Que, pese a la ingente bibliografía en torno a la figura y la obra de James Joyce —a la que uno, modesta y devotamente, ha aportado tanto textos como iniciativas—, nos atrape la lectura de la enésima publicación sobre el autor del Ulises resulta digno de relevancia, al menos por chocante. Una grata sorpresa. Tal vez el motivo de semejante asombro se esconda bajo la fe que inspira la figura de Joyce y su imprescindible obra entre no pocos acólitos que admiran —admiramos— a ese «Jesucristo literario», como él mismo se ha definido.
En el libro brilla la objetividad con que queda armado, la aséptica precisión de lo que nos cuenta, el análisis con que se muestra al personaje real en sus avatares y en su obra y, en suma, la maestría de la escritora que afronta el reto descomunal de mostrar a Joyce; una destreza, por otra parte, que ya esperábamos dada la valorada producción literaria de la autora, por cierto, también irlandesa.
Pero no solo se muestra al personaje real —si bien, al tratarse de Joyce, éste lo impregna todo— sino que O’Brien añade un par de capítulos dedicados expresamente a sus dos obras capitales: Ulises y Finnegans Wake. En especial, conviene destacar el apartado dedicado a Ulises, donde la autora despliega un virtuosísimo recorrido interpretativo y simbólico por la novela como no hemos leído antes (habiendo leído mucho al respecto). Porque si damos por hecho que la prosa poliédrica, polifónica y traviesa de Joyce resulta a todas luces pegadiza, amén de ininteligible, como el estribillo de algunas canciones inolvidables, es común caer en la trampa del plagio infantil o la simple repetición de lorito, sin hablar —lo que también es habitual— de la desenfrenada exégesis de una novela que invita a todo tipo de elucubración y blablablá. Sin embargo, para nuestro regocijo, esto no sucede en el mencionado capítulo. En él, O’Brien despliega un resumen de la novela tan exquisitamente articulado que, apoyándose en la «música» literal de Joyce —insisto, ese estilo pegadizo, variable y sorprendente—, resume y muestra, del modo más eficaz, las bifurcaciones anecdóticas, así como los valores técnicos, innovadores, históricos, lúdicos e intencionales de la novela. En esas pocas páginas hemos encontrado la mística joyceana, el razonamiento jesuítico, la visión tomista, la escatología, el sexo inconfesable y todos los etcéteras que se quieran añadir. Hemos (re)encontrado, nada más y nada menos, que el Ulises para, finalmente, hallar a Joyce en forma de aparecido, de reencontrado.
De James Joyce sabemos demasiado, pero siempre queda abierto a nuevas interpretaciones: ese es su don y su misterio. Tras habernos empapado, principalmente, de la monumental biografía escrita por Ellman (asimismo autor de un librito, injustamente eclipsado por dicha biografía, titulado Cuatro dublineses —Wilde, Yeats, Joyce y Beckett—), apenas restan datos para rematar el complicado puzzle que fue la vida, con sus vicisitudes literarias, del escritor irlandés. Conozco pocos casos en los que se pueda vislumbrar con tanta nitidez la influencia que el biografiado ejerce sobre el biógrafo. De ahí que valga afirmar que el James Joyce que vamos comentando no es una biografía, tampoco una exégesis. No, se trata de una pieza con valor en sí misma. Una relumbrante lección con que la autora nos obsequia. Un modelo a tener presente y que llega para curarnos del mal de la saturación que tanta literatura sobre Joyce nos viene provocando.
Se conocen pocos escritores, entre los más grandes, en los que su experiencia vital haya marcado tanto su obra (también es el caso de Proust), constituyendo —dicha experiencia vital— una exigencia a la hora de poner en valor dicha obra. Por ejemplo, O’Brien nos descubre que el estilo de las cartas que el joven Joyce recibía en París, escritas por su madre, anuncian la prosa galopante y al margen de toda puntuación que más tarde encontraremos en el monólogo de Molly Bloom.
Otro capítulo que llamó mi atención es el titulado Devaneos. En él se afronta la relación de Joyce con las mujeres, lo que me ha hecho recordar una mesa redonda, en la que participé, donde cierta profesora universitaria de literatura inglesa reprochó la misoginia y el descarado «machismo» del escritor. Sorprendido, me vi obligado a ejercer de defensor del diablo y, sobre la marcha, recuperar en mi memoria el trato que Joyce da a las mujeres en su obra y su vida (que son la misma cosa). Por encima de sus escasos «devaneos», casi propios de un adolescente, está el triángulo formado por tres mujeres para él vitales: Nora (esposa), Beach (editora) y Weaver (mecenas cuyo nombre, «tejedor», remite a Penélope), sin entrar a valorar aquí la preeminencia de sus dos heroínas principales: Molly Bloom y Anna Livia Plurabelle. Por no hablar de su relación con Lucía, su hija. Asunto distinto es valorar el egoísmo innato de Joyce (para con las mujeres lo mismo que para con los hombres); de ahí que las personas que más le ayudaron fuesen las grandes víctimas de su furibunda hostilidad, especialmente Miss Weaver y su hermano Stanislaus.
Ahí queda referenciado el caso de la alumna por la que el escritor se sintió atraído: Amalia Popper. Esta joven inspiró el poema en prosa titulado Giacomo Joyce. Era hija de un comerciante judío llamado Leopold. Para Joyce la muchacha era su Hedda Gabler (Ibsen), un «amor visual». Luego nos encontramos con Marta Fleischmann, a quien nuestro autor «imaginaba acercándose joven, extraña y delicada». Sería su futura Nausícaa. Enseguida se alejó de ella por cobardía.
O’Brien nos descubre que leyendo a Joyce el hombre razonable no llega a nada, e incluso seremos capaces de comprender o al menos atemperar el juicio sobre la locura, la de un creador y su entorno más próximo (Lucía Joyce). Locura que se asienta a partir de la ofuscadora elaboración de su última obra, que sin duda fue la que atrapó al escritor con más fuerza y sacrificio: Finnegans Wake (o como él la llamaba, Work in progress). Laberíntico libro de la oscuridad, leemos en James Joyce, antes de llegar a pensar que el principal móvil de tan ingente trabajo no era sino arrebatarle a la vida su secreto, lo que solo es factible a través del lenguaje. Porque, como señaló Samuel Beckett, «el artista que se apuesta la vida está solo».
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Autora: Edna O’Brien. Título: James Joyce. Traducción: Cruz Rodríguez Juiz. Edición: Cabaret Voltaire. Venta: Todos tus libros.


El nombre del protagonista de la novela Ulises de James Joyce, Leopold Bloom, no es por el padre de una mujer que pudo interesarle al escritor, todos los protagonistas de esa novela tienen nombres connotativos y Leopold es por el nefasto Leopold II de Bélgica, quien fue la personificación de la ruindad humana durante los años de escritura de la novela, al ser conocida su actuación genocida en el Congo Belga, su colonia personal. Leopoldo II fue desplazado del sitial de los abominables por Adolfo Hitler a partir de 1945. Y el apellido Bloom es por inquina de James Joyce contra el burgués Grupo de Bloomsbury, liderado por Virginia Woolf quien rechazó publicar Ulises y lo tildó de “presumido obrero ignorante” (lo que era falso, porque James Joyce se graduó en la universidad en Irlanda, en Letras, y estudió Medicina en París, aunque abandonó al poco tiempo por motivos económicos), aunque imitará y adoptará las técnicas literarias y las innovaciones novelísticas de James Joyce a partir de 1926 con “La Señora Dalloway”. Nunca olvidemos que Leopold Bloom es la antítesis de Ulises (el Odiseo homérico) y por eso no tiene una fiel esposa Penélope sino una adúltera desatada, Molly Bloom, cuyo nombre se corresponde a la droga que usó Helena de Esparta para alegrar a todas los contertulios que recibieron en Esparta a Telémaco budcando noticias de su padre ausente, que también es el nombre del personaje femenino más famoso de las leyendas urbanas de Dublín, Molly Malone. Así Leopold Bloom es la degeneración del hombre masa contemporáneo en relación al modelo heróico del hombre de la Antigüedad Clásica. Ulises es el héroe de Occidente y Leopold Bloom es el antihéroe. Otra cosa: James Joyce fue un hombre fácil de entender como creador literario, es un libro abierto y fue un hombre simple en comparación con la complejidad del genial Miguel de Cervantes, su mayor influencia literaria.
James Joyce fue un pedigüeño hasta que ganó una fortuna por el éxito de su Ulises y por su pragmatismo, por la necesidad de asegurar la herencia de su compañera y sus hijos decidió casarse aunque siempre detestó esta imposición social y durante años dijo que nunca se casaría, conforme a sus creencias filosóficas. Por su misma mentalidad fue un pedigüeño convencido de su superioridad, no se veía como un hombre desafortunado que necesitaba el auxilio de sus semejantes, no sentía la vergüenza del que pide, sentía que sus méritos, su obra era un regalo para el mundo y el mundo tenía que compensarlo. Además, creía que la distribución de la riqueza era injusta y los mediocres con fortuna tenían que, para tener alguna utilidad social, retribuir a los intelectos superiores. Así pues Virginia Woolf no se equivocó en creerlo presumido, pedante, engreído, solo fue un buen escritor afortunado de anotarse en la escuela filosófica de moda y actuar como su profeta mediante la escritura de novelas de tesis, que eso son, conforme a un tríptico, “Retrato de Artista Adolescente”, “Ulises” y “Finnegans Wake”.
Además de ególatra, porque se creía un genio único y excepcional y creyó que renovar la novela moderna le daba más méritos que los de Cervantes, el creador de la novela moderna polifónica, craso error, también fue “un dandy” (aunque no soy dado a préstamos lingüísticos innecesarios, como usar “chance” por oportunidad, “cárteles” por carteles y el último barbarismo de traducción de moda “postura” por posición), y lo fue por motivos psicológicos, buscaba recuperar su prestigio social perdido porque su familia, que otrora fue una familia exitosa y burguesa, cometió errores en la esfera económica y descendió a la pobreza, así que su meticuloso cuidado al vestir, irradiar una imagen externa de éxito era una forma de compensar esa caída en las jerarquías sociales, una reafirmación de sus raíces burguesas y su forma de expresar su rebeldía ante la condición de pobre, de clase media venida a menos. Su dandysmo era reaccionario, la negación de lo que consideró una afrenta: El descenso social y económico de su familia, por esto reivindicó en cada oportunidad posible el pasado de riqueza e importancia social de la misma. Fuera de la Literatura James Joyce no era revolucionario, era un resentido contra el mundo como su Dios Filosófico.