y con el ruido
de objetos que se rompen
de plástico cristal
creencia o aglomerado

al principio los dejaba en una esquina
confiaba en un futuro sin ellos
pero se amontonaron:
la mitad de mi casa
la rota
no se limpia nunca
la otra mitad
resiste mal
por eso atravesamos
los pasillos rápido en silencio
mirando al suelo
sin respirar.

Depende del cristal con el que mires

Nacho Vegas y Enrique Bunbury cantan, en un disco oscuro y solemne, una frase que resuena como en ecos a menudo: “Depende del cristal con el que mires, todo es horrible o terriblemente bello”.

José Daniel Espejo parece vivir en algunas de las frases de esa canción. Lo pienso minutos antes de que se apaguen las luces del auditorio donde el cantautor asturiano va a ofrecer un concierto y tras saludar a Joseda —así lo llaman todos— a distancia. Porque “no fue bueno, pero fue lo mejor”. Porque “se preparó para caer en combate, para la mutilación”. Porque “se preparó para el olvido, para lo siguiente que vendrá, para el Dios proveerá”. Y mañana será otro día. Otra luz distinta, Espejo, en la que todo será peor o menos malo, quién sabe.

Cantan los artistas en mi mente mientras escribo. Sus voces empastarían mal con la tuya, desgarbada y libre, me digo, pero las tres hablan un idioma parecido en esta canción, en estos libros que releo mientras pienso en cómo los has escrito: la noche, la luz tenue de la pantalla, el silencio casi ajeno en esa casa. ¿Whisky? ¿Gatos? Tampoco sé si fumas, si escuchas algo de música mientras das forma de verso a esas declaraciones que te haces a ti mismo para no olvidar que tu imperfección, que las de los tuyos, no es más que un hecho natural que hay que abrazar, que te empeñas en abrazar y no cambiar. Porque es lo justo, porque así ha de ser. Y lo cuentas:

Mantengo abierto este texto en un portátil
en el centro de mi casa muchos meses.
Si grito esos gritos impactan con la membrana
de plástico de la pantalla. Si esta descansa
refleja nuestra vida como en un espejo negro.
Algo traspasa.
A veces
me miro aquí durante horas
en medio de la madrugada
sin quitar ni añadir ninguna letra
mientras mi hijo llora.
Hierve el agua y después se enfría
pero ya no es la misma agua.
Miro estas líneas en busca de restos.
Pronto habré de cerrarlas.

Qué extraño es este videoclip construido —piezas de puzle esparcidas por el espacio inmenso de este documento en blanco— con ficciones que quizá estén en contra de tu propia intención: estilizan ese dolor, ese hueco húmedo y de prisión desde el que escribes, Joseda —así te llamamos todos—.

Un poco más, todavía un poco más

Unos grandes cristales redondos que hacen pequeños y extraños sus ojos; la frente abierta hasta un maremoto de pelo que, casi al fondo, lucha por hacerse patente; barba cana casi siempre. Camisas a cuadros, suéters de rayas, alguna chapa a la altura del pecho.

Y una sonrisa franca, un chascarrillo/alguna broma —en un humor extraño que en ocasiones casi no se entiende—. Debate del bueno, eso siempre: políticas sociales, tejido cultural, asociacionismo, cuidados… Todo eso es lo que ofrece José Daniel Espejo tras el mostrador de Libros Traperos, la iniciativa solidaria que se ha convertido en un espacio de reunión, un lugar donde crecer a la sombra de los libros.

Esta librería de volúmenes antiguos y nuevos sueños es uno de los proyectos más emocionantes de este hombre/cuidador/poeta, que convirtió su Trabajo Final de Grado en Trabajo Social en una iniciativa que genera empleo, apoya el reciclaje, fomenta la economía y circular y, además de todo eso, rescata del olvido cientos de historias, poemas y cuentos que de otro modo estarían condenados. Vertedero o fuego, era el destino casi impreso de estos volúmenes que Espejo y su equipo rescatan cada día.

Porque la cultura es importante, porque la literatura —perdonen la impostura— es vida que engendra vida. Porque: “A mí sacadme imágenes escalofriantes de qué seriamos si no tuviésemos poesía. Mostradme esos monólogos interiores despojados de lectura. […] Enseñadme cómo sería que me gustase alguien si jamás hubiese leído un verso. Cómo haríamos el amor. Exponedme qué me pasaría por la cabeza en una manifestación o en un desahucio si no tuviese la poesía que me explica qué estoy haciendo allí, a riesgo de que me partan la cara. Quién me protegería. De la alienación, del mercado todopoderoso, de seguir la corriente como un borrego, de ir a donde me mandan, de decir lo que me dictan, de pagar a la salida. Qué aspecto tendría el mundo sin las gafas de ver, entonces”.

Lo dice el escritor en alguna de las páginas de habla con medusas una recopilación de artículos publicados por José Daniel Espejo en la desaparecida web de La Galla Ciencia, y que la revista publicó en papel en 2015. No hace falta más para entender por qué.

Pero basta de solemnidad

Que no es todo grave en su vida, que también hay espacio, y un espacio importante, para otras cosas. De hecho, también hay una feria encendida en el pecho de este escritor, que disfruta y hace disfrutar a quien se sienta cerca.

Lo hace cada semana a través de las tribunas de los distintos periódicos con los que colabora. Tiene una pluma mordaz, militante, que bebe de la propia actualidad para poner a los lectores frente al mundo. Pero lo hace con un estilo propio, ameno e inusual. Como un tortazo en la mejilla.

Celebrados y compartidos, estos textos tan pegados a la tierra como sus poemas se convierten casi en piezas literarias de la mejor prosa periodística. Porque salen de una cabeza que piensa y reflexiona, pero que huye de la solemnidad para acercase a todos.

Como hizo —y logró que algunos escritores se llevaran las manos a la cabeza— con un DECÁLOGO PARA POETAS DE MIERDA, donde, de nuevo, desacraliza el mundo, borra esa pátina de barniz que lo convierte todo en sagrado. Y también porque de vez en cuando apetece hacer alguna que otra granujada:

6. La noche de San Juan, coge tu poemario y entiérralo en el limo de la ribera del río en que te bañaste por primera vez. Riégalo con sangre de rana, anfetas y semen de virgen. El tuyo valdrá. En adelante, baila desnudo sobre la tumba de tu poemario cada luna llena, cantando la Canción para una discoteca, de Panero, en versión de Bunbury, Carlos Ann y los otros dos que ahora no me acuerdo. La noche del solsticio de invierno, también llamada Sol Invictus porque era una festividad celta que los cabrones de los católicos se apropiaron porque blablablablablablablablablablablablablá [insertar tres párrafos de rollo perrofláutico coñazo aquí], vuelve a desnudarte y recita la Canción del indio Crow antes de desenterrar los folios. Un cambio maravilloso se habrá operado en ellos. ¿Por el poder mágico del paganismo? No, pardillo. Porque han pasado seis meses, que es el tiempo mínimo que hay que darle a la mandanga antes de ir corriendo a publicarla o presentarla a los concursos. ¿Y eso pá qué? Bueno, tú hazme caso a mí y ya verás como luego me lo agradeces. ¿Pero por qué? Porque sí y punto.

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