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Juan Eslava Galán: El escritor que daba clases

Juan Eslava Galán: El escritor que daba clases

Llegados a este punto de desguace colectivo y pese a los tiempos fieros que corren, el otro día en Baeza (Jaén), sede Antonio Machado de la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA), experimenté de nuevo los efectos de la luminosa literatura de Juan Eslava, escritor en el sentido ancho y palpitante del término.

Sorteando la canícula del meridional agosto, las subidas de la luz y la ramplonería que campa a sus anchas, nos reunimos unos cuantos en torno al curso de verano titulado: “Juan Eslava Galán: El unicornio encontrado”, curso dirigido con tino por el también escritor Emilio Lara, otro novelista que se hace con lo que lee y con lo que vive. Y en la segunda jornada del curso me tocó hablar del Juan Eslava menos conocido, entroncando con aquellos años en que él daba clases de bachillerato en un Instituto de la periferia de la periferia (y no es errata, lo digo a propio intento).

"No en vano para mí fue crucial toparme con Juan en aquellos años donde el corazón anda repleto y la mente va descalza, en esos años en que la vida es un sendero de errores"

Vine a contar allí, el pasado 24 de agosto, algunas de mis percepciones sobre un hombre cuya biografía y trayectoria literaria despiertan —cosa rara— un insólito consenso. Un estudioso de la naturaleza humana que de la anécdota hace surgir la categoría. Así que aproveché la amabilidad de los congregados en tan hidalga sede universitaria para decir que Juan Eslava quizá sea una de esas personas demasiado grandes para una sola vida. Y que para mí fue un profesor que pronto me hizo comprender que la existencia es algo más de lo que uno puede abarcar. Un profesor que desde el primer momento se situó entre la leyenda y la realidad, entre el mito y la tostada de pan crujiente regada con buen aceite de oliva virgen extra, y su poquita sal.

No en vano para mí fue crucial toparme con Juan en aquellos años donde el corazón anda repleto y la mente va descalza, en esos años en que la vida es un sendero de errores, un rosario de despropósitos solo disimulados por el entusiasmo juvenil.

"Juan no ha perdido el tiempo creo que nunca, ni lo dilapida aún hoy cuando ya lleva años consagrado como autor señero de las letras hispanas"

En la presentación del curso aludió con acierto Emilio Lara al enorme didactismo que trasmina Juan Eslava y su obra literaria. Esa didáctica “eslaviana” yo la encuentro desde luego en sus libros, pero también en su actitud vital, y también la veo en las entrevistas que Juan concede y en las conferencias que imparte con la generosidad del sabio siempre presto a decir algo interesante, siempre dispuesto a enseñarnos alguna cosa con fundamento, sin estridencias y sin aburrir a las ovejas, además casi siempre dibujando una sonrisa, y eso sí que tiene mérito con la que está cayendo.

Habrán oído decir al propio Juan que en sus años rozagantes fue un holgazán y que por eso ahora —para compensar— trabaja tanto. No lo crean del todo. Juan no ha perdido el tiempo creo que nunca, ni lo dilapida aún hoy cuando ya lleva años consagrado como autor señero de las letras hispanas, y ello se plasma en su extensa obra literaria, que a la fecha suma más de 100 títulos. Lo que escribe, sus novelas y ensayos, reflejan cuáles son sus intereses vitales: la historia, la arqueología, la antropología, los viajes, etc. Me inclino a pensar que —como diría el clásico— quizá nada de lo que es humano le sea ajeno a este autor.

"Un hito que todos recordarán en su trayectoria tuvo lugar cuando logró el Premio Planeta en 1987, año en que fue finalista Fernando Fernán Gómez"

Nada descubro al decir que Eslava es uno de los escritores españoles más conocidos, prolíficos y premiados. Sus relatos de chamán realista y su narrativa de divulgación han marcado y sigue incidiendo en la dinámica literaria española de las últimas tres décadas, y su vertiente mediática ha contribuido a universalizar una obra que —por suerte— continúa creciendo en número y calidad. De hecho, Juan siempre tiene un proyecto y uno o dos libros en cartera, que es tanto como decir que él siempre tiene una ilusión por delante o un reto, y mientras eso sea así —sabemos que— la vida tiene sentido.

Juan Eslava Galán es uno de esos autores que siempre están ahí, que ya forma parte de la formación lectora de varias generaciones. Los relatos, escenas y personajes salidos de su teclado, algunos de ellos llevados al cine, ocupan un espacio en la memoria y el presente, y de vez en cuando salen a relucir dependiendo de las circunstancias. En sus tramas argumentales, siempre estimulantes y amenas, brilla una escrupulosa fidelidad a la ambientación histórica. En ellas se suceden las más curiosas e inesperadas peripecias, siempre con un fondo poético y emocional que otorga vigor y encanto a sus relatos.

"Unos ocho o diez años antes de su Planeta, Juan había sido mi profesor de inglés en el Instituto Virgen del Carmen de Jaén"

Un hito que todos recordarán en su trayectoria tuvo lugar cuando logró el Premio Planeta (en 1987, año en que fue finalista Fernando Fernán Gómez). Ganar el Planeta no fue cualquier cosa, aunque yo, que lo había tenido como profesor de inglés en el Instituto de Bachillerato Virgen del Carmen, cuando leí En busca del unicornio recién acabada la carrera no alcanzaba todavía a tomar conciencia de la talla literaria de aquel profesor de barba pelirroja que acudía puntualmente a sus clases en el Instituto. Fue algo después, al releer todo lo que hasta entonces Juan había escrito y había caído en mis manos, fue entonces —digo— cuando me hice cargo y pude atisbar la punta del iceberg.

Por eso —dije que— no le falta razón a Lara cuando señala que la novela con la que logró el Premio Planeta ha tenido tal trascendencia en la narrativa histórica española que se ha convertido en un canon, en una suerte de molde literario replicado sin cesar por los escritores del género. Pero —ya digo—, cuando siendo yo muy joven leí “El unicornio”, lo único que llegué a percibir fue ese tremendo deleite que solo es capaz de producir la verdadera literatura. Fue entonces cuando me di cuenta de que, a veces, la concesión de premios obedece a alguna lógica.

"Ya se sabe que trinchar la existencia no es fácil, y menos ofrecerla en el rato que dura una charla"

Como comentaba, unos ocho o diez años antes de su Planeta, Juan había sido mi profesor de inglés en el Instituto Virgen del Carmen de Jaén, donde durante dos cursos derramó su magistral modo de interpretar la docencia en las enseñanzas medias. Y confieso que no he tenido que forzar mucho la memoria para traer aquí algunos episodios protagonizados por Juan Eslava que, particularmente, me marcaron como alumno suyo y que luego han reverberado en mi trayectoria docente y humana.

Aun así, me resultó complicado hablar del maestro y del amigo. Ya se sabe que trinchar la existencia no es fácil, y menos ofrecerla en el rato que dura una charla. Pero también es sabido: el pasado siempre vuelve, es cuestión de tiempo, y quizá cada uno de nosotros somos lo que recordamos.

Del padre de la narrativa histórica española tengo presentes muchas cosas, y por eso solo me centraré en rememorar que en efecto Juan fue mi profesor, pero creo que él nunca fue un profesor al uso, y permitan que refiera un hecho para ilustrar lo que digo.

"Llegado un momento creo que caí en la cuenta de que mis lecturas eran erráticas. Fue a partir de ahí, a partir de los 15, cuando empecé a aconsejarme con profesores, y ahí es donde aparece en mi escena vital Juan Eslava"

Como muchos zangalitrones de aquel tiempo, yo hasta los 14 o 15 años leía cuanto caía en mis manos según soplaba el viento y sin dejarme aconsejar; leía desde el prospecto de un jarabe hasta el devocionario de mi tía Gertrudis. Es decir, leía a salto de mata. Pero lo que leía con verdadera fruición eran tebeos, a menudo fingiendo que estudiaba, y si mi madre aparecía por la habitación los escondía bajo el manual de aquella asignatura que se me antojaba insufrible y que siempre estaba esperándome —como al acecho— bajo el flexo.

Insisto, yo leía sin ton ni son dando rienda suelta a la libertad de imaginar, dando carrete a ese gozo tan barato que todavía nadie ha patentado, que no cotiza en bolsa pero que pronto tendrá su tasa y declaración de la renta. Yo leía en cualquier parte, en un banco del parque, en la grada improvisada de un campo de futbol de barrio donde mis amigos parecían jugarse la vida, y en el autobús urbano, aunque yo prefería leer en bibliotecas (con su buena luz, su silencio cómplice, su aire acondicionado y su calefacción en lo crudo del invierno). También leía en mi casa aquellas trilogías de Gironella, ah, y la Larousse según la letra que se me antojara. Pero leer en casa tenía dos problemas: el problema de la vigilancia materna si los tebeos adquirían protagonismo y, también, el problema de que en aquel piso tan pequeño el estruendo de mis hermanos pequeños no siempre era mi aliado.

Llegado un momento creo que caí en la cuenta de que mis lecturas eran erráticas. Fue a partir de ahí, a partir de los 15, cuando empecé a aconsejarme con profesores, y ahí es donde aparece en mi escena vital Juan Eslava.

"El profesor Eslava, del que entonces lo ignorábamos todo, apareció al fondo del pasillo con esa cadencia entre aristocrática y campechana que todavía luce nuestro querido Juan en sus andares cuando se desplaza por el firme"

Recuerdo con nitidez cómo fue aquel primer encuentro con el profesor Eslava: Era un día luminoso y algo fresco, uno de esos días de finales de septiembre en que el noveno mes anuncia lo que se avecina en Jaén. Como casi todos los días, los relojes se empeñaban también aquella mañana en dar las nueve, y el timbre del Instituto Masculino se haría eco de ello si no mediaba un cataclismo, y con la hora y el timbrazo los docentes abandonarían el recaudo de la sala de profesores para avanzar por las galerías con más o menos parsimonia y la mirada puesta en sus respectivas clases. Y así, uno a uno, veíamos cada jornada a los profesores incorporarse al proceloso mundo de las aulas.

El profesor Eslava, del que entonces lo ignorábamos todo, apareció al fondo del pasillo con esa cadencia entre aristocrática y campechana que todavía luce nuestro querido Juan en sus andares cuando se desplaza por el firme.

Nosotros, me refiero a los alumnos entre los que yo me contaba, solíamos esperar el arribo del profesor que tocara en cada hora empleando los interludios entre clase y clase en actividades variopintas, casi todas ellas lúdicas y un tanto montaraces. Entre esas actividades —no siempre edificantes— destacaban el juego del moscardón (que practicábamos con ingenua saña hasta el sangrado o el derrumbe de quien se quedaba), y también nos solazábamos practicando el no menos recatado juego del “tapaculos en la pared”, donde era otra parte de nuestra anatomía la que se enrojecía tras las caricias recibidas con los puntapiés propinados por los colegas del curso.

"Me fijé bien y vi que el profesor Eslava traía la vista puesta en el enlosado de terrazo que le iba abriendo pista hasta su primera clase del curso; yo diría que caminaba en actitud algo ensimismada o desapercibida, como recreándose en sus pensamientos"

No se me asusten. Debo indicar, no sea que alguien de algún ministerio me excomulgue, que este juego del “tapaculos”, aunque era asaz divertido también era algo violento, pero la mercromina no llegaba al río, pues la cosa permanecía dentro de los cánones viriles que entonces tanto se estilaban, dado que todos éramos de sexo masculino —como el Instituto, entonces—. De manera que no cunda el pánico entre el pensamiento único de lo políticamente correcto hoy imperante, aunque ya me hago cargo de la tropelía sexista que suponía que las niñas no estuvieran con nosotros en el edificio, sino en el de enfrente, es decir, en el Instituto femenino.

En fin, estos entretenimientos troglodíticos a la luz que hoy nos alumbra, ya digo, se daban entre varones jóvenes e impulsivos (quizá también atolondrados), y debo añadir que nunca se producían con demasiada acritud, por más poderosa y fulminante que fuera la punta de la bota que se te estampara en el trasero.

A lo que iba: mientras los alumnos se afanaban en sacudir patadas o eludirlas, el profesor Eslava se iba acercando con paso resuelto, pero no presuroso. Me fijé bien y vi que el profesor Eslava traía la vista puesta en el enlosado de terrazo que le iba abriendo pista hasta su primera clase del curso; yo diría que caminaba en actitud algo ensimismada o desapercibida, como recreándose en sus pensamientos, aunque calibrando la fauna —que no flora— que se encontraría en el aula.

"Recuerdo sus lecturas de Oscar Wilde y su pronunciación musical y telúrica del inglés que, por cierto, él siempre trufaba de sugestivas anécdotas sobre sus estancias en el Reino Unido"

Conforme el profesor se aproximaba el surtido de puntapiés decrecía en número e intensidad hasta dar la impresión de que todos aquellos chavalotes éramos de buena familia y, como si nunca hubiéramos roto un plato, ya sosegados por la presencia próxima del profesor, entrábamos en el aula trasmutados de cavernícolas en monaguillos. Dentro de aquel redil académico se terminaba de operar la metamorfosis en perfectos pupilos. Entonces cada uno ocupaba su pupitre y, por supuesto de pie, esperábamos que el profesor traspasara el umbral del aula y se allegase al estrado presidido por un crucificado de regular tamaño y un encerado impoluto, (aclaro que la pizarra era convenientemente borrada en cada interludio por el delegado de clase, que no delegada, dado que —insisto— el Instituto era masculino, mal que a muchos nos pesara la ausencia de féminas entre nosotros; bien que las echábamos de menos y no precisamente para hacerlas partícipes de los virulentos juegos antes mencionados).

Una vez todos los alumnos sentados y en actitud cuasi civilizada, el profesor Eslava nos saludaba en la lengua de Shakespeare y procedía con la materia correspondiente a la jornada. Recuerdo sus lecturas de Oscar Wilde y su pronunciación musical y telúrica del inglés que, por cierto, él siempre trufaba de sugestivas anécdotas sobre sus estancias en el Reino Unido, anécdotas jugosas y bien contadas que impedían que se nos fuera el santo al cielo en mitad de una explicación sobre el genitivo sajón.

En pocos días el profesor Eslava se había hecho con el curso y el aula entera esperaba, no diré con ansia, pero sí con expectación qué sería aquello con lo que nos ilustraría la mañana aquel joven profesor de barba rubicunda.

"Alguna cualidad había en su temperamento y en su ponderado sentido del humor que lo distinguía de los demás integrantes del claustro de profesores"

Yo me sentaba en segunda fila, en un pupitre pareado que compartía con un camarada que el orden alfabético había decidido fuera mi colega durante el curso. Tanto aquel chaval como yo empezamos pronto a darnos cuenta, gracias a las enseñanzas de Juan, de la importancia que tenía y tiene la lengua inglesa en la formación académica. Pero no solo eso nos interesaba del profesor Eslava. Había algo más que le otorgaba cierto magnetismo. Algo que entonces nosotros no alcanzábamos a descifrar.

Alguna cualidad había en su temperamento y en su ponderado sentido del humor que lo distinguía de los demás integrantes del claustro de profesores (claustro que, desde luego, era un zoológico digno de estudio; lo que no debe extrañar a nadie, y menos entre universitarios, pues como cualquier agrupación de los de nuestra especie, —humana, me refiero— siempre da mucho juego; especie la nuestra que, dicho de paso, no sé por qué siguen tildando de sapiens).

Pero sigamos con el docente Eslava, el escritor que daba clases.

Al final de clase y con cualquier pretexto ambos —mi camarada de pupitre y yo— nos acercábamos a la mesa del profesor Eslava para comentar con él alguna cosa sobre aquellos contenidos que nos acercaba con el rigor propio de quien cumple su cometido con solvencia y agrado.

"En aquellas primeras salidas para hacer trabajo de campo midiendo castillos, comprobé que Juan era tan maestro fuera como dentro del aula"

Pronto surgió la empatía entre nosotros y aquellas conversaciones mínimas al final de cada clase se fueron alargando por el pasillo de vuelta a la sala de profesores, hasta que un buen día el profesor Eslava me invitó a acompañarlo en una labor para mí ignota: la de “medir castillos”. Por cierto, casi todos ellos en ruinas, cosa que a mí no me espantaba en absoluto, pues siendo yo de pueblo y de familia modesta, estaba de sobra acostumbrado al realismo de la existencia y a las cosas no demasiado lustrosas.

En aquellas primeras salidas para hacer trabajo de campo midiendo castillos, comprobé que Juan era tan maestro fuera como dentro del aula, que era capaz de explicar con sencillez cosas que no siempre lo son, pero que contadas así y a poco que yo estuviera atento, quedaban fijadas para siempre en mi acervo.

Durante aquellas jornadas entre atalayas y paramentos pétreos medio derruidos, me parecía estar a hombros de un gigante. Sí, y hoy lo ratifico, a hombros de un gigante de afable conocimiento.

Como les digo, me agarré a la propuesta de “medir castillos” como a un clavo ardiendo, pues los fines de semana en la jaenera ciudad levítica eran todo lo tediosos que ustedes pueden imaginar en una capital de provincias situada en la periferia de la periferia a finales de los años 70.

"El solo hecho de que Juan hiciera partícipes a algunos alumnos de sus inquietudes intelectuales, de esa comezón por el saber que se salía del tiesto del Instituto, insisto que eso a mí me pareció y me sigue pareciendo grandioso"

Les confieso que los adolescentes de entonces procedentes de honradas familias plebeyas teníamos acceso a casi nada. A lo más emocionante que podíamos aspirar era a subir una y otra vez las escaleras eléctricas de Simago, o dar alguna vuelta en bicicleta prestada de piñón fijo, o dedicábamos el rato a la reprobable actividad de connotación cinegética consistente en apedrear perros dentro y fuera del trazado urbano. Cosas de la ternura infantil.

Como antes indicaba, dentro del bestiario académico Juan Eslava resultaba una rara avis, un profesor fuera de catálogo, un docente singular y extraordinario, un profesor —digamos— no al uso teniendo en cuenta lo que se despachaba —y se despacha— dentro del colectivo al que yo mismo pertenezco (luego no hablo de oídas).

Bien, pues eso es lo que el señor Eslava logró durante los dos años que estuvo entre nosotros impartiendo clase en el Instituto Virgen del Carmen. Debo apuntar, aunque solo sea una sospecha —quizá solo sea una imaginación mía—, que durante aquel período Juan concitaba filias y fobias entre sus colegas de profesión docente, pero ese asunto lo dejaré de lado porque —ya digo— es probable que sea una especulación mía, infundada desde luego.

"También interesaba qué era lo que comían aquellos hombres y mujeres del medievo y cómo sus recetas llegaban a nosotros en los platos de los que yo daba cuenta gracias a la generosidad de mi profesor"

Pero sigamos. El solo hecho de que Juan hiciera partícipes a algunos alumnos de sus inquietudes intelectuales, de esa comezón por el saber que se salía del tiesto del Instituto, insisto que eso a mí me pareció y me sigue pareciendo grandioso. Convendrán conmigo que es formidable que un profesor tenga la virtud de conseguir que las enseñanzas salgan de las lindes del aula, remonten aquellas constricciones y trasciendan del encorsetamiento del programa académico para convertirse en algo vivo, en una dinámica, en un talante didáctico que redime de la estupidez y favorece la transmisión del conocimiento de una generación a otra sin más límites que el rigor y la buena fe.

En fin, aquellos dos años con Juan en el Instituto fueron todo un privilegio y una escuela de vida y conocimiento. Al hilo de la sugestiva tarea de “medir y fotografiar castillos”, en la que como les indicaba me alisté de inmediato y sin dudarlo, diré que aquella era actividad que no solo alimentaba en alma y el intelecto, sino también la barriga, ya que Juan siempre llevaba viandas en la fiambrera o propiciaba una parada nutritiva en alguna venta para que no todo fueran sesudas explicaciones sobre cómo vivían, cómo luchaban o cómo amaban los moros, cristianos y judíos en aquellas fortificaciones y castillos del Alto Guadalquivir que nosotros íbamos recorriendo y documentando. Ya digo, también interesaba —y mucho— qué era lo que comían aquellos hombres y mujeres del medievo y cómo sus recetas llegaban a nosotros en los platos de los que yo daba cuenta gracias a la generosidad de mi profesor.

En aquella tarea de “medir y fotografiar castillos”, ya imaginarán que mi labor era subalterna, aunque bien recompensada por aquellos condumios y, sobre todo, por la sabiduría que Juan me regalaba a cada paso que dábamos entre aquellas ruinas de las que habían sido nobles construcciones defensivas y recintos amurallados.

"Como de sobra es sabido, la vida es de un solo disparo, se vive una vez y de una determinada manera, y de algún modo la mía recibió en el momento oportuno el balazo del magisterio de Juan Eslava, del Juan profesor, maestro, escritor y amigo"

En ocasiones, Juan me pedía que tomara distancia y me allegara hasta algún merlón o hasta lo que quedaba de un bastión, de una ladronera, o me pedía que colocara el jalón junto a una marca calatrava. Y así, uno a uno, pude acercarme al Castillo de Torre Olvidada, de La Marquesa, de Víboras, de Peñaflor, de Torremocha o Fuencubierta. Y una vez allí, Juan trazaba su medición, hacía las fotos pertinentes, mientras yo sujetaba la baliza topográfica siguiendo sus instrucciones con toda la diligencia de la que es capaz un púber. Por eso, luego he visto mi mano adolescente retratada en las ilustraciones y fotos con que Juan suele enriquecer sus ensayos y estudios sobre fortificaciones y atalayas del reino de Jaén. Resulta que descubrí así mi vocación de agrimensor de cuanto tiene de sólido la existencia.

No obstante, debo reconocer que como diría Terenci Moix, quizá todo aquello fuera “demasiada misa para tan poco niño”. Pero algo quedó. Y creo que ahora cuantos nos hemos relacionado con Juan o contamos con el privilegio de su amistad, digo, que creo que nos venimos salvando de la nómina de los desechos de tienta que tanto menudean incluso en los foros más conspicuos.

Acabo ya. Como de sobra es sabido, la vida es de un solo disparo, se vive una vez y de una determinada manera, y de algún modo la mía recibió en el momento oportuno el balazo del magisterio de Juan Eslava, del Juan profesor, maestro, escritor y amigo. Creo que el haber tratado con él y el seguir frecuentándonos me hace que no esté cabreado con buena parte de mi pasado. Así que desde esta atalaya de canas que ahora llevo encima, algo sí tengo claro, y es que como suele decir Juan, conviene vivir con las antenas desplegadas.

En fin. Lo crucial es que nos reunimos en torno a Juan en Baeza, que lo abrazamos con palabras y miradas (incluidos Carmen Posadas y Pérez-Reverte, entre otros), convencidos de que el unicornio es él. El unicornio es Juan Eslava Galán y por suerte lo hemos encontrado. Un unicornio que probablemente no pueda alargarnos la vida, pero sí que desde luego nos la ensancha.

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